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Volvió a su mesa y sonrió con una leve expresión de barracuda.

– ¿Qué fue este asesinato? ¿Venganza? ¿Desquite por algo? Tal vez fue un simple robo. Le limpiaron la cartera, pero dejaron las tarjetas de crédito. Curioso, ¿no? -Se detuvo, y entonces preguntó-: ¿Y a qué se debe su interés en este caso?

– Murphy tenía relación tangencial con un caso que estoy investigando.

– Un investigador habló con todos sus clientes. Alguien le echó un vistazo a todos los casos en que trabajaba y había trabajado. ¿Cuál le interesa?

– Ashley Freeman -dije con cautela.

El investigador jefe sacudió la cabeza.

– Interesante. No pensaba que hubiera gran cosa ahí. Fue uno de sus trabajos menos importantes. Un par de días, no más. Y resuelto, creo, poco antes del asesinato. No; el asesino de Murphy está relacionado con uno de los grupos de traficantes de drogas que ayudó a desbaratar cuando era policía, o con alguno de los mafiosos a los que investigaba. O tal vez con algún agente de policía enredado en un divorcio peliagudo. Todos ésos son mejores sospechosos.

Asentí.

– ¿Sabe qué es lo que más me intriga de este caso?

– ¿Qué? -pregunté.

– Cuando empezamos a interrogar a gente, parecía que todos nos estaban esperando.

– ¿Esperándolos? ¿Por qué debería ser eso raro?

El investigador volvió a sonreír.

– Murphy llevaba sus asuntos con la máxima discreción. Se lo guardaba todo para sí. No informaba a nadie de lo que hacía. La única persona que tenía cierta idea de lo que hacía era su secretaria. Se encargaba de escribir sus informes, pasar sus minutas y archivar los casos.

– ¿No pudo ayudarlos?

– En nada. Pero ése no es el tema. -Hizo una pausa y me miró con atención antes de continuar-. ¿Cómo es que toda esa gente sabía que Murphy los estaba investigando? Vale, unos pocos podían haber deducido de un modo u otro que Murphy estaba husmeando en sus vidas. Sin embargo, no fue así. Repito: todos lo sabían. Todos tenían preparadas sólidas coartadas. Eso no es normal. Y ahí está la verdadera cuestión, ¿entiende?

Me levanté.

– ¿Quiere una verdadera historia de misterio, señor escritor? -dijo él mientras me estrechaba la mano-. Bien, respóndame a esa pregunta.

Mantuve la boca cerrada. Pero, en ese momento, supe la respuesta.

27 El segundo allanamiento

Hope odiaba el silencio.

Se encontraba en el campus, asistiendo a los últimos entrenamientos de la temporada, preparándose para el invierno, sumida en un estado de ansiedad. Estaba al borde del ataque de nervios, pero era incapaz de dominarse. Caminaba por los senderos como con prisa, sin tenerla. De repente sentía un nudo en la garganta, los labios secos, y tenía que beber agua. En medio de una conversación se daba cuenta de que no había escuchado nada de lo que le decían. El miedo la distraía, y a medida que pasaban los días imaginaba que algo horrible estaba sucediendo en alguna parte.

En ningún momento creyó que Michael O'Connell había desistido.

Scott se había volcado de nuevo en sus clases. Sally había vuelto a sus juicios de divorcio y sus contratos inmobiliarios, con cierta satisfacción distante porque creía haber resuelto las cosas a su manera. Y la relación de Hope y Sally había vuelto una vez más al status quo de la guerra fría. Incluso los más pequeños afectos se habían disipado. Nunca había una caricia, un cumplido, una risa o una invitación al sexo. Era casi como si se hubieran vuelto monjas: vivían bajo el mismo techo y dormían en la misma cama, casadas con algún ideal superior. Hope se preguntaba si los últimos meses de Sally con Scott habrían sido igual. ¿O ella había mantenido las apariencias, haciendo el amor, fingiendo pasión, preparando las comidas, limpiando, hablando normalmente, mientras se escabullía a horas dispersas para reunirse con Hope y decirle que la amaba?

En la distancia, Hope podía oír voces en los campos de juego. «Época de eliminatorias», pensó. Un partido más. Dos para las semifinales. Tres para la final. Apenas podía concentrarse en los partidos, atrapada en un fangal de sentimientos hacia Ashley, O'Connell, su madre y especialmente Sally, mezclados en un potaje imposible.

Mientras caminaba, recordó cómo había conocido a Sally. «El amor -pensó-, debería ser siempre así de sencillo.» Se conocieron en la inauguración de una galería de arte. Charlaron, bromearon y se oyeron reír. Decidieron tomar una copa. Luego cenar. Después otro encuentro, esta vez durante el día. Y finalmente aquella suave caricia en el dorso de la mano, un susurro, una mirada, y todo encajó, tal como Hope había sabido desde el primer momento.

«Amor», pensó. Ésa era la palabra que O'Connell usaba una y otra vez, una palabra que Hope no usaba desde hacía semanas. Ashley le había dicho: «Él dice que me ama.» Hope sabía que nada de lo que él había hecho guardaba relación con el amor.

Inspiró hondo.

«Se ha ido -intentó convencerse-. Sally dice que se ha ido. Scott dice que se ha ido. Ashley dice que se ha ido.»

Ella no lo creía.

Y por la misma razón tampoco podía ver ningún indicio concreto de que hubiera regresado.

Vio a las chicas de su equipo, charlando reunidas en el centro del terreno. Cogió el silbato que llevaba colgado de un cordón, pero decidió dejar que la diversión continuara unos minutos. La juventud pasa tan rápida que debería disfrutarse cada momento, pero no estaba en la naturaleza de los jóvenes comprenderlo.

Suspiró, tocó el silbato y decidió que hablaría con su madre y con Ashley todos los días, sólo para asegurarse de que todo iba bien. Se preguntó por qué Sally y Scott no lo hacían.

Sally leyó el titular del periódico vespertino y palideció. Devoró cada palabra del artículo y luego lo releyó, pasmada. «Ex policía encontrado muerto en un callejón.» Cuando soltó el periódico tenía las manos manchadas de tinta. Las miró, sorprendida, y entonces cayó en la cuenta de que las palmas le habían sudado tanto que la tinta de impresión se le había quedado en los dedos.

«La policía lo considera un ajuste de cuentas.» Las palabras parecían seguirla, exigiendo atención. «La policía apunta al crimen organizado.»

«Esto no tiene nada que ver con Ashley», quiso creer. Se echó hacia atrás, como si alguien la hubiera golpeado en el estómago. «Tiene todo que ver con Ashley», admitió.

Su primer instinto fue llamar a alguien. Conocía a varios colegas que trabajaban en la fiscalía del condado. Sin duda alguno tendría más detalles, información interna que le dijera lo que necesitaba saber. Cogió la agenda con una mano y el teléfono con la otra, pero se detuvo. «¿Qué estás haciendo?»

Respiró hondo. «No invites a nadie a investigar tu vida.» Cualquier fiscal incluso vagamente conectado con el caso de Murphy le haría más preguntas que respuestas podría proporcionarle. Al hacer esa llamada, se involucraría a sí misma y sus problemas.

Se aclaró la garganta. Había enviado a Murphy a «tratar» con Michael O'Connell. Él la había informado de su éxito. Problema resuelto. Todo el mundo a salvo. Ashley podía continuar con su vida. Y luego, poco después, Murphy aparecía muerto. Hasta un ciego ataría cabos. Era como ver a un matemático famoso escribir 2 + 2 = 5 en una pizarra y no oír alzarse ninguna voz que lo corrigiera.

Cogió el periódico y releyó el artículo por tercera vez.

Nada sugería que Michael O'Connell hubiera tenido algo que ver. Al parecer, había sido cosa de profesionales, tipos realmente malvados que se habían cruzado en el camino de Murphy. Era un asesinato que superaba la capacidad de un mecánico chiflado por los ordenadores, estudiante universitario ocasional y delincuente de poca monta como Michael O'Connell, se dijo.

No tenía nada que ver con ellos, de verdad, y suponer lo contrario era un error. Se reclinó en su sillón y trató de calmarse.

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