Cogió su maletín, guardó en él tantos papeles como pudo y recogió el abrigo. Las oficinas estaban ya vacías y cerró con llave. Bajó rápidamente las escaleras y salió a la calle.
El aire frío pareció confundirla y se llevó la mano a la frente, como si de repente se sintiera mareada. No pudo recordar siquiera dónde había aparcado el coche. Todo daba vueltas a su alrededor y tuvo que inhalar hondo una vez, como si estuviera sufriendo un ataque de pánico. Apretó los puños y notó una súbita punzada de dolor. El corazón le palpitaba y las sienes latían. Tuvo que apoyarse en una pared para no caerse.
«Domínate», se ordenó.
Su coche estaba donde siempre, en el aparcamiento. Se abotonó el abrigo y sosegó la respiración, sintiendo que la presión en el pecho y la boca del estómago disminuía. Pero, al recuperar el autodominio, le pareció de pronto que ya no estaba sola. Se dio la vuelta, pero la acera estaba vacía, a excepción de algunos estudiantes que entraban y salían de una cafetería cercana. El tráfico de la calle principal de la ciudad discurría con normalidad. Un autobús bufó al detenerse en la parada al otro lado de la calle, delante de un viejo cine. Todo lo que vio era normal. «Todo está en su sitio», pensó.
O no.
Tomó aire de nuevo y echó a andar hacia el garaje. Una parte de ella quería correr, mientras la oscuridad se deslizaba sobre ella y la tenue luz de las farolas y marquesinas levantaba pequeños refugios contra la creciente noche.
– ¿Sabe? Incluso con esta dispensa firmada me siento un poco incómodo hablando de cosas que me han sido comunicadas de manera confidencial.
– Ésa es su prerrogativa -dije, lleno de falsa comprensión-. Comprendo su postura.
– ¿Lo comprende?
El psicólogo era pequeño y ladino, con un pelo rizado veteado de gris que le caía alrededor del cuello, como si estuviera conectado a extrañas y conflictivas ideas en su cuero cabelludo. Llevaba gafas que le daban una ligera apariencia de insecto, y tenía un curioso tic: expresaba una idea y a continuación agitaba la mano para recalcar las palabras ya dichas.
– Después de todo -continuó-, no estoy seguro de que la influencia que Michael O'Connell ejerció sobre esas personas haya sido aún comprendida del todo.
– ¿Qué quiere decir?
Suspiró.
– Creo que se cruzó en sus vidas más o menos como un accidente de tráfico. Un puntual momento de pérdida, de miedo, de conflicto, como quiera verlo. Pero sus secuelas duran años, quizás incluso para siempre. Vidas que ya no vuelven a ser lo que eran. Cenizas y agonía durante mucho tiempo. Eso es lo que sucede en estos casos.
– Pero…
– No sé si puedo hablar al respecto -dijo bruscamente-. Algunas cosas que se han dicho en esta consulta son inviolables, aunque me agrada que usted quiera contar la historia en un libro. Desde luego detestaría revelarle algo y luego recibir una citación judicial, o tener que abrir mi puerta a un par de detectives al estilo Colombo. Lo siento.
Suspiré, sin saber si frustrado o respetuoso. Él esbozó una amplia sonrisa y se encogió de hombros.
– Bien -dije-. Para que mi viaje hasta aquí no haya sido una completa pérdida de tiempo, ¿puede explicarme al menos las características del amor obsesivo de O'Connell por Ashley…?
El psicólogo hizo una mueca.
– Amor. ¡Amor! Dios mío, no tiene nada que ver con el amor. El entramado psicológico de Michael O'Connell tiene que ver con la posesión.
– Sí, lo comprendo. Pero ¿qué conseguía? No era por dinero. No era deseo. No era pasión. Sin embargo, en cierto modo, por lo que sé hasta ahora, parece que era todas esas cosas al mismo tiempo…
Él se recostó en su asiento, y de pronto se inclinó bruscamente hacia delante.
– Está siendo demasiado literal -dijo-. Un robo a un banco dice algo concreto. También un trapicheo de drogas, o matar a tiros al encargado de una tienda abierta de madrugada. O los asesinatos en serie y las violaciones repetidas. Esa clase de crímenes puede definirse fácilmente. Éste no. El proclamado amor de Michael O'Connell era un crimen de identidad. Y así, se convirtió en algo más grande, más profundo. Más devastador.
Asentí y fui a añadir algo, pero él agitó la mano, silenciándome.
– Otra cosa que ha de tener en cuenta -dijo-: Michael O'Connell era… -inspiró hondo- implacable.
17 Un mundo de confusión
Por primera vez en su relativamente corta vida, Ashley sintió que su mundo era no sólo increíblemente pequeño, sino que estaba definido por tan pocas cosas que carecía de un sitio donde ocultarse, que no había ningún lugar adonde escapar para tomarse un respiro y recuperarse.
Los pequeños indicios de que la estaban vigilando aumentaron. Su teléfono se había convertido en un pozo de miedo, lleno de silencios o respiraciones entrecortadas. Tampoco se fiaba ya de su ordenador. Se negaba a revisar el e-mail, porque no podía saber quién enviaba los mensajes.
Le dijo a su casero que había perdido las llaves de su apartamento, y éste le envió un cerrajero para poner cerraduras nuevas, aunque Ashley dudaba que sirviera para algo. El cerrajero le comentó que las nuevas cerraduras eran muy seguras, pero no inviolables para un entendido. A Ashley no le resultó difícil imaginar que O'Connell entraba en la categoría de entendido.
En el museo algunos compañeros de trabajo se quejaron de estar recibiendo extrañas llamadas y e-mails anónimos que sugerían que Ashley estaba maquinando a sus espaldas o criticándolos ante la dirección. Ashley les explicó que todo eso era falso, sólo actos insensatos de un pretendiente despechado, pero le pareció que no la creían.
Inesperadamente, una compañera lesbiana le echó en cara ser homófoba. La acusación fue tan ridícula que Ashley se quedó desconcertada, incapaz de responder. Un par de días más tarde, una compañera negra la miró con recelo y se negó a almorzar con ella ese día. Ashley le preguntó qué sucedía y ella le espetó: «Tú y yo no tenemos nada de qué hablar. Déjame en paz.»
Después de su clase nocturna de Impresionistas Modernos Europeos, la profesora la llamó a su despacho y le dijo que corría el riesgo de suspender si no asistía a las clases con regularidad.
Ashley se quedó anonadada. Abrió la boca y miró a la mujer, que apenas alzó la cabeza de los papeles, diapositivas y voluminosos libros de arte que cubrían su mesa. Ashley trató de encontrar algo donde enfocar la mirada e impedir la sensación de mareo que la embargó.
– Pero nunca he faltado a ninguna clase… -logró decir-. En las hojas de asistencia ha de constar mi nombre.
– Por favor, no me venga con excusas -repuso la profesora, envarada.
– Pero si no…
– Uno de mis ayudantes las repasa y las introduce en el sistema informático del departamento. De las clases semanales y las presentaciones de diapositivas adicionales, de las que hemos tenido más de veinte hasta ahora, sólo consta su nombre en dos ocasiones. Y una de ellas es la de esta noche.
– Pero he asistido a todas -insistió Ashley-. No comprendo. Déjeme mostrarle mis apuntes…
– Cualquiera puede hacer que le copien los apuntes o se los presten.
– Pero he estado en todas las clases. De verdad. Alguien ha cometido un error.
– Claro. Ahora resulta que es culpa nuestra.
– Profesora, creo que alguien está saboteando mi registro de asistencias…
La profesora vaciló.
– Pero ¿qué dice? ¿Qué sentido tendría que alguien…?
– Un ex novio despechado -dijo Ashley.
– Repito, señorita Freeman: ¿qué sentido tendría?
– Quiere vengarse…
La profesora vaciló.
– Bien -dijo lentamente-. ¿Puede demostrar esta acusación?
Ashley tomó aire muy despacio.
– No sé cómo -admitió.
– Ya. Bien, como recordará, en la primera clase dejé bien claro que la asistencia es obligatoria. No soy inflexible, señorita Freeman. Si alguien tiene que perderse una clase o dos por motivos personales, lo comprendo. Pero asistir a clase y estudiar el temario es su responsabilidad. No creo que pueda usted aprobar este curso…