– Te veo cínica -dije-. Y resentida.
Ella sonrió.
– Supongo que lo parezco. Digamos que conocer a alguien como Michael O'Connell puede darte una perspectiva diferente de lo que constituye exactamente la felicidad. Como he dicho, redefinió las cosas para todos ellos.
Sacudió la cabeza. Se acercó a la mesa y abrió un cajón, de donde cogió papel y lápiz.
– Ten -dijo mientras anotaba un nombre-. Habla con este hombre. Dile que vas de mi parte. -Soltó una risita, aunque no había nada gracioso-. Y dile que renuncio a cualquier privilegio sobre conflicto de intereses médico-cliente. No, mejor todavía, lo haré yo misma.
Y anotó rápidamente algo en el papel.
16 Nudos gordianos
Ashley se apartó con cautela de la ventana, como había hecho todos los días de las dos últimas semanas.
No era consciente de lo que les estaba sucediendo a las tres personas que constituían su familia, estaba absorta en la sensación casi constante de que la vigilaban. El problema era que, cada vez que la sensación amenazaba con abrumarla, no lograba encontrar ninguna prueba concreta de ello. Si se volvía súbitamente mientras iba a clase o al trabajo en el museo, sólo veía un peatón sorprendido por su brusco gesto. Se acostumbró a correr para coger el metro justo cuando las puertas estaban cerrando, y luego observaba a todos los otros pasajeros, como si la anciana que leía el Herald o el obrero con la vieja gorra de los Red Sox pudiera ser O'Connell disfrazado. En casa, se acercaba a un lado de la ventana y escrutaba la calle arriba y abajo. Pegaba el oído a la puerta en busca de algún sonido delator antes de salir. Empezó a variar su ruta cuando salía, aunque sólo fuera para ir al almacén o la farmacia. Compró un teléfono fijo con identificador de llamada, y añadió el mismo servicio a su móvil. Preguntaba a sus vecinos si alguno había visto algo fuera de lo corriente o, en concreto, a un hombre que encajara con la descripción de Michael cerca de la entrada, o en la esquina o al fondo de la calle. Nadie recordaba haber visto a alguien así ni que actuara de manera sospechosa.
Pero cuanto más se obligaba a imaginar que Michael ya no la rondaba, más al acecho parecía él.
No tenía nada concreto para decir en voz alta «es él», pero había docenas de detalles, indicios delatores, que le decían que aquel hombre no había salido de su vida, que en realidad andaba por allí cerca. Un día llegó a su apartamento y
descubrió que alguien había marcado una gran X en la puerta, usando probablemente algo tan vulgar como una navajita o una llave. En otra ocasión le habían abierto el buzón, y un puñado de facturas y
publicidad se esparció por el suelo del vestíbulo.
En el museo descubrió que los artículos de su mesa se movían continuamente. Un día el teléfono estaba a la derecha y, al siguiente, a la izquierda. Un día llegó y encontró el cajón superior cerrado con llave, cosa que ella nunca hacía, pues no guardaba dentro nada valioso.
Tanto en el trabajo como en casa el teléfono solía sonar una o dos veces, y luego enmudecía. Cuando contestaba, sólo oía el tono de llamada. Y cuando comprobaba la identificación de llamada, aparecía «número desconocido». Varias veces intentó usar la opción de rellamada, pero siempre encontraba señal de ocupado o interferencia electrónica.
No estaba segura de qué hacer. En sus llamadas diarias a sus padres, comentaba algunas de estas cosas, pero no todas, porque algunas parecían demasiado extrañas para ser ciertas. Otras parecían los incordios habituales de la vida moderna, como
cuando uno de sus profesores no pudo acceder a sus trabajos por e-mail, y los ordenadores de la facultad no lograron solucionarlo porque encontraron bloqueados sus archivos. Los eliminaron, pero sólo después de considerables esfuerzos.
Mientras se mecía en su sillón a solas en su apartamento, contemplando caer la noche, pensó que todo era por culpa de O'Connell y nada por culpa de O'Connell, y no
supo qué hacer. Y esa incertidumbre le producía una sensación de frustración y rabia.
Después de todo, él había dado su palabra. Se lo repetía, aunque en realidad no se lo creía. Y cuanto más lo pensaba, menos se lo creía.
Scott pasó una noche inquieta esperando que llegara por mensajero el paquete enviado desde Yale por el profesor Burris. Hay pocas cosas más peligrosas para una carrera académica que una acusación de plagio. Scott tenía que actuar con rapidez y eficacia. El primer paso que dio fue buscar en el sótano la caja donde había almacenado todas sus notas para el artículo de la Revista de Historia Norteamericana. Luego envió mensajes electrónicos a los dos estudiantes que había reclutado tres años antes para que lo ayudaran con las citas y la investigación. Tenía suerte, pensó, de disponer de direcciones de contacto de ambos. Cuando les escribió, no especificó exactamente de qué lo acusaban. Sólo dijo que un colega historiador había hecho algunas preguntas sobre el artículo y podrían serle útiles sus recuerdos del trabajo. Fue un intento de ponerlos sobreaviso, mientras esperaba a que el material en disputa llegara a su puerta.
Era todo lo que podía hacer.
Se sentó a su escritorio en la facultad cuando el repartidor le entregó un sobre grande. Lo firmó rápidamente, y empezaba a abrirlo cuando sonó el teléfono.
– ¿Profesor Freeman?
– Sí.
– Soy Ted Morris, del periódico de la facultad.
Scott vaciló un momento.
– ¿Asiste usted a alguna de mis clases, señor Morris? Si es así…
– No, señor. No asisto.
– Estoy muy ocupado -dijo Scott-. Pero, dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
Sintió cierta reluctancia en la pausa que hizo el estudiante antes de responder.
– Hemos recibido una filtración, una acusación en realidad, y lo estoy investigando.
– ¿Una filtración?
– Sí, eso es.
– No entiendo -dijo Scott, pero era mentira: lo entendía perfectamente.
– Lo han acusado de estar implicado en, bueno, a falta de mejor expresión, un asunto de integridad académica. -Ted Morris escogía sus palabras con cuidado.
– ¿Quién le ha dicho eso?
– ¿Es relevante, señor?
– Bueno, podría serlo.
– Al parecer procede de un estudiante descontento. De una universidad del Sur. Es todo lo que puedo decirle.
– No conozco a ningún estudiante de ninguna facultad del Sur -repuso Scott con falsa serenidad-. Pero «descontento» es un adjetivo aplicable a cualquier estudiante en un momento u otro, ¿no le parece, Ted? -dejó a un lado el formal «señor Morris» para recalcar sus roles respectivos. Él tenía autoridad y poder, o al menos quería que Ted Morris, del periódico del campus, lo creyera.
Ted hizo una pausa y no se dejó distraer.
– Pero la cuestión es muy simple. ¿Ha sido usted acusado…?
– Nadie me ha acusado de nada. Al menos que yo sepa -replicó Scott rápidamente-. Nada que no sea rutinario en los círculos académicos… -Inspiró hondo. Seguramente Ted Morris estaba anotando cada palabra.
– Comprendo, profesor. Rutina. Pero sigo pensando que debería hablar con usted en persona.
– Estoy muy ocupado. No obstante, tengo horas de tutoría el viernes. Pásese por aquí entonces…
Eso le daría varios días.
– Tenemos cierta premura, profesor…
– Lo siento. Las cosas hechas deprisa son inevitablemente confusas o, peor, erróneas. -Era un farol, pero tenía que librarse de aquel impertinente.
– Muy bien, el viernes. Y, profesor, una cosa más.
– ¿Qué, Ted? -repuso con su voz más condescendiente.
– Debería saber que colaboro con el Globe y el Times.
Scott tragó con dificultad.
– Me alegro -dijo, afectando todo el entusiasmo que le fue posible-. Hay muchas historias en este campus que podrían interesar a esos periódicos. Bien, nos vemos el viernes, pues -concluyó, rogando que el estudiante esperara al viernes antes de llamar al redactor jefe de esos periódicos para dinamitar toda su carrera.