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– Tengo que mudarme -dijo ella-. Me gusta este lugar, pero…

– Creo que tienes que hacer algo más que mudarte -sondeó Scott.

Ashley no respondió inmediatamente.

– ¿Qué quieres decir? -repuso al cabo.

Scott tomó aire y adoptó su tono más razonable, más neutral y académico, como si estuviera analizando un trabajo de clase.

– He investigado un poco y no quiero precipitarme en mis conclusiones, pero pienso que cabe la posibilidad de que O'Connell se vuelva, digamos, más agresivo.

– ¿Agresivo? Eso es un eufemismo. ¿Piensas que podría hacerme daño?

– Otras, en circunstancias similares, han resultado heridas. Sólo estoy diciendo que deberíamos tomar precauciones.

Otro silencio, antes de que ella respondiera:

– ¿Qué sugieres?

– Creo que deberías desaparecer por una temporada. Es decir, dejar Boston, ir a un sitio seguro durante un tiempo. Retomarás tu vida normal cuando O'Connell se haya marchado por fin.

– ¿Qué te hace pensar que se marchará?

– Tenemos recursos, Ashley. Si tienes que dejar Boston para siempre, mudarte a Los Angeles, Chicago o Miami, bueno, puede hacerse. Todavía eres joven. Tienes todo el tiempo del mundo para hacer lo que quieras. Pero ahora necesitamos tomar medidas drásticas para que O'Connell no pueda encontrarte.

Ashley tuvo un arrebato de cólera.

– Él no tiene derecho a hacerme esto -replicó alzando la voz-. ¿Por qué yo? ¿Qué he hecho mal? ¿Por qué quiere fastidiarme la vida?

Scott dejó que su hija se desahogara antes de responder. Hacía mucho tiempo que había aprendido que dejarla gritar y quejarse la calmaba, y que al final atendía, si no a razones, a algo parecido.

– Desde luego que no tiene derecho -dijo al fin-, pero tiene habilidad para algunas cosas. Así que haremos algunos movimientos que no pueda prever. El primero es alejarte de él.

Scott percibió que su hija lo sopesaba. No sabía que muchas de esas cosas ya se le habían ocurrido a ella. No obstante, Ashley pareció desanimarse y, sin que su padre lo supiera, los ojos se le llenaron de lágrimas. Nada era justo. Cuando habló, lo hizo con resignación.

– Muy bien, papá -dijo-. Es hora de que Ashley desaparezca.

– Entonces, ¿contrataron a un detective privado?

– Sí. Un tipo muy competente y con mucha experiencia.

– Parece la acción razonable que emprendería cualquier pareja moderadamente educada y con recursos financieros. Es como introducir a un experto. Creo que debería hablar con él. Debe de haber preparado alguna clase de informe para Sally. Es lo que acaban haciendo siempre los detectives privados.

– Sí, tienes razón. Hubo un informe. Uno inicial. Tengo la copia que le enviaron a Sally.

– ¿Me la dejarás leer?

– ¿Por qué no hablas con Matthew Murphy antes? Luego te la daré, si sigues pensando que la necesitas.

– Podrías ahorrarme la molestia.

– Tal vez -respondió ella-. No estoy muy segura de que ahorrarte tiempo y esfuerzo sea exactamente mi tarea en este proceso. Y además, creo que visitar al investigador privado será… ¿cómo decirlo? Educativo.

Sonrió sin humor, y tuve la impresión de que me estaba retando con algo. Me encogí de hombros y me levanté para marcharme. Ella suspiró, como desanimada por mi gesto.

– A veces se trata de impresiones -dijo-. Aprendes algo, oyes algo, ves algo, y deja una huella en tu mente. Es lo que pasó con Scott, Sally, Hope y Ashley. Una serie de acontecimientos se acumularon para configurar una visión bastante acertada acerca de su futuro. Ve a ver al detective privado -insistió con tono desabrido-. Eso aumentará bastante tu comprensión del caso. Y luego ya veremos si te hace falta su informe.

22 Desaparecer

«Basura» fue la primera palabra que le vino a la cabeza.

Matthew Murphy estaba estudiando los antecedentes policiales de O'Connell, que revelaban una vida de pequeños encontronazos con la ley. Entre otros, algún fraude con tarjetas de crédito seguramente robadas, un robo de coche en su adolescencia, agresiones y riñas de bar. Ninguno de aquellos delitos menores había sido castigado más que con libertad condicional, aunque en una ocasión había pasado cinco meses en la cárcel del condado cuando no pudo pagar una modesta fianza. El abogado de oficio tardó lo suyo en conseguir rebajar un cargo de asalto con agresión al de simple asalto. Una multa, el tiempo cumplido en prisión y seis meses de libertad vigilada, leyó Murphy. Se recordó que tenía que llamar al oficial de libertad condicional, aunque dudaba que fuera de mucha ayuda. Los oficiales de libertad condicional solían dedicar su tiempo a criminales más importantes, y, por lo que Murphy podía ver, Michael O'Connell no era nada importante… al menos a ojos del sistema legal.

Naturalmente, pensó, había otra forma de ver su historial: O'Connell quizás había cometido muchos delitos graves, pero no lo habían pillado.

Murphy sacudió la cabeza. No era precisamente un experto en criminología, pensó.

Contempló el montón de papeles que tenía en el regazo. Cinco meses en la cárcel del condado. No era tiempo suficiente para un escarmiento de verdad. Sólo la oportunidad para aprender varias habilidades de los reclusos más experimentados, si mantenías los ojos y oídos bien abiertos y conseguías no ser víctima de los tipos duros de la prisión. El crimen, como cualquier especialidad, necesitaba tiempo de estudio.

Había dos fotos en blanco y negro de O'Connell, una de frente y otra de perfil. «¿Así es como empezaste tu carrera delictiva?», le preguntó mentalmente. Lo dudaba. Esos cinco meses a la sombra sólo habían sido un cursillo de posgrado. Sospechaba que O'Connell ya había aprendido mucho antes de pasar por la prisión.

El oficial de la policía estatal que le había facilitado la ficha no había podido acceder a los antecedentes de O'Connell durante su minoría de edad. No se podía saber qué podía haber allí. Con todo, mientras examinaba las páginas, vio sólo pequeñas muestras de violencia, y eso lo tranquilizó un poco. «A lo mejor sólo eres un bravucón -pensó-. No un psicópata con una 9 mm.»

No obstante, obtuvo más información del expediente policial. O'Connell era un chico de la costa de New Hampshire, criado cerca de un camping de caravanas. Probablemente había tenido una infancia dura. Ninguna casita de paredes blancas con una tarta de manzana cocinándose en el horno y niños jugando al fútbol en el patio delantero. Notas bastante buenas en el instituto… cuando asistía. Había algunas lagunas. «¿Una temporada en un correccional juvenil?», se preguntó Murphy. Consiguió graduarse en el instituto. «Apuesto a que les diste algún que otro quebradero de cabeza a tus tutores.» Suficientemente listo para ingresar en la facultad local. Lo dejó. Volvió. No terminó. Se mudó a UMass-Boston. Bueno en trabajos manuales: mecánico con cierta experiencia. Obviamente, había empleado otras capacidades para aprender informática. Había bastante donde investigar, pensó, si eso era lo que Sally Freeman-Richards quería. Intuía más o menos lo que iba a encontrar. Un padre abusivo y una madre borracha. O tal vez un padre ausente y una madre casquivana. Divorcio, trabajos domésticos o trabajos basura y violencia los sábados por la noche, provocada por demasiada bebida.

Matthew Murphy estaba aparcado delante del cutre apartamento de Michael O'Connell. Era una tarde soleada y prometedora. Rendijas de brillante cielo asomaban entre los ajados edificios de apartamentos, y desde la esquina se distinguía en la distancia el cartel de CITGO colgado sobre Fenway Park. Miró la manzana de arriba abajo y se encogió de hombros. Era como muchas calles de Boston, advirtió. Lleno de jóvenes en ascenso hacia algo mejor y viejos en descenso de algo mejor. Y unos cuantos, como O'Connell, que la usaban como parada en el camino para algo peor.

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