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La carta de Murphy describía la reunión con O'Connell en su apartamento, pero no daba detalles reales sobre su «conversación». Al final venía la minuta, que incluía un descuento de cortesía.

Sally cogió un talonario de cheques y rellenó uno para Murphy. Lo metió en un sobre sencillo con una nota que decía simplemente: «Gracias por su ayuda. Lo llamaremos si vuelve a ser necesario.»

Metió todo el material, incluyendo los disquetes, en un sobre marrón, lo rotuló como «Gusano de Ashley» con grandes letras y, con alivio, se acercó al enorme archivador y lo metió en el fondo del cajón inferior, donde esperaba que permaneciera durante años.

Hay una curiosa claridad en la luz de la tarde en la falda de las Green Mountains, como si las cosas se volvieran más nítidas, más definidas a medida que el día se convierte en noche en las últimas semanas del otoño. Catherine estaba junto a la ventana de la cocina, que daba al oeste, mirando a Ashley. La joven estaba fuera, enfundada en un brillante abrigo amarillo, sentada en el linde del patio. Tras ella había un prado que conducía al bosque. El día anterior habían ido a Brattleboro y comprado cartulina, un caballete y acuarelas, y Ashley estaba ahora pintando sola, tratando de captar los últimos tonos del día mientras descendían sobre las montañas y se entretenían en la copa de los pinos. Catherine trató de leer el lenguaje corporal de Ashley; parecía contener frustración y entusiasmo al mismo tiempo. Estaba relajada, disfrutando del momento con el pincel en la mano y los colores desplegados ante ella. Tuvo la impresión de que la joven y el cuadro eran lo mismo: ambos estaban en proceso de ser diseñados.

La noche que llegó Ashley habían pasado largas horas bebiendo té y hablando de lo sucedido. Catherine escuchó con asombro y una creciente inquietud.

Volvió a mirar por la ventana y la vio pintar una larga franja de cielo celeste en la cartulina que tenía apoyada en el caballete.

– No está bien -musitó.

Temió que Ashley, de algún modo (no estaba segura de por qué), estuviera «infectada» por Michael O'Connell. Temió que se volviera contra todos los hombres a causa de las acciones de uno solo.

Se agarró al borde del fregadero para sostenerse. Le daba miedo afrontar sus propios pensamientos. No quería pensar: «No quiero que Ashley se vuelva como Hope.» Y de inmediato sintió una punzada de culpabilidad, pues amaba a su hija. Hope era lista, hermosa y simpática. Hope inspiraba a los demás, sacaba lo mejor de los chicos con los que trabajaba y las chicas a las que entrenaba. Hope era todo lo que una madre podía querer en una hija, excepto una cosa, y ésa era la montaña que Catherine no podía escalar. Y mientras contemplaba a su… ¿qué? -¿sobrina?, ¿nieta adoptiva?- se sintió atrapada por difusos temores. El problema, aunque Catherine no lo reconoció en ese momento, era que se trataba de temores infundados.

– ¿Cómo murió Murphy? -pregunté.

– ¿Cómo? -repitió ella-. Seguro que puedes imaginarlo. Balas. Navajas. Golpes. Lo que prefieras.

– …

– Es el porqué lo que nos preocupa. Dime, ¿llegaron a detener a alguien por el asesinato de Murphy?

– No, que yo sepa.

– Bueno, me parece que tu búsqueda de respuestas se ha dirigido a la dirección equivocada. No se arrestó a nadie. Eso te dice algo, ¿no? ¿Quieres que yo, o un detective o un fiscal, diga: «Bueno, Murphy fue asesinado por X, pero no tenemos suficientes pruebas para hacer un arresto»? Eso sería agradable, ordenado y claro. -Vaciló-. Pero nunca he dicho que fuera una historia sencilla.

Lo que decía era cierto.

– ¿Puedes pensar como Murphy, Sally, Hope y Ashley?

– Sí -contesté.

– Bien -resopló ella-. Fácil de decir, difícil de hacer…

No respondí.

– Pero, dime, ¿puedes hacer lo mismo con Michael O'Connell?

26 El primer allanamiento

Desde el centro del puente de Longfellow podía ver el Charles hasta Cambridge. Hacía frío por la mañana temprano, pero había tripulaciones remando en el centro del río, golpeando al unísono con sus remos las negras aguas y marcando pequeños remolinos en la serena superficie. Había una pátina en el agua, mientras la luz del amanecer la coloreaba. Oyó a las tripulaciones gruñendo a la vez, con el ritmo marcado por la firme voz del timonel, habitualmente el tripulante más pequeño. Le gustaba ver cómo el más débil físicamente del equipo ordenaba a hombres corpulentos y fuertes. El más menudo era el más importante: era el único que podía ver y controlar el rumbo. A O'Connell le gustaba pensar que, aunque era lo bastante fuerte para tirar de un remo, también era lo bastante listo para sentarse en popa con el timón.

El paso de peatones del puente era un lugar al que solía ir a pensar cuando necesitaba resolver un problema complicado. El tráfico se movía veloz por la calzada. Los peatones mantenían su paso vivo. Allá abajo, el agua fluía hacia el mar, y en la distancia los convoyes del metro pasaban llenos de trabajadores. A O'Connell le parecía ser el único que estaba quieto. El ajetreo corriente de la ciudad debería haberlo distraído, pero allí donde se encontraba lograba concentrarse plenamente en cualquier dilema que tuviera entre manos.

«Tengo dos -pensó-: Ashley y Murphy, el ex policía.»

Tenía claro que el camino hacia Ashley pasaba por Scott o Sally. Era simplemente cuestión de encontrarlos, y confiaba en lograrlo. El obstáculo, sin embargo, era el ex madero, un hueso duro de roer. Se relamió, saboreando todavía la sangre, sintiendo la hinchazón donde le había abofeteado. Pero el enrojecimiento y los cardenales se desvanecerían mucho más rápido que su memoria. En cuanto O'Connell se acercara a los padres, le soltarían al sabueso. Y aquel ex poli tenía pinta de peligroso. «Quizás algo menos de lo que alardeó», pensó. Se recordó un hecho crucial: en todos sus tratos con Ashley y su familia siempre había ostentado el poder. Si tenía que haber violencia, debía estar bajo su control. Pero la presencia de Murphy cambiaba ese equilibrio, y no le gustaba.

Se agarró al murete de hormigón con ambas manos. La furia era como una droga que venía en oleadas, convirtiendo todo lo que veía en un calidoscopio de emociones. Durante un instante contempló el oscuro río que discurría bajo sus pies y dudó que incluso su temperatura casi helada pudiera enfriarlo. Resopló despacio, controlando su ira. La furia era su amiga, pero no podía dejar que actuara en su contra. «Concéntrate», se ordenó.

Lo primero era poner a Murphy fuera de la circulación.

No sería demasiado difícil. Arriesgado sí, pero no imposible. No tan fácil como Scott, Sally y Hope, que con unos cuantos trucos de ordenador habían temblado como varas al viento. Pero tampoco fuera de su alcance.

Contempló el agua y vio que una de las tripulaciones descansaba. El bote se deslizaba por el agua, impulsado todavía por la inercia, mientras los remeros recuperaban fuerzas inclinados sobre los remos, arrastrando las palas a ras de superficie. Le gustó la forma en que el bote continuaba, impelido por nada más que la memoria del músculo. Era como una cuchilla cortando la superficie del río, y pensó que él era igual.

Pasó gran parte del día y la primera parte de la noche vigilando el edificio donde Murphy tenía su oficina. O'Connell se sintió encantado desde el primer momento en que lo vio; el edificio estaba destartalado y venido a menos, y carecía de muchos de los artilugios modernos de seguridad que podrían haber dificultado lo que tenía en mente. Sonrió para sí; si ésta no era su primera regla, debería serlo: «Usa siempre sus debilidades y conviértelas en tus fuerzas.»

Había usado tres sitios diferentes para vigilar. Su coche, aparcado a media manzana; un almacén hispano en la esquina, y una sala de lectura de la Cienciología casi directamente frente al edificio. Se llevó un susto cuando salió de su último emplazamiento y Murphy eligió ese instante para salir a la calle.

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