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– Sí, supongo que sí. Pero no lo ha hecho.

– Bueno, cuando fue a visitarte, ¿no te dijo nada? ¿No advertiste nada en su conducta?

– No. ¿Y tú? Pasó un par de días en tu casa.

– Tampoco. Apenas la vi. Estuvo saliendo con algunas amigas del instituto. Ya sabes, se marchaba a cenar y regresaba a las dos de la madrugada, dormía hasta mediodía y luego se entretenía por la casa hasta la hora de marcharse otra vez.

Sally Freeman-Richards inspiró hondo.

– Bueno, Scott -dijo muy despacio-, no estoy segura de que se trate de algo para preocuparse. Si Ashley tiene algún problema, tarde o temprano lo hablará con alguno de nosotros. Tal vez deberíamos darle tiempo. Y no creo que tenga sentido dar por sentado que hay un problema antes de oírlo directamente de su boca. Creo que estás exagerando.

«Una respuesta muy razonable», pensó Scott. Muy reveladora. Muy liberal. Muy en sintonía con quiénes eran y dónde vivían. Y completamente equivocada.

Ella se levantó y se acercó a un mueble antiguo en un rincón del salón, se tomó un momento para ajustar un plato chino expuesto en una balda y dio un paso atrás para examinarlo con ceño. En la distancia, oí a algunos niños jugando bulliciosamente, pero en la sala donde estábamos no había más que un tictac de tensión.

– ¿Cómo supo Scott que algo iba mal? -preguntó ella por segunda vez.

– Exacto. La carta, tal como tú la citas, podría haber significado cualquier cosa. Su ex esposa fue lista al no precipitarse a ninguna conclusión.

– Muy propio de los abogados, ¿no?

– Sí lo entendemos como cautela, sí.

– ¿Y te parece que fue inteligente? -preguntó. Agitó una mano al aire, como descartando mis preocupaciones-. Él lo sabía por una corazonada, porque sí. Supongo que podríamos llamarlo instinto, aunque suene simplista. Es un poco el residuo animal que acecha en alguna parte de todos nosotros: cuando tienes la sensación, sabes que algo no va bien.

– Eso suena un poco traído por los pelos.

– ¿Sí? ¿Has visto alguno de esos documentales sobre la llanura del Serengeti en África? ¿Cuántas veces la cámara capta una gacela alzando la cabeza, aprensiva de repente? No puede ver al depredador que acecha, pero…

– De acuerdo, pero sigo sin ver cómo…

– Bueno -interrumpió ella-. Tal vez si conocieras al hombre en cuestión…

– Sí, supongo que eso podría ayudar. Después de todo, ¿no era ése el mismo problema al que se enfrentaba Scott?

– Lo fue. Naturalmente, al principio no sabía nada. No tenía ningún nombre, ni dirección, edad, descripción, carnet de conducir, número de la seguridad social, información laboral. Nada. Sólo tenía un sentimiento extremo expresado en una página y una sensación de preocupación arraigada en lo más hondo.

– Miedo.

– Sí, miedo. Y no completamente racional, como bien señalas. Estaba solo con su miedo. La clase más dura de ansiedad: peligro indefinido y desconocido. Una encrucijada difícil, ¿no?

– Sí -dije-. La mayoría de la gente no habría hecho nada.

– Al parecer Scott no era como la mayoría.

No respondí, y ella inspiró profundamente antes de añadir:

– Pero si entonces, al principio, hubiera sabido contra quién se enfrentaba, se habría sentido… -Se interrumpió.

– ¿Cómo?

– Perdido.

2 Un hombre de ira inusitada

La aguja del tatuador zumbaba con una urgencia similar a un moscardón que revoloteara sobre su cabeza. El hombre de la aguja era un tipo grueso y musculoso, decorado con dibujos multicolores que se extendían como enredaderas por sus brazos, subían hasta sus hombros y se enroscaban en su cuello, para terminar en los colmillos de una serpiente bajo la oreja izquierda. Se agachó como si fuera a rezar, aguja en mano, para iniciar la tarea, pero vaciló y preguntó:

– ¿Está seguro de que quiere esto?

– Estoy seguro -respondió Michael O'Connell.

– Nunca he hecho un tatuaje así.

– Alguna vez tiene que ser la primera.

– Espero que sepa lo que está haciendo. Le va a doler un par de días.

– Siempre sé lo que estoy haciendo -respondió O'Connell. Apretó los dientes para soportar el dolor y se acomodó en el sillón.

El grueso hombretón empezó a trabajar en el dibujo. Michael O'Connell había escogido un corazón escarlata atravesado por una flecha que goteaba lágrimas de sangre. En el centro, el tatuaje tendría las iniciales AF; lo novedoso del tatuaje era su emplazamiento. Vio al artista esforzarse un poco. Le resultaba más difícil perfilar el corazón y las iniciales en la planta del pie de O'Connell que a éste mantener el pie en alto y firme. La aguja iba marcando la piel de aquel sitio sensible. Allí podías hacerle cosquillas a un niño, o acariciar a una amante. O utilizarlo para aplastar un bicho. Era el sitio más adecuado para la multiplicidad de sus sentimientos, pensó.

Michael O'Connell era un hombre con pocas relaciones exteriores, pero gruesas cuerdas, alambres de espino y sólidos candados lo constreñían por dentro. Medía casi un metro ochenta y tenía una densa mata de pelo oscuro y rizado. Ancho de hombros, resultado de muchas horas levantando pesas en el instituto, y estrecho de cintura, sabía que era guapo. Tenía magnetismo en su forma de alzar las cejas y en la manera en que abordaba cualquier situación. Afectaba cierto descuido en su vestimenta que lo hacía parecer familiar y amistoso; prefería la pana al cuero para encajar mejor con la población estudiantil, y evitaba llevar nada que sugiriese dónde había crecido, como vaqueros demasiado ajustados o camisetas estrechas. Ahora caminaba por Boylston Street hacia Fenway. La brisa matinal producía pequeños remolinos con las hojas caídas y la basura de la calle. Percibía algo de New Hampshire en el aire, una nitidez que le recordaba su juventud.

Le dolía el pie, pero era un dolor agradable.

El tatuador le había dado un par de Tylenol y había protegido con gasa y esparadrapo el dibujo, pero le había advertido que caminar podría ser duro. No importaba, a pesar de lo mal que pudiera sentirse durante unos días.

No se encontraba lejos del campus de la Universidad de Boston, y conocía un bar que abría a primera hora para recibir a los noctámbulos que todavía merodeaban cerca de los dormitorios del centro. Caminó cojeando, se desvió por una calle lateral, algo encorvado, tratando con cada paso de medir las descargas de dolor eléctrico que le trepaban por la pantorrilla. Era como un juego, pensó. «Este paso sentiré el dolor hasta el tobillo. Este otro, hasta la pantorrilla. ¿Llegaré a sentirlo hasta la rodilla o más arriba?» Entró en el bar y se detuvo un momento para acostumbrar los ojos al interior oscuro y lleno de humo.

Había un par de hombres mayores en la barra, sentados con los hombros encogidos mientras acariciaban su copa. «Clientes asiduos», pensó. Hombres con necesidades enmarcadas en un dólar y un trago.

O'Connell se dirigió a la barra, dejó un par de pavos en el mostrador y llamó al camarero.

– Cerveza y whisky -dijo.

El barman gruñó, llenó con destreza un vaso de cerveza con un dedo de espuma y llenó de whisky un vasito de cristal. O'Connell apuró el licor, que le quemó bruscamente la garganta, y lo acompañó de un sorbo de cerveza. Señaló el vasito.

– Otro -dijo.

– Veamos el dinero primero -replicó el hombre.

O'Connell señaló el vaso y repitió:

– Otro.

El barman no se movió.

O'Connell pensó en media docena de cosas que podía decir, todas las cuales podrían conducir a una pelea. Sintió la adrenalina empezando a bombear en sus oídos. Era uno de esos momentos en que no importaba si perdía o ganaba, sino sólo el alivio que sentiría al descargar los puñetazos. Había algo en la sensación de su puño golpeando a otro hombre, algo mucho más embriagador que el licor; sabía que borraría el dolor lacerante de su pie y lo llenaría de energía. Miró al barman. Era bastante más mayor que O'Connell, pálido y barrigudo. No sería una gran pelea, pensó, y los músculos se le tensaron, suplicando ser liberados. El barman lo miró con recelo: años detrás de la barra le permitían anticipar lo que un cliente estaba a punto de hacer.

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