45 Una llamada sin respuesta
Hope condujo hacia el norte y cruzó el peaje de la frontera con Maine, dirigiéndose a un punto cerca de la costa que recordaba de unas vacaciones de verano, muchos años atrás, poco después de que Sally y ella se hubieran enamorado. Habían llevado a la pequeña Ashley en su primer viaje juntos. Era un sitio agreste, donde un crecido parque de árboles oscuros y matorrales retorcidos llegaba hasta el borde mismo del agua, y la costa rocosa capturaba las olas que llegaban desde el Atlántico, lanzando al aire chorros de espuma salada. En el verano era mágico: las focas jugando entre las rocas, diversas especies de aves marinas graznando en la brisa. Ahora, pensó, sería un sitio solitario, lo bastante tranquilo para pensar qué hacer exactamente.
Mantenía el codo contra la herida, presionando para reducir la hemorragia. La herida en sí le provocaba un dolor pulsante y constante. En más de una ocasión pensó que iba a desmayarse, pero luego, mientras el coche iba devorando kilómetros, hizo acopio de fuerzas y, con los dientes apretados, creyó que podría realizar el viaje sin paradas.
Trató de imaginar lo sucedido en su interior. Visualizó diferentes órganos (estómago, bazo, hígado, intestinos) y, como si fuese un juego infantil, intentó adivinar cuáles eran los cortados o perforados por el cuchillo.
El paisaje parecía aún más oscuro que la noche que la envolvía. Grandes grupos de pinos negros, como testigos junto a la carretera, parecían vigilar su avance. Cuando salió de la autopista, gimió de dolor al girar el volante para enfilar la rampa y luego internarse por carreteras secundarias que le recordaron el hogar de su infancia. Trató de controlar su respiración.
Se permitió imaginar que estaba realmente en la carretera que conducía a la casa de su infancia. Pudo visualizar a su madre en aquella época, el pelo recogido, en el jardín, arreglando las flores, mientras su padre estaba en el campo de fútbol que le había trazado, tratando de hacer filigranas con un balón. Oyó su voz llamándola para que se pusiera las botas y saliera a jugar. Su padre hablaba con fuerza, no como después, cuando la enfermedad lo acosó en el hospital.
«Ahora mismo voy», pensó.
Había pequeños carteles marrones cada pocos kilómetros que indicaban la dirección del parque, y ahora ya olió el salitre en el aire. Recordó que había un aparcamiento apartado y supo que estaría vacío esa fría noche de noviembre. Un camino de unos cien metros cubierto de hojarasca serpenteaba entre los árboles y matojos, atravesando una zona de picnics, y luego otro de un kilómetro y pico hasta el océano. Alzó los ojos y vio la luna llena. Sabía que podría necesitar su débil luz. «Luna de cazadores», pensó, e imaginó que las primeras nieves y el hielo no estaban ya muy lejos. Dudaba que viniera nadie; no sabría qué decir si lo hicieran. No le quedaban fuerzas para mentir ni siquiera al guardabosques.
Vio otro cartel, el fondo azul y una gran H blanca en el centro.
Era una tentación injusta, pensó. No se había acordado de que el parque estaba sólo a un par de kilómetros de un hospital.
Por un momento pensó en tomar esa dirección. Habría una gran mancha de luz brillante, y un cartel de neón rojo: «Entrada de Urgencias». Probablemente un par de ambulancias aparcadas por allí, en la entrada circular. Dentro habría una enfermera tras un mostrador. Se la imaginó: una mujer gruesa, de mediana edad, a quien no asustaría la sangre ni el peligro. Le echaría un vistazo a la herida de Hope, y luego la llevarían a la sala de reconocimiento, donde ella oiría los murmullos de médicos y enfermeras que se afanarían en salvarle la vida.
«¿Quién le ha hecho esto?», preguntaría alguien, libreta y lápiz en mano.
«Me lo hice yo misma.»
«No, de verdad, ¿quién se lo hizo? La policía viene de camino y querrá saberlo. Díganoslo ahora…»
«No puedo decirlo.»
«Necesitamos respuestas. ¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué tan lejos de su casa? ¿Qué ha hecho esta noche?»
«No voy a decirlo.»
«Eso no es lo mismo que no poder decirlo. Tenemos muchas dudas. Si sobrevive a esta noche, tendremos muchas más preguntas.»
«No voy a responder.»
«Sí que lo hará. Tarde o temprano, lo hará. Y díganos: ¿por qué hay sangre de otra persona en su mono? ¿Cómo ha llegado ahí?» Hope apretó los dientes y siguió conduciendo.
Sally aparcó casi en el mismo sitio de antes frente al apartamento de Michael O'Connell. La calle estaba vacía, a excepción de los coches aparcados por toda la manzana. La negrura de la noche fundía las sombras, luchando contra el resplandor que llegaba de los barrios más concurridos.
Sally miró el reloj, luego el cronómetro, que indicaba los avances de todo el día. Inspiró lentamente. El tiempo se movía muy despacio.
Contempló el edificio de O'Connell. Las ventanas de su apartamento continuaban a oscuras. Mientras escrutaba la calle arriba y abajo, sintió que el calor se acumulaba en su interior. ¿A qué distancia estaba él ya? ¿A dos minutos? ¿A veinte? ¿Venía hacia aquí?
Sacudió la cabeza. Una planificación adecuada, se dijo, habría dispuesto que alguien lo siguiera desde la casa de su padre, para que cada paso que diera ese día estuviera controlado. Se mordió el labio inferior. Pero eso habría supuesto un mayor peligro, pues ese alguien habría tenido que estar demasiado cerca de O'Connell. Por eso había dejado una laguna de tiempo entre su salida y su regreso. Pero Scott había tardado demasiado en llevarle el arma, y ahora ella ignoraba dónde podía estar O'Connell. ¿Se había deshinchado el neumático como había prometido Scott? ¿Se había retrasado lo suficiente en cambiar la rueda? Los imponderables le gritaban como una sinfonía de instrumentos desafinados.
Miró de reojo la mochila que contenía la pistola y se contuvo de arrojarla al contenedor de basura tras el edificio. Habría bastantes posibilidades de que los policías la encontraran allí. Pero no tenía la certeza necesaria, y en una noche llena de dudas no podía arriesgarse.
Jugueteó con el teléfono móvil. Su mente no dejaba de girar en torno a Hope. «¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien?»
Le temblaban las manos. No sabía si por miedo a que O'Connell la pillara o si temía por Hope. Pensó en su compañera, trató de imaginar qué le había sucedido, de leer entrelineas lo que le había dicho Scott, pero eso la asustó aún más.
O'Connell venía de camino, más cerca cada minuto, podía sentirlo. Sabía que tenía que actuar sin retrasos. Sin embargo, maniatada por la incertidumbre, vaciló.
Hope estaba en alguna parte, herida, lo sentía también. Y no podía hacer nada al respecto.
Dejó escapar un lento gemido.
Y entonces, con una inaudita fuerza de voluntad, cogió la mochila y salió del coche. Rogó que la noche la ocultara mientras, cabizbaja, cruzaba rápidamente la calle. Si alguien las veía y las relacionaba a ella y la mochila con O'Connell y su apartamento, todo podría descubrirse. No tenía que correr, sino caminar con normalidad. El contacto visual con cualquier persona sería fatal, lo mismo que hablar con alguien. Sería fatal cualquier cosa que llamara la atención sobre ella; y lo sería no sólo para ella, sino para todos.
Ese era el momento más peligroso. El momento en que todo lo que había sucedido esa noche pendía de un hilo. Un fallo por su parte los condenaría a todos, y posiblemente también a Ashley. Tenía el arma del crimen en su poder. Era un momento de absoluta vulnerabilidad.
«Continúa», se ordenó.
Al entrar en el vestíbulo del edificio, oyó voces en el ascensor, así que decidió subir por la escalera, dos escalones a cada paso.
Se detuvo junto a la sólida puerta de incendios de la segunda planta, trató de escuchar a través de ella, y luego recorrió con paso firme el pasillo hasta el apartamento de O'Connell. Tenía en la mano la llave de la vecina, igual que unas horas antes. Durante un terrible segundo imaginó que él estaba dentro, tendido en la cama, con las luces apagadas. Debía tenerlo en cuenta. ¿Y si estaba dentro? ¿Y si aparecía antes de que terminara su tarea? ¿Y si la veía en el pasillo o en el ascensor o al salir del edificio, en la calle? ¿Qué iba a decir? ¿Le haría frente? ¿Trataría de esconderse? ¿La reconocería él?