Esta vez me pidió que me reuniera con ella en las urgencias de un hospital de Springfield. Cuando le pregunté por qué a medianoche, dijo que trabajaba como voluntaria en el hospital dos noches por semana, y que esa hora de brujas era cuando tenía un descanso.
– ¿Voluntaria para qué? -pregunté.
– Como consejera. Esposas maltratadas, niños golpeados, mayores abandonados. Alguien tiene que conducirlos por los canales adecuados para obtener ayuda del estado. Lo que hago es reunir el papeleo que ha de acompañar a los dientes rotos, los ojos morados, los cortes y
las costillas fracturadas.
Me esperaba en el aparcamiento, fumando un cigarrillo.
– No sabía que fumaras -le dije cuando me apeé del coche.
– No fumo -respondió, y dio otra calada-. Excepto aquí. Dos veces por semana, un cigarrillo en el descanso de medianoche. Nada más. Cuando vuelvo a casa, tiro el paquete. Compro un paquete nuevo cada semana. -Sonrió, la cara parcialmente en sombras-. Fumar parece un pecado menor, comparado con lo que veo aquí. Un niño con los dedos fracturados sistemáticamente por un padre adicto al crack. O una madre embarazada de ocho meses
golpeada sin contemplaciones. Todo muy rutinario y muy cruel. ¿No es notable lo crueles que podemos ser unos con otros?
– Ya.
– Bueno, ¿qué más necesitas saber?
– Scott, Sally y Hope no estaban dispuestos a quedarse de brazos cruzados, ¿verdad?
Ella asintió. La aguda sirena de una ambulancia cortó la noche. Las emergencias se producen cuando menos se esperan.
32 El primer y único plan
Cuando se reunieron esa tarde, había una sensación de indefensión en el aire. Ashley parecía superada por los acontecimientos. Estaba acurrucada en un sillón, tapada con una manta, los pies recogidos y abrazada a un viejo oso de peluche que Anónimo había desgarrado en parte. Tenía la clara impresión de que la vigilaban. Era como estar en un escenario representando un papel, consciente todo el tiempo de que más allá de las candilejas, entre el público a oscuras, estaba siendo observada.
Ashley contempló la sala y pensó que era ella quien había causado el lío en que se encontraba, pero no comprendía exactamente qué había hecho para llegar a este punto. La única noche de alcohol que la había hecho acabar en la cama con Michael O'Connell estaba olvidada y muy lejana. Incluso más distante estaba la conversación donde ella había accedido a salir con él aquella vez, pensando que O'Connell era distinto a los chicos universitarios que conocía.
Ahora no hacía más que considerar que había sido una ingenua y una estúpida. Y no tenía la menor idea de lo que iba a hacer. Cuando sus ojos se posaron en Catherine y Hope y sus padres, uno tras otro, se dio cuenta de que los había puesto
a todos en peligro, de maneras distintas, ciertamente, pero en peligro. Quiso pedir disculpas.
– Todo esto es culpa mía -dijo-. Yo soy la responsable.
– No, no lo eres -respondió Sally-. Y castigarte a ti misma no nos va a hacer ningún bien.
– Pero es que si no hubiera…
– Cometiste un error -intervino Scott-. Ya hemos hablado de esto antes. Todos intentamos recomponer ese error pensando que tratábamos con una persona razonable. Pero O'Connell logró engañarnos a nosotros también y, por tanto, todos somos culpables de haberlo subestimado. La recriminación y la culpa son caminos estúpidos que no podemos seguir ahora. Tu madre tiene razón: lo único que importa es qué vamos a hacer a continuación.
– Creo que ése no es el tema, Scott -dijo Hope.
Él se volvió para mirarla.
– ¿Entonces?
– El tema es hasta dónde estamos dispuestos a llegar.
Eso los hizo guardar silencio.
– Porque -continuó Hope con voz átona pero reflejando autoridad- sólo tenemos una idea muy vaga de lo que O'Connell está dispuesto a hacer. Hay muchos indicios de que es capaz de cualquier cosa. Pero ¿cuáles son sus límites? ¿Los tiene? Creo que no sería inteligente por nuestra parte pensar que se contendrá.
– Ojalá le… -empezó Catherine, pero se contuvo-. Scott sabe qué hubiera deseado hacer.
– Lo supongo -dijo Sally-. Ahora nos toca llamar a las autoridades.
– Bueno, eso es lo que el policía me dijo después de mi pequeño encuentro con el señor O'Connell -murmuró Catherine.
– Parece que no te gusta mucho la idea -dijo Hope.
– No, no me gusta. ¿Cuándo demonios han ayudado alguna vez las autoridades a alguien? -respondió la anciana.
– Sally, tú eres la abogada -terció Scott-. Estoy seguro de que has tenido algún caso parecido. ¿Qué supondría el proceso? ¿Qué podemos esperar?
Ella hizo memoria antes de hablar.
– Ashley tendría que acudir a un juez. Yo podría encargarme del trabajo legal, pero es más aconsejable contratar a alguien de fuera. Ella tendría que declarar que está siendo acosada, que tiene miedo por su integridad. Puede que le pidan que lo demuestre, pero los jueces suelen ser comprensivos y no exigen demasiadas pruebas. Luego se dictaría una orden de alejamiento que permitiría a la policía arrestar a O'Connell si se acerca a menos de cien metros. Probablemente le prohibirán mantener ningún contacto con ella, ni por correo, teléfono o Internet. Esas órdenes suelen ser efectivas, aunque cabe un gran «si» condicional…
– ¿Qué quieres decir?
– Si él acata la orden.
– ¿Y si no lo hace?
– Entonces interviene la policía. Teóricamente, lo encarcelarían por violación de la orden. La sentencia estándar es de hasta seis meses. Sin embargo, los jueces son reacios a meter en la cárcel a alguien por lo que a menudo suponen que es sólo una disputa de pareja. -Respiró hondo-. Así es como funciona. El mundo real nunca es tan claro como la letra de la ley.
Observó a los demás.
– Ashley hace una denuncia y testifica. Pero ¿qué prueba real tenemos? No de que hayan despedido a Ashley por su culpa. No de que fuera él quien nos causara esos problemas informáticos. No de que entrara aquí por la fuerza. No de que matara a Murphy, aunque tal vez lo haya hecho…
Volvió a tomar aliento. Los demás permanecían en silencio absoluto.
– He estado pensando en la vía legal -dijo-, pero no será fácil resolver eficazmente el problema en ese ámbito. Apuesto a que O'Connell tiene experiencia con órdenes de alejamiento y sabe sortearlas. En otras palabras, creo que él sabe lo que podemos y no podemos lograr. Para ir más allá de esa simple orden de alejamiento, para acusarlo de un delito, Ashley tendría que demostrar que él está detrás de todo lo sucedido. Tendría que convencer a un tribunal, y someterse al interrogatorio de unos abogados. Eso también la pondría al alcance de O'Connell. Cuando acusas a alguien de un delito, aunque sea acoso, se crea una intimidad secundaria. Quedas implicado con esa persona, aunque haya una orden que lo mantenga a raya. Tendría que enfrentarse a él en un juicio, lo cual, supongo, alimentaría su obsesión, puede que incluso disfrutara. En cualquier caso, ambos quedarían relacionados para siempre. Y eso
significa que Ashley tendría que estar mirando eternamente por encima del hombro, a menos que huya a algún lugar y se convierta en alguien diferente. Y aun así, no hay garantías absolutas. Si él decidiera dedicar su vida a encontrarla…
Sally estaba lanzada, la voz tensa.
– Estar asustada y demostrar ante un tribunal que hay una base real para ese miedo son cosas distintas. Y luego hay una segunda consideración a tener en cuenta…
– ¿Cuál? -preguntó Scott.
– ¿Qué hará él si Ashley consigue la orden? ¿Hasta qué punto se enfadará? ¿Se dejará llevar por la ira? ¿Y qué hará entonces? Tal vez quiera castigarla. O a nosotros. Tal vez decida que es hora de hacer algo drástico. «Si no puedo tenerte, nadie te tendrá.» ¿Qué opináis?
Todos guardaron silencio hasta que Ashley habló.