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– De acuerdo -dijo Hope, sin poder contener las lágrimas-. Me gustaría verlo una vez más.

Siguió al veterinario a través de unas puertas oscilantes, Sally un par de pasos por detrás.

La sala, iluminada por brillantes tubos fluorescentes, era como cualquier sala de urgencias, con monitores para las constantes vitales, aparatos diversos y muebles de instrumental. Sobre una mesa de metal que reflejaba implacablemente la luz estaba tendido Anónimo, su claro pelaje ya sin brillo. Hope le acarició el costado. Pensó que su fiel mascota parecía en paz, simplemente dormido.

El veterinario guardó silencio un instante, dejando que Hope se despidiera del perro. Luego dijo:

– ¿Había algo extraño en la casa esta noche, cuando volvieron ustedes?

Hope se volvió.

– ¿Algo extraño?

– ¿Qué quiere decir? -dijo Sally.

– ¿Vieron indicios de que alguien hubiera entrado por la fuerza? -preguntó el veterinario.

Hope pareció confundida.

– Creo que no entiendo…

– Lamento parecer brusco, pero hemos encontrado ciertas cosas que dan para sospechar.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Hope.

El veterinario extendió la mano y apartó el pelaje de la garganta de Anónimo.

– ¿Ve las marcas rojas? Son magulladuras, probablemente de estrangulamiento. Y aquí, mire -Separó los labios de Anónimo, descubriendo sus dientes-. Esto parece un resto de carne. Y hay algo de sangre también. También encontramos jirones de ropa ensangrentada en las uñas de las patas.

Hope miró al veterinario, sin entender.

– Cuando lleguen a casa, revisen las puertas y ventanas en busca de indicios de allanamiento -aconsejó él, y sonrió sin alegría-. Está claro que el pobre animal se enfrentó a un intruso -añadió-. No puedo estar seguro sin una autopsia, pero me parece que Anónimo murió peleando.

– ¿Quién asesinó a Murphy? -pregunté-. ¿Crees que fue O'Connell?

Ella me miró con extrañeza, como si la pregunta estuviera fuera de lugar. Estábamos en su casa, y mientras ella vacilaba me distraje y paseé la mirada por la habitación. De pronto reparé en que no había ninguna fotografía.

Sonrió.

– Creo que deberías preguntarte si O'Connell necesitaba matar a Murphy. Puede que quisiera hacerlo. Tenía un arma y tenía un móvil, sí, pero ¿necesitaba apretar el gatillo personalmente? ¿No había hecho ya suficiente enviando por correo información confidencial a diversas personas para conseguir precisamente ese fin? ¿Acaso no podía confiar en que alguien, de esa lista de personas, reaccionaría de manera violenta contra Murphy? Ese era el estilo de O'Connell: actuar oblicuamente, crear acontecimientos y situaciones, manipular el entorno. Necesitaba sacar de la circulación a Murphy, quien procedía de un mundo que O'Connell conocía muy bien. Era bien consciente de la amenaza que suponía. Murphy no era muy distinto de O'Connell: ambos confiaban en la violencia para conseguir resultados. Tenía que quitar a Murphy del terreno de juego. Y es lo que sucedió, ¿no?

Me miró, y bajó la voz casi hasta un susurro.

– ¿Cómo actuamos los humanos? No es difícil saber qué hacer cuando el enemigo te apunta con un arma. Pero a menudo somos nuestros mayores enemigos, porque no queremos creer lo que nos dicen nuestros ojos. Cuando se avecina la tormenta, ¿no pensamos a veces que no habrá truenos? Estamos seguros de que la riada no reventará la presa, ¿verdad? Y por eso nos pilla.

Respiró hondo y se volvió para mirar por la ventana.

– Y cuando nos pilla, ¿podemos salvarnos o nos ahogamos?

29 Una escopeta en el regazo

«Hola, Michael. Te echo de menos. Te quiero. Ven a salvarme.»

Podía oír la voz de Ashley hablándole, casi como si estuviera sentada a su lado en el coche. Repasaba una y otra vez las palabras en su mente, dándole inflexiones distintas, una vez suplicante y desesperada, otra vez sexy e insinuante. Las palabras eran como caricias.

O'Connell se imaginaba a sí mismo en una misión. Como un soldado zigzagueando por un terreno sembrado de minas o un nadador al rescate en aguas turbulentas, se dirigía al norte, más allá de Vermont, atraído inexorablemente hacia Ashley.

Se pasó los dedos por las heridas que tenía en el dorso de la mano y el antebrazo. Había conseguido detener la hemorragia causada por el mordisco en la pantorrilla con el kit de primeros auxilios que llevaba en la guantera. Había tenido mucha suerte de que el perro no le hubiera destrozado el tendón de Aquiles, pensó. Tenía los vaqueros desgarrados y probablemente manchados de sangre seca. Debería cambiárselos por la mañana. Pero, en resumen, había salido victorioso.

Encendió la luz de cortesía del coche.

Miró el mapa y trató de calcular mentalmente. Estaba a menos de noventa minutos de Ashley. Podía equivocarse una o dos veces al intentar tomar el camino rural que conducía a la casa de Catherine Frazier, pero no más.

Sonrió y de nuevo oyó a Ashley llamarlo. «Hola, Michael. Te echo de menos. Te quiero. Ven a salvarme.» Él la conocía mejor de lo que ella se conocía a sí misma.

Abrió un poco la ventanilla y dejó entrar el aire helado para despejarse. O'Connell creía que había dos Ashleys. La primera era la que había intentado librarse de él, la que se había mostrado tan enfadada, asustada y evasiva. Ésa era la Ashley que pertenecía a sus padres y a aquella tía rara, Hope. Frunció el ceño al pensar en ellos. Había algo verdaderamente repugnante y malsano en su relación. Desde luego, Ashley estaría mucho mejor cuando él la rescatara de esos pervertidos.

La verdadera Ashley era la que estaba sentada a la mesa frente a él, bebiendo y riendo con sus chistes, pero hipnotizante mientras se insinuaba. La verdadera Ashley había conectado con él, física y emocionalmente, de un modo increíblemente profundo. La verdadera Ashley lo había invitado a entrar en su vida, y el deber de Michael era volver a encontrar a esa persona.

La liberaría.

O'Connell sabía que la Ashley que sus padres y su madrastra lesbiana veían era una sombra de la verdadera. La Ashley estudiante, artista, empleada del museo era pura ficción, creada por un puñado de inútiles liberales de clase media que no valían nada y sólo querían que fuese como ellos, que creciera y tuviera la misma vida estúpidamente insignificante que ellos. La verdadera Ashley estaba esperando que él llegara como un príncipe azul para mostrarle una vida distinta. Era la Ashley que ansiaba la aventura, una existencia intensa. La Bonnie de su Clyde, una Ashley que viviría con él fuera de las frustrantes reglas sociales. Desde luego, entendía que ella se mostrara reacia, temerosa de la libertad que él representaba. La excitación que él encarnaba debía de ser aterradora, pensó.

Debía tener paciencia. Era sólo cuestión de enseñársela.

Sonrió para sí, confiado. Puede que no fuera fácil, antes bien, bastante complicado. Pero ella acabaría por captarlo.

Con renovado entusiasmo, O'Connell se adentró en la interestatal. Pisó a fondo y sintió el acelerón. En cuestión de segundos alcanzó el carril de la izquierda. Sabía que era invisible. Sabía que estaba a salvo. Sabía que no habría nadie para detenerlo. No esa noche.

«No falta mucho -pensó-. Sólo el último esfuerzo.»

Hope dejó que la noche la abrazara, envolviendo su tristeza en sombras, mientras Sally conducía de vuelta a casa. El silencio de Hope parecía fantasmagórico, como una parte espectral de sí misma.

Sally tuvo el buen sentido de limitarse a conducir y dejarla a solas con su dolor. Se sentía un poco culpable por no sentirse tan mal como debería. Pero no dejaba de pensar. Por horrible que fuera la pérdida de Anónimo, era más importante cómo había muerto y lo que significaba. Necesitaba emprender alguna acción, y trató de ordenar lo sucedido.

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