– Muy bien, señor O'Connell -dijo-. Te has liado con la familia equivocada. Prepárate para recibir un par de sorpresitas.
Se sentó en su sillón y cogió el teléfono. Encontró el número que buscaba en la agenda de mesa, y lo marcó rápidamente. Hizo acopio de paciencia cuando una secretaria la hizo esperar. Por fin oyó la voz al otro extremo de la línea.
– Murphy al habla. ¿Qué puedo hacer por usted, abogada?
– Hola, Matthew -dijo Sally-. Tengo un problema.
– Bueno, señora Freeman-Richards, ése es el único motivo en el mundo por el que la gente llama a este teléfono. ¿Por qué si no hablar con un investigador privado? ¿De qué se trata en esta ocasión? ¿Un caso de divorcio en esa bonita ciudad suya? ¿Algo que se ha vuelto más desagradable de lo previsto, quizás?
Sally pudo imaginar a Matthew Murphy ante su mesa. Su oficina estaba situada en un edificio corriente y ligeramente deteriorado en Springfield, a un par de manzanas del tribunal federal, cerca de una zona bastante venida a menos. A Murphy, suponía, le gustaba el anonimato que proporcionaba aquel lugar. Nada que llamara la atención.
– No, no es un divorcio, Matthew…
Ella podía haber recurrido a unos investigadores bastante más caros. Pero Murphy tenía una gran experiencia y trabajaba con máxima seriedad. Además, contratar a alguien de fuera de la ciudad era menos probable que provocara rumores en el tribunal del condado.
– Vaya, abogada. ¿Quizás algo más, digamos, espinoso?
– ¿Cómo están sus conexiones en la zona de Boston? -preguntó Sally.
– Todavía tengo algunos amigos allí.
– ¿Qué clase de amigos?
Él rió antes de responder.
– Bueno, amigos en las dos aceras de la calle, abogada. Algunos tipos desagradables que buscan siempre anotarse un tanto fácil, y algunos tipos que pretenden arrestarlos.
Murphy había sido detective de Homicidios durante veinte años antes de retirarse y abrir luego su propia oficina. Los rumores decían que el finiquito que había recibido era parte de un acuerdo para mantener la boca cerrada respecto a las actividades de una brigada de Narcóticos de Worcester que había descubierto durante la investigación de un par de asesinatos relacionados con las drogas. Un asunto cuestionable, Sally lo sabía, aunque sólo fuera por reputación, y Murphy se había retirado con un reloj de oro y su correspondiente ceremonia, cuando la alternativa podría haber sido el calabozo o incluso una mala noche en el extremo de la automática de un Latin King.
– ¿Puede investigar algo en la zona de Boston?
– Estoy bastante ocupado con un par de casos. ¿De qué se trata?
Sally tomó aire.
– Es un asunto personal. Implica a un miembro de mi familia.
Él vaciló antes de responder.
– Bien, abogada, eso explica por qué llama a un viejo caballo de batalla en vez de a uno de esos jóvenes y elegantes tipos ex FBI o CIA que frecuentan los ambientes donde usted trabaja. ¿De qué se trata?
– Mi hija se relacionó con un joven de Boston.
– Y a usted no le hace mucha gracia.
– Eso es decirlo muy suavemente. No para de acosarla. Hizo algún truco con el ordenador y logró que la despidieran del trabajo. También fastidió sus clases de posgrado. Probablemente la esté siguiendo ahora mismo. Y tal vez nos haya causado problemas a mí, a mi ex y a una amiga.
– ¿Qué tipo de problemas?
– Logró entrar en mis cuentas por Internet. Hizo algunas denuncias anónimas. En resumen, fastidió bastantes cosas. -Sally pensó que estaba minimizando el daño que O'Connell probablemente había hecho.
– Así que es un chico habilidoso este… ¿cómo lo llaman?, ¿ex novio?
– Podría decirse así, aunque de hecho sólo tuvieron una cita.
– ¿Hizo todo eso por… un rollo de una noche?
– Eso parece.
Murphy vaciló, y la confianza de Sally decayó levemente.
– Muy bien. Acepto el encargo. Ese tipo parece un mal bicho.
– ¿Tiene experiencia con casos así? Un tipo obsesivo…
Matthew Murphy hizo otra pausa, y ella sintió cierta inquietud.
– Sí, abogada, la tengo -dijo al cabo-. Me he topado con un par de tipos más o menos como el que me describe. Cuando estaba en Homicidios.
A Sally se le secó la garganta al oír esa palabra.
La madre de Hope acababa de terminar de rastrillar hojas cuando sonó el teléfono. Por el identificador de llamadas vio que era su hija. Como de costumbre, lo atendió con una punzada de inseguridad.
– Hola, querida -dijo Catherine Frazier-. Qué sorpresa. Han pasado semanas desde la última vez que hablamos.
– Hola, mamá -respondió Hope, sintiéndose un poco culpable-. He estado ocupada con el colegio y el equipo, y se me ha pasado el tiempo. ¿Cómo estás?
– Bueno, bastante bien. Preparándome para el invierno. Se dice que va a ser largo.
Hope tomó aire. La relación con su madre estaba marcada por una tensión subyacente. Aunque civilizada en apariencia, era como un nudo que sujetara una vela hinchada por un viento creciente. Catherine Frazier, que había vivido toda su vida en Vermont, era en extremo liberal en sus opiniones políticas, pero al mismo tiempo era una colaboradora activa de la iglesia católica local de la pequeña ciudad de Putney, vecina de Brattleboro, antaño poblada por hippies y centro agrario de la zona. Había sufrido la muerte prematura de su esposo y nunca había pensado en volver a casarse, y ahora disfrutaba viviendo sola cerca del bosque. Todavía albergaba considerables dudas sobre la relación de su hija con Sally, pero se las guardaba para sí, ya que vivía en un estado que no ponía objeciones a las uniones civiles entre mujeres. Sin embargo, los domingos rezaba fervientemente por lograr comprender aquello que había endurecido la relación entre ellas. A veces, en el pasado, había llevado esas dudas al confesionario, pero se había cansado de rezar avemarías y padrenuestros en vano.
Hope pensaba que su fracaso en ser «normal» y proporcionarle nietos era de algún modo la raíz de la tensión, que crecía cuando hablaban, y cuando no lo hablaban, pues el verdadero tema que deberían haber tratado siempre se postergaba.
– Necesito un favor -dijo Hope.
– Lo que quieras, querida.
Hope sabía que eso era mentira. Había muchos favores que podría haberle pedido y que su madre no le concedería.
– Tiene que ver con Ashley -dijo-. Necesita estar fuera de Boston una temporada.
– Pero ¿qué sucede? No estará enferma, ¿verdad? ¿Ha habido un accidente?
– No, no exactamente, pero…
– ¿Necesita dinero? Yo podría ayudarla…
– No, mamá. Déjame explicar.
– Pero ¿qué pasará con sus estudios…?
– Pueden esperar.
– Querida, todo esto es muy raro. ¿Cuál es el problema?
Hope tomó aire y resopló.
– Se trata de un hombre.
Cuando Scott llamó al móvil de Ashley esa noche, una grabación le informó de que ese número no estaba operativo. Asustado, de inmediato marcó el número de su teléfono fijo. Cuando ella contestó, sintió un arrebato de ansiedad, pero se esforzó por ocultarla.
– Hola, Ash -dijo animosamente-. ¿Cómo van las cosas?
Ella no estaba segura de qué responder a esa pregunta. No podía desprenderse de la sensación de que la vigilaban, la seguían, de que escuchaban cada palabra que decía. Debía tener cautela cuando salía de su apartamento, cuando caminaba por la calle, atenta a cada sombra, a cada esquina, a cada callejón oscuro. Los sonidos corrientes de la ciudad ahora le parecían silbidos agudos, casi dolorosos. Pero decidió mentir en parte. No quería inquietar a su padre.
– Estoy bien -dijo-, aunque las cosas son un poco liosas.
– ¿Has vuelto a tener noticias de O'Connell?
Ella no respondió exactamente.
– Papá, he tenido que tomar algunas medidas…
– Sí -dijo él con demasiada rapidez-. Sí, por supuesto.
– He cancelado el móvil…
– Sí, y cancela también esta línea -aconsejó Scott-. De hecho, tendrás que hacer más cosas de lo que habíamos previsto.