36 Las piezas sobre el tablero
Ashley seguía molesta por haber sido excluida de la decisión más crucial de su vida. Catherine, menos airada, se pasó una hora al teléfono, haciendo llamadas en voz baja, antes de decirle a Ashley:
– Hay algo que tú y yo tenemos que hacer.
La chica estaba en la cocina con una taza de café, mirando el rincón donde se hallaba el cuenco de Anónimo, ahora vacío. Se sentía atada a un poste mientras a su alrededor sucedían cosas que la afectaban directamente pero que no podía ver.
– ¿Qué?
– Bueno -dijo Catherine en voz baja-, nunca me ha gustado ser una mera espectadora.
– Ni a mí.
– Creo que deberíamos movernos un poco en una dirección que no creo que alguien de esta familia haya considerado. -Cogió las llaves del coche-. Vamos.
– ¿Adónde?
– A ver a un hombre -respondió Catherine alegremente-. Un tipo bastante antipático, creo.
Ashley debió de parecer ligeramente sorprendida, porque la anciana sonrió.
– Es lo que necesitamos. Alguien desagradable.
Se dio media vuelta y, seguida por Ashley, se dirigió a su coche.
– No diremos nada de esta misión a tus padres ni a Hope -dijo, y arrancó.
Ashley guardó silencio mientras Catherine aceleraba, mirando varias veces por el retrovisor para asegurarse de que no las seguían.
– Necesitamos la ayuda de alguien de otro mundo. Con valores diferentes. Por suerte -suspiró-, conozco a unas personas cerca de mi casa que a su vez conocen a alguien que encaja en ese perfil.
Ashley tenía varias preguntas que hacer, pero no las hizo, pues supuso que muy pronto se enteraría del plan de Catherine. Alzó las cejas cuando el coche enfiló calles secundarias, un amplio bulevar, y luego la rampa de entrada de la interestatal, volviendo en la dirección de la que habían huido hacía sólo unos días.
– ¿Adónde vamos?
– A un sitio a tres cuartos de hora en dirección norte. Quizás a doscientos metros de la línea que separa la comunidad de Massachusetts del gran estado de Vermont.
– ¿Y qué encontraremos allí?
Catherine sonrió.
– A un hombre, ya te lo he dicho. La clase de hombre que dudo hayamos conocido antes. -Su sonrisa se desvaneció-. Y tal vez algo de seguridad.
No dijo más, ni Ashley preguntó, aunque la joven dudaba que la «seguridad» fuera tan fácil de encontrar.
Scott salió de la biblioteca.
Había oído una historia inquietante, una historia de la América profunda que mezclaba rumores, insinuaciones, celos y exageraciones junto con verdades, hechos y
posibilidades. Las historias como aquélla tienen una especie de radiactividad: puede que no queden claras a la vista, pero generan un efecto contagioso.
«Lo que necesita usted saber -le había dicho la bibliotecaria- es lo turbia que fue la muerte de la madre de Michael O'Connell.»
«Turbia», para Scott, apenas describía la situación.
Hay algunas relaciones volátiles por naturaleza que nunca deberían formarse, pero, por algún motivo infernal, echan raíces y crean un ballet mortal. Tal era el hogar donde había nacido O'Connell: un padre alcohólico y abusón que mantenía una casa sujeta con clavos de furia; y una madre que había sido la mejor estudiante del instituto pero había arrojado por la borda su prometedor futuro por el hombre que la sedujo en su primer año en el colegio universitario local. Su buen porte a lo Elvis, su pelo negro, el cuerpo musculoso y un buen trabajo en los astilleros, un coche veloz y una risa fácil habían ocultado su lado más duro.
Las visitas de la policía a casa de los O'Connell habían sido frecuentes los sábados por la noche. Un brazo roto, un diente saltado, moratones, asistentes sociales y viajes a urgencias fueron sus regalos de boda. A cambio, él recibió una nariz rota que estropeaba su guapo rostro cuando se enfadaba, y más de una vez tuvo que ver cómo su mujer lo atacaba con un cuchillo de cocina. Era una conocida pauta de abusos, violencia y perdón que habría continuado eternamente, excepto por dos cosas: el padre se lesionó y la madre enfermó.
O'Connell padre cayó desde diez metros de altura sobre una viga de acero. Debería haber muerto, pero en cambio pasó seis meses en el hospital, recuperándose de un par de vértebras rotas, y consiguió ganar una adicción a los analgésicos, un sustancial seguro y una paga permanente, la mayoría de la cual se gastó pagando rondas en el local de los veteranos de guerra y siendo víctima de un par de embaucadores que le hicieron creer que podría ganar dinero fácil. Mientras tanto, la madre de O'Connell descubrió que tenía cáncer de útero. Una operación y su propia dependencia de los analgésicos la condujeron a una
vida llena de incertidumbres aún mayores.
O'Connell tenía trece años la noche en que murió su madre, un día después de su cumpleaños.
Lo que Scott había descubierto gracias a la bibliotecaria y los archivos de los periódicos locales era a la vez preocupante y confuso. Ambos padres habían estado bebiendo y peleando; duró un buen rato, según algunos vecinos, pero eso era corriente y no alcanzó el nivel de violencia capaz de hacerles llamar al 911. Pero justo después de que oscureciera, hubo un súbito estallido de gritos seguidos de dos disparos.
Los disparos eran la parte dudosa de la historia. Algunos vecinos recordaban un silencio significativo entre uno y otro: treinta segundos, quizás un minuto o incluso más.
El propio padre de O'Connell llamó a la policía.
Llegaron y encontraron a la madre muerta en el suelo, con un disparo a bocajarro en el pecho, una segunda bala en el techo, el chico adolescente acurrucado en un rincón y el padre, con la cara surcada de arañazos, empuñando una pistola del calibre 38. La historia que contó éste fue la siguiente: habían bebido y luego peleado, como de costumbre, sólo que esta vez ella sacó el revólver que él guardaba bajo llave en un cajón de la cómoda. No sabía cómo se había hecho con la llave. Amenazó con matarlo. Dijo que ya la había maltratado demasiado y que ahora pagaría por ello. Él se había abalanzado contra ella como un toro furioso, gritándole, retándola a disparar. Forcejearon y el primer disparo fue a parar al techo. El segundo, al pecho de ella.
Alcohol, pelea, un arma, un accidente.
Eso le había contado la bibliotecaria a Scott, sacudiendo la cabeza mientras lo hacía.
Naturalmente, él comprendió que la policía debió de preguntarse si quien empuñó el arma había sido el padre de O'Connell y la madre quien luchó por su vida. Más de un detective analizó las fotos de la escena del crimen y consideró probable que ella hubiera rechazado sus avances de borracho y agarrado el cañón de la pistola para impedir que le disparara. El disparo del techo vino después, convenientemente orquestado para que la versión de O'Connell padre sonara convincente.
Y en esa confusión, con dos historias igualmente posibles, una de defensa propia, la otra de un cruel asesinato de borracho, la respuesta sólo podía proporcionarla el adolescente.
Podía decir una verdad, y enviar a su padre a la cárcel y a sí mismo a un orfanato. O podía decir otra, y la vida que conocía continuaría más o menos igual, pese a la ausencia de la madre.
Scott pensó que ése era el único momento en que sentiría compasión por O'Connell. Y fue una compasión retroactiva, porque se remontaba casi quince años en el tiempo. Se preguntó qué habría hecho él en una situación así. Desde luego, el diablo conocido es mejor que el diablo por conocer. Así que el joven O'Connell había corroborado la historia de su padre.
¿Tenía pesadillas con su madre muerta?, se preguntó Scott. ¿La veía luchando por su vida? ¿Cuando despertaba cada mañana y veía la manera en que su padre lo miraba con recelo, se decía alguna mentira terrible?
Cruzó la ciudad y aparcó delante del camping de caravanas, muy cerca de la casa de O'Connell. «Está todo aquí -pensó-. Todos los ingredientes para convertirse en un asesino.»