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– Me cuesta entender la conducta de O'Connell. Cuando creo que empiezo a pillarle el truco, entonces…

– ¿Hace algo que no esperabas?

– Sí. Las flores muertas es un mensaje obvio, pero…

– A veces lo que más asusta no es lo desconocido, sino lo previsible y comprensible.

Eso era cierto. Ella hizo una pausa y agregó:

– Pero Michael no seguía las pautas más previsibles. Dosificaba el modo en que instilaba miedo.

– Bueno, sí, pero…

– Susan se sintió completamente indefensa y aterrorizada en un instante, y al siguiente vio desaparecer toda amenaza…

– ¿Cómo puedo estar seguro de que era Michael O'Connell? -pregunté.

– No puedes. Pero si el hombre del aparcamiento hubiera querido violar o robar, ¿qué se lo habría impedido? Las circunstancias eran perfectas para esos dos crímenes. Pero alguien con un plan diferente se comporta de manera impredecible.

Como tardé en contestar, ella vaciló, como si considerara sus propias palabras.

– Tal vez deberías examinar no sólo lo que sucedió, sino el impacto que tuvo.

– De acuerdo. Pero guíame en la dirección adecuada.

– Susan Fletcher era una joven capaz y decidida. Lista, cautelosa y experta en muchas cosas. Pero quedó profundamente herida por su miedo. El residuo del pánico es igual de lacerante que el propio pánico. Ese momento en el ascensor la hizo sentirse vulnerable e indefensa como nunca antes. Y por eso, toda ayuda que pudiera haberle prestado a Ashley en los días siguientes quedó anulada.

– Ya.

– Una persona con habilidad y decisión que podría haber ayudado a Ashley resultó anulada instantáneamente por una especie de inyección paralizante. Sencillo. Eficaz. Aterrador.

– Sí…

– Pero, piensa, ¿qué era lo realmente peligroso que estaba ocurriendo en aquel momento? ¿Qué podía ser más aterrador que todo lo que Michael hubiera hecho hasta entonces?

Pensé un instante y aventuré:

– ¿Que él estaba aprendiendo?

Ella me miró. Pude imaginarla cogiendo el auricular con una mano, extendiendo la otra para conservar el equilibrio, mientras se enfrentaba a algo que yo aún no comprendía. Cuando finalmente respondió, fue casi un susurro, como si las palabras le supusieran un gran esfuerzo.

– Sí, así es. Estaba aprendiendo. Pero todavía no sabes lo que le sucedió a Susan.

7 Cuando las cosas empiezan a aclararse

Scott Freeman no tuvo noticias de Susan Fletcher durante dos días, pero, cuando las recibió, casi deseó no haberlas tenido.

Había dedicado el tiempo a sus tareas académicas: repasar el temario para el semestre de primavera, preparar varias clases, ponerse al día en la correspondencia con asociaciones históricas y grupos de investigación… Tampoco esperaba una respuesta rápida por parte de Susan Fletcher. Sabía que le había pedido algo embarazoso, y en parte casi temía una llamada airada de Ashley, del tipo «¿por qué estás metiendo las narices en mi vida privada?»; en realidad no tenía ninguna respuesta clara para esa pregunta.

Así que intentó pasar las horas sin sentirse demasiado ansioso. «No se gana nada con ponerse nervioso», se recordaba cada vez que sus ojos se volvían hacia el teléfono negro que había en una esquina de su escritorio.

Cuando finalmente sonó, se sobresaltó. Al principio no reconoció la voz de Susan Fletcher.

– ¿Profesor Freeman?

– ¿Sí?

– Soy Susan… Susan Fletcher. Me llamó usted el otro día por lo de Ashley.

– Por supuesto, eres Susan. Vaya, no esperaba que me llamaras tan pronto. -No era cierto, claro.

Ella vaciló y se aclaró la garganta.

– ¿Algo va mal? -preguntó él, y su propia voz lo traicionó levemente.

– No lo sé. Tal vez. No estoy segura, pero…

– ¿Ashley está bien? -soltó Scott con ansiedad, y de inmediato lamentó su salida de tono.

– Ella está bien -dijo Susan lentamente-. Al menos, parece estarlo, pero tiene un problema con un tipo, como usted se temía. Al menos, eso creo. En realidad ella no quería hablar del tema.

Las palabras sonaban temerosas, como si ella pensara que alguien podía escucharla.

– Pareces insegura -dijo Scott.

– He pasado un par de días difíciles. De hecho desde que vi a Ashley. Esa fue la última cosa buena que me ocurrió. Verla.

– Pero ¿qué ha pasado?

– No lo sé. Nada. Todo. No puedo precisarlo.

– No comprendo. ¿Qué quieres decir?

– Tuve un accidente.

– Oh, Dios mío. ¿Te encuentras bien?

– Sí. Sólo un poco aturdida. Mi coche quedó hecho una birria, pero no tengo ningún hueso roto. Tal vez una pequeña contusión, y un gran cardenal en el pecho. Siento como si tuviera rotas las costillas. Pero, aparte de dolorida y desorientada, estoy bien, supongo.

– Pero ¿qué…?

– El neumático delantero derecho reventó. Iba casi a cien… no, tal vez un poco más, ciento veinte. El coche empezó a dar bandazos y la parte delantera a temblar, así que pisé el freno. Estaba reduciendo velocidad cuando de repente el neumático se soltó. Entonces sí perdí el control del vehículo.

– Dios mío…

– Todo daba vueltas y oía un ruido como si alguien me estuviera gritando. Fue horrible, pero tuve mucha suerte. Choqué contra una de esas vallas amortiguadoras, ya sabe, las que absorben parte del impacto.

– ¿Dices que la rueda se soltó?

– Sí. Eso me dijo la policía. La encontraron a medio kilómetro carretera abajo.

– Qué extraño. Nunca había oído de un caso así…

– Sí. La policía tampoco, y menos en un Audi casi nuevo.

Hubo un momento de silencio.

– ¿Crees…? -empezó Scott.

– La verdad, no sé qué creer.

Otro silencio, y al cabo ella dijo en voz baja:

– Iba tan rápido porque estaba asustada…

Las alarmas de Scott se dispararon. Escuchó con toda atención mientras ella le contaba el encuentro con Ashley. No hizo ninguna pregunta, ni siquiera cuando oyó el nombre «Michael O'Rata». Las cosas se confundían en la memoria de Susan, y más de una vez él percibió frustración en su voz, cuando se esforzaba por ordenar los detalles. Supuso que era debido a la leve contusión sufrida. Su tono era de disculpa.

Susan no sabía si algo de lo sucedido estaba relacionado de algún modo con Ashley. Todo lo que sabía era que había ido a verla y que desde entonces le ocurrían cosas espantosas. Tenía suerte de seguir con vida.

– ¿Crees que ese tal Michael tuvo que ver con todo lo que te ha pasado? -preguntó Scott, sin querer creerlo así, pero imbuido de malos presentimientos.

– No lo sé. De verdad que no. Probablemente es sólo coincidencia. Pero creo… -parecía a punto de llorar- creo que no volveré a llamar a Ashley. No hasta que me recupere. Lo siento.

Scott colgó y se puso a pensar qué opciones tenía. Ninguna. Imaginó lo peor.

«Estamos hechos el uno para el otro.»

Tragó saliva con la boca reseca.

Ashley caminaba con rapidez, como sí su avance por la acera pudiera equipararse a los pensamientos que bullían en su cabeza. Aún no había llegado a pensar en serio que la estaban siguiendo, pero tenía una sensación perturbadora. Llevaba una pequeña bolsa de la compra y su mochila llena de libros de arte, así que se sentía un poco incómoda cada vez que se detenía para escrutar la calle, tratando de discernir qué la inquietaba tanto. Nada parecía fuera de lugar.

«La ciudad es así», pensó. En su casa del oeste de Massachusetts, las cosas eran menos abigarradas, y por eso, cuando algo no estaba en orden, se notaba más. Pero Boston, con su constante flujo y energía, desafiaba su capacidad de captar si algo había cambiado. Sintió una vaharada de calor, como si la temperatura hubiera aumentado, aunque en realidad ocurría lo contrario.

Escudriñó la calle. Coches, autobuses, peatones. La misma visión de siempre. Aguzó el oído. El mismo rumor continuo y el habitual latido de la vida diaria. No había motivo para la indefinida ansiedad que sentía.

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