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En la acera, delante del Yunque y Martillo, tras mucho comer y beber y un buen repaso a las anécdotas comunes, Ashley dio a su amiga un largo abrazo.

– Ha sido magnífico, Susie. Deberíamos vernos más a menudo.

– Cuando termines con la graduación, llámame. Tal vez un encuentro regular, una vez por semana, para que tú puedas hablarme de tus sensibilidades artísticas y yo quejarme de jefes estúpidos y negocios aburridos.

– Me gustaría -dijo Ashley, y por un momento contempló la noche de Nueva Inglaterra. El cielo estaba despejado y un dosel de estrellas pespunteaba la oscuridad.

– Una cosa -dijo Susan, mientras rebuscaba las llaves en su bolso-. Me preocupa un poco ese imbécil de las flores…

– ¿Michael? Michael O'Rata… -bromeó Ashley, fingiendo despreocupación-. Me desharé de él sin problema, Susie. Esa clase de tipos necesitan un no grande y tajante. Luego se quejan y lloriquean un par de días, hasta que se ponen morados de cerveza con los amigotes y todos coinciden en que las mujeres son unas zorras irrecuperables y que no hay más que hablar.

– Espero que tengas razón. De todas maneras, puedes llamarme en cualquier momento, de día o de noche, si ese tipejo no desaparece.

– Gracias, Susie. Pero no te preocupes.

– Preocuparme ha sido siempre mi mejor cualidad, chica-libre.

Las dos rieron y volvieron a abrazarse. Luego, Ashley se encaminó calle abajo, iluminada por los rótulos de neón de las tiendas y restaurantes. Susan la observó un momento, antes de volverse. Nunca estaba segura de qué pensar sobre Ashley. Mezclaba ingenuidad con sofisticación de un modo misterioso. No era extraño que los chicos se sintieran atraídos hacia ella, pero, en realidad, siempre se mostraba aislada y elusiva. Incluso la forma en que se movía, deslizándose entre las sombras, parecía casi evanescente. Susan inspiró hondo el frío aire nocturno y saboreó la escarcha en sus labios. Se sentía un poco incómoda por no haberle contado la verdad a su amiga, que aquel reencuentro no era fruto de la casualidad. Apretó los labios y lamentó no haber sido completamente sincera. Tampoco había averiguado mucho para el señor Freeman. «Sólo Michael O'Rata», pensó. Y flores muertas.

O no era nada o era algo aterrador, y Susan no supo qué carta quedarse. Tampoco supo de cuál de esos polos opuestos debía informar a Scott Freeman.

Contrariada, resopló y echó a andar hacia el aparcamiento, a manzana y media de distancia. Llevaba las llaves en la mano, el dedo índice en el pequeño espray incluido en el llavero. Susan no era asustadiza, pero un poco de prevención nunca estaba de más. Deseó haberse puesto zapatos más cómodos. Sus pasos resonaban en la acera, mezclándose con los ruidos de la calle. Sin embargo, se sintió abrumada por una sensación de soledad, como si fuera la última persona que quedaba en la calle, en el centro de la ciudad, quizás en la ciudad misma. Vaciló y miró en derredor. Las aceras estaban vacías. Se detuvo para mirar en un restaurante, pero la ventana tenía cortinas. Respiró hondo y se volvió.

Nadie. La calle estaba vacía.

Sacudió la cabeza. Se dijo que hablar y pensar acerca de aquel tipo raro la habían inquietado. Inhaló lentamente, dejando que sus pulmones se llenaran de aire frío. «Flores muertas.» Algo en esa lúgubre expresión le resultaba disonante. Su vacilación aumentaba a cada paso. Se detuvo otra vez, sobresaltada. Sintiendo el frío que calaba, se arrebujó en el abrigo y volvió a andar, esta vez con más rapidez.

Miraba a uno y otro lado sin ver a nadie, pero de pronto tuvo la sensación de que la seguían. Se dijo que eran imaginaciones suyas, pero eso no la tranquilizó, así que apretó el paso.

Unos metros más allá sintió la certeza intuitiva de que la estaban observando. Vaciló de nuevo y escrutó las ventanas de los edificios de oficinas, buscando los ojos que la espiaban, pero no vio nada que justificara el ominoso nerviosismo que se estaba apoderando de ella.

«Sé razonable», se ordenó. Y de nuevo echó a andar, ahora casi corriendo. Había hecho algo mal, seguro, había desatendido sus reglas personales de seguridad, se había permitido distraerse, y ahora estaba en una situación vulnerable. Sólo que no podía reconocer ninguna amenaza inmediata, lo cual no hacía sino acrecentar su desasosiego.

De pronto trastabilló y resbaló. Se recuperó, pero dejó caer el bolso. Recogió el pintalabios, un bolígrafo, una agenda y su cartera, desperdigados por la acera. Lo metió todo en el bolso y se lo echó al hombro.

La entrada del aparcamiento ya estaba a pocos metros. Casi echó a correr hacia la puerta de cristal, resoplando con fuerza. Al otro lado de la gruesa pared de hormigón estaba la cabina donde el encargado cobraba el tique de salida. ¿La oiría si ella lo llamaba? Lo dudaba. Y dudaba que, en caso de ocurrir algo, el hombre hiciera nada por ayudarla.

Se reprendió a sí misma: «Domínate. Busca tu coche. Sigue adelante. Deja de comportarte como una niña.»

Contempló la escalera llena de sombras. Nada fiable, desde luego.

Pulsó el botón del ascensor y esperó. Mantuvo los ojos en las lucecitas que indicaban el descenso del ascensor. Tercera planta. Segunda. Primera. Planta baja. Las puertas se abrieron con una sacudida.

Ella fue a entrar, pero se quedó clavada.

Un hombre con chaquetón y gorro de lana, hurtando la cara a su mirada, bajó y casi la derribó de un empellón con el hombro. Susan jadeó y se recompuso.

Alzó la mano, como para protegerse de una agresión, pero el hombre ya subía las escaleras y desapareció tan rápidamente que ella apenas tuvo tiempo de observarlo. Llevaba vaqueros, el gorro de lana era negro y el chaquetón azul marino. Eso fue todo lo que retuvo. No alcanzó a fijarse en si era alto o bajo, fornido o delgado, joven o viejo, blanco o negro.

– Por Dios -murmuró-. Menudo susto.

Aguzó el oído, pero no oyó nada. Aquel bruto se había marchado, y ella, incongruentemente, se sintió aún más sola e indefensa.

– Por Dios -repitió, y sintió la adrenalina bombeando en sus sienes. El miedo pareció anularle la capacidad de raciocinio y el control sobre su cuerpo. Respiró hondo y trató de dominarse. Ordenó responder a cada uno de sus miembros. Piernas. Brazos. Manos. Inspiró despacio para sosegar las palpitaciones del corazón y guardó silencio.

Las puertas del ascensor empezaron a cerrarse, y Susan extendió el brazo bruscamente para impedirlo. Entró en el ascensor y pulsó el 3. Experimentó un leve alivio cuando las puertas se cerraron.

El ascensor chirrió y pasó la primera planta. Luego, tras la segunda, redujo velocidad y se detuvo. Las puertas se abrieron con un leve estremecimiento de la cabina.

Susan dio un respingo y quiso gritar, pero no logró articular sonido alguno.

Aquel hombre estaba ante la puerta. Los mismos vaqueros, el mismo chaquetón, pero ahora el gorro de lana le cubría el rostro como una máscara. Susan sólo pudo verle los ojos, clavados en ella. Retrocedió hacia el fondo del ascensor, encogiéndose, a punto de caer doblegada ante las ondas de energía que irradiaba aquel hombre. Era como una corriente de miedo que amenazaba con ahogarla. Quiso golpearlo, defenderse, pero su sensación de indefensión era absoluta. Era como si aquellos ojos lanzaran un rayo paralizante. Balbuceó palabras incongruentes y quiso gritar pidiendo ayuda, pero no pudo.

El hombre no se movió. Simplemente se la quedó mirando.

Susan se acurrucó en el rincón, extendió débilmente una mano ante su rostro y supo que le había llegado el fin.

Pero él siguió sin hacer nada. Tan sólo la miraba, como memorizando su cara, su ropa, el pánico de sus ojos. Entonces susurró:

– Ahora te conozco.

Y entonces, con la misma brusquedad, las puertas del ascensor se cerraron.

Esta vez, cuando la llamé, no hubo ninguna urgencia. Ella parecía curiosamente distendida, como si ya hubiera repasado mentalmente mis preguntas y sus respuestas y yo me ciñera a un guión.

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