– No me importaría tener un nombre y una dirección -dijo-. Preferiría encargarme yo mismo de ciertas cosas, ya me entiende.
4 Una conversación que significó más que palabras
Michael O'Connell pensaba que el crimen trata de conexiones.
«Si uno no quiere que lo capturen -razonaba-, debe eliminar todas las conexiones obvias. O al menos oscurecerlas para que no resulten rápidamente visibles para un detective tozudo.»
Sonrió para sí y cerró los ojos para dejarse arrullar por el traqueteo del metro. Todavía sentía un arrebato de energía recorrerle el cuerpo. Golpear a un hombre le producía una sensación estimulante, desde que sentía tensarse sus músculos. Se preguntó si la violencia física iba a resultarle siempre tan seductora.
A sus pies había una mochila de lona azul, la correa rodeando su brazo. Contenía unos guantes de cuero y otros de cirujano, un trozo de tubo de fontanero de medio metro y la cartera de Will Goodwin, aunque todavía no había tenido tiempo de descubrir el nombre.
Cinco cosas, pensó O'Connell, significaban cinco paradas del metro.
Sabía que estaba exagerando su cautela, pero en realidad no estaba de más. Sin duda el tubo estaría manchado con la sangre del tipo al que había atizado. Igual que los guantes de cuero. Sus ropas también tendrían restos, así como sus zapatillas de deporte, pero a media mañana lo habría pasado todo por varios ciclos de lavado caliente en la lavandería automática. Así se acabarían las conexiones microscópicas entre aquel hombre y él. La mochila estaba destinada a un vertedero en Brockton, la tubería a una obra en el centro. La cartera, después de quitarle el dinero, sería abandonada en un contenedor de basura ante una parada de metro en Dorchester, y las tarjetas de crédito serían esparcidas por varias calles en Roxbury, donde esperaba que algunos chicos negros las encontraran y utilizaran. Sabía que Boston seguía dividida por las razas, e imaginaba que culparían a aquellos chicos de lo que él había hecho.
Los guantes de cirujano, que se había puesto debajo de los de cuero, podría tirarlos en alguna papelera no lejos del Hospital General de Massachusetts, o el de Brigham y el Femenino, donde, si los encontraban, no atraerían ninguna atención especial.
Se preguntó si habría matado al hombre que había besado a Ashley. Era muy posible, pensó. El primer golpe lo alcanzó en la sien, y había oído el hueso romperse. Se había desplomado como un saco, chocando contra un árbol, lo cual fue una suerte, porque eso apagó el sonido. Aunque alguien se hubiera asomado a la ventana, tanto él como el hombre que había besado a Ashley quedaban ocultos por el tronco del árbol y varios coches aparcados. Arrastrarlo a las sombras del callejón fue cosa fácil. Las patadas y puñetazos sólo llevaron unos segundos. Un estallido de furia, casi como un climax sexual, implacable, explosivo, y después se acabó. Luego, mientras arrojaba el cuerpo inconsciente tras los contenedores de metal, le quitó la cartera, guardó su arma improvisada en la mochila y, moviéndose con rapidez, se dirigió de regreso a la estación de metro de Porter Square.
O'Connell pensaba que había sido increíblemente fácil. Repentino. Anónimo. Con ensañamiento.
Se preguntó quién sería aquel hombre y se encogió de hombros. En realidad no le importaba. Ni siquiera necesitaba saber su nombre. En una hora o dos, lo único que podría relacionarlo con aquel tipo, Ashley, estaría dormida en su apartamento, ajena a lo sucedido esa noche. Cuando ella se enterara de lo ocurrido, tal vez acudiera a la policía. Lo dudaba, pero la posibilidad, aunque leve, existía. Mas ¿qué podría decirles? O'Connell conservaba el resguardo de una entrada de cine. No era una gran coartada, pero cubría el tiempo transcurrido desde el beso hasta la agresión en el callejón. Supuso que eso sería suficiente para que ningún policía la creyese, sobre todo teniendo en cuenta que la cartera y las tarjetas del hombre aparecerían por toda la ciudad.
Echó atrás la cabeza, escuchando el sonido del metro, una curiosa música oculta en el brutal ruido de metal contra metal.
Eran algo menos de las cinco de la madrugada cuando Michael hizo su penúltima parada. Escogió una estación más o menos al azar y cuando faltaba poco para el amanecer salió cerca de Chinatown, no muy lejos del céntrico distrito financiero. Las tiendas estaban cerradas y las aceras vacías. No tardó mucho en encontrar una cabina que funcionara. Se puso la capucha de su sudadera, lo cual le dio aspecto de monje. No quería que un coche patrulla que hiciera la última ronda por las estrechas calles lo detuviera para hacerle preguntas.
O'Connell depositó cincuenta centavos y marcó el número de Ashley.
El teléfono sonó cinco veces antes de que ella contestara con voz adormilada.
– ¿Sí?
Él le dio un par de segundos para despertarse del todo.
– ¿Sí, quién es? -preguntó ella.
Él recordó el teléfono blanco que había junto a su cama. No tenía identificador de llamada, aunque tampoco habría importado.
– Sabes quién soy -susurró.
Ella no respondió.
– Ya te lo he dicho. Te quiero, Ashley. Estamos hechos el uno para el otro. Nadie puede interponerse entre nosotros.
– Michael, deja de llamarme -repuso ella-. Quiero que me dejes en paz.
– No necesito llamarte. Siempre estoy contigo.
Y colgó sin darle oportunidad de replicar. La amenaza más efectiva no se decía, se hacía imaginar, pensó.
Ya amanecía cuando llegó por fin a su apartamento.
Una media docena de gatos de la vecina rondaba la puerta, maullando y haciendo otros sonidos molestos. Uno de ellos siseó al verlo acercarse. La vieja que vivía frente a su puerta tenía más de una docena de gatos, quizás hasta veinte, los llamaba por diversos nombres y dejaba fuera platos para el ocasional gato callejero que pasara por allí. Los gatos parecían ir y venir a su antojo. Ella incluso había puesto una caja de arena extra en un rincón del pasillo para sus necesidades, llenando el pasillo de un horrible olor acre. Los gatos conocían a Michael O'Connell y él conocía a los gatos, y no se llevaba con ellos mejor que con su dueña. Los consideraba bichos callejeros, apenas un peldaño por encima de las alimañas. Le hacían estornudar, llorar los ojos, y siempre lo observaban con su cautela felina cuando entraba en el edificio. Y a Michael no le gustaba que nada ni nadie prestara atención a sus idas y venidas.
Soltó una patada a un gato a rayas que estaba a su alcance, pero falló. «Me vuelvo torpe», se dijo. El resultado de una noche larga pero excitante.
El gato a rayas y los demás se dispersaron mientras abría la puerta de su apartamento. Vio que uno, un gato blanco y negro con una veta anaranjada, se entretenía junto al plato de comida. Debía de ser nuevo, pensó, o estúpido, para no alejarse con los demás, que mantenían sus distancias con él. La vieja no se levantaría hasta dentro de una hora, quizá más, y sabía que estaba medio sorda. Estudió el pasillo un instante. Ningún inquilino parecía estar despierto. Él no entendía por qué los otros inquilinos no se quejaban de los gatos, y los odiaba por ello. Había una pareja de ancianos, de Costa Rica, que hablaba muy mal inglés. Y un puertorriqueño que, según sospechaba O'Connell, complementaba su trabajo de operario con algún robo ocasional. Arriba había un par de estudiantes graduados que de vez en cuando llenaban el pasillo con el punzante olor de la marihuana, y un vendedor canoso y de rostro chupado que pasaba sus horas libres lloriqueando e inmerso en una botella. Aparte de quejarse de los gatos al casero (un hombre mayor con uñas cubiertas por años de suciedad, que hablaba con acento indescifrable y detestaba que lo molestaran con pamplinas), O'Connell tenía poco que hacer. Se preguntó si algún inquilino sabía siquiera su nombre. Era tan sólo un sitio apartado, cutre, poco llamativo y frío, bien un final o una parada intermedia, y tenía un aire de provisionalidad que le gustaba. Miró hacia abajo mientras abría la puerta, y se preguntó si la vieja llevaría la cuenta de sus gatos. Dudaba que fuera exacta.