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Scott aparcó a su lado, se apeó rápidamente y corrió hacia la entrada del aparcamiento.

Un único coche pasó por la carretera, luego otro. No distinguió a los conductores, pero ninguno redujo la velocidad y desaparecieron carretera abajo, sin girar hacia la interestatal. Scott esperó a que pasara otro coche, cosa que tardó casi un minuto. Luego regresó a donde esperaban las dos mujeres.

– Muy bien, cambiemos -dijo-. Ni rastro de él.

Ashley, cubriéndose con una manta de lana, se deslizó desde el Porsche al todoterreno. Catherine puso el coche en marcha y se dirigió a la rampa de entrada a la autovía en dirección sur.

Scott la siguió, pero en vez de tomar la misma rampa, hacia su destino, se detuvo en la carretera. Vio desaparecer las luces traseras del todoterreno. Esperó, atento a cualquier coche que se dirigiera tras Catherine, pero no pasó ninguno. No había nadie en los alrededores. Después de contar hasta treinta, pisó el acelerador y, con los neumáticos chirriando, enfiló la rampa de salida al norte. Cuando llegó al final de la rampa, ya iba casi a cien. Un tráiler avanzaba por el carril derecho, pisó a fondo y lo adelantó temerariamente. La bocina del tráiler atronó en la noche tras él y el camionero le lanzó destellos con las luces largas. Scott lo ignoró, atento al ilegal giro de ciento ochenta grados que haría. Rogó que ningún coche de policía estuviera por allí. Los faros iluminaron un cartel de «Sólo vehículos autorizados». Entonces pisó el freno y apagó todas las luces.

El Porsche dio un brinco y derrapó un poco mientras cambiaba de dirección norte a sur. Una rápida ojeada le dijo que la carretera estaba vacía, y aceleró sin vacilar, encendiendo de nuevo las luces.

Tomó aire. «Intenta seguirme ahora, cabrón», pensó. Calculó que tardaría menos de diez minutos en alcanzar a Catherine y a Ashley, mientras escrutaba cada coche que adelantaba. Luego las escoltaría el resto del camino a casa.

Apretó los labios.

«Y aún me sé unos cuantos trucos más», pensó con satisfacción. El motor zumbaba plácidamente, y por primera vez esa noche Scott sintió que tenía un poco de control sobre la situación. No obstante, se dijo que era improbable que esa sensación durase mucho tiempo.

El cansancio y el sueño después de tanta tensión los hicieron dormir hasta tarde. Luego, Ashley estalló en sollozos al enterarse de los detalles de la muerte de Anónimo, y lloró amargamente en la cama antes de sumirse en un sueño inquieto, asaltado por horribles imágenes de muerte. En más de una ocasión gritó, haciendo que Sally o Hope corrieran a su puerta para comprobar qué le pasaba, como si todavía fuera una niña pequeña.

Scott había vuelto a la universidad. Echó una cabezada en el sillón de su despacho, antes de despertarse sintiendo que de algún modo el día estaba distorsionado. En el lavabo de hombres, al asearse, se contempló largamente en el espejo. «La historia es el estudio de hombres y mujeres que se elevan de la media para hacer cosas extraordinarias. Es un examen de la valentía de uno, la cobardía de otro, la presciencia de un tercero, los fracasos de un cuarto. Es emoción y psicología, representada en un campo de acción», pensó. Se preguntó si se había pasado toda su vida adulta estudiando lo que hacían otros sin hacer algo él mismo.

O'Connell se había cruzado circunstancialmente en la historia personal de Scott, y según cómo actuara en los próximos días, lo definiría para siempre, se dijo.

Sally hervía de furia.

Le parecía que habían fracasado en todo. Habían tratado de ser razonables. Habían tratado de mostrarse fuertes. Habían intentado el soborno. Habían probado la intimidación. Y finalmente la huida. Todo en vano. Sus vidas habían sido zarandeadas y empujadas a un torbellino, sus carreras y su intimidad amenazadas, sus existencias trastornadas y empujadas a una situación impensable un mes atrás.

«El miedo se ha instalado en nosotros, quizá para siempre», pensó.

Estaba sentada en el salón, sola. Sacudió la cabeza y agitó las manos en el aire, gesticulando con el ceño fruncido, como si estuviera en medio de una encendida discusión.

Arriba, Ashley dormía todavía, pero Sally pretendía despertarla pronto. Hope y Catherine habían salido a dar un paseo y comprar algo de comida. Probablemente estarían hablando sobre la que les había caído encima. Ella se había quedado de guardia.

Sintió su pulso acelerado. Se encontraban en una encrucijada, pero aún no estaba segura qué caminos había disponibles.

Echó atrás la cabeza y cerró los ojos. «Lo he fastidiado todo -pensó-. He metido la pata hasta el fondo.»

Suspiró, se puso en pie y fue a un escritorio donde guardaban álbumes de recortes y fotos antiguas, recuerdos demasiado valiosos para tirarlos, pero no lo bastante significativos para enmarcarlos. Una foto de sus padres. Los dos habían muerto demasiado jóvenes, uno en un accidente de tráfico, el otro de un infarto. Sally no estaba segura de por qué necesitaba verlos, pero quería ver sus ojos mirándola, tranquilizándola. La habían dejado sola y ella había elegido a Scott creyendo que él sería «consistente». Fue probablemente la misma sensación que la llevó a la facultad de Derecho, determinada a nunca más ser víctima de los acontecimientos. Sacudió la cabeza ante la ingenuidad de esa idea. Cualquiera puede convertirse en víctima. En cualquier momento.

Oyó a Ashley en el piso de arriba.

Inspiró hondo. «Hay una única certeza -pensó-: lo que está dispuesta a hacer una madre por proteger a sus hijos.»

– ¡Ashley! ¿Eres tú? ¿Estás levantada?

Hubo una pausa y luego una respuesta, precedida por un gruñido.

– Sí. Hola, mamá. Bajaré en cuanto termine de cepillarme los dientes…

En ese momento sonó el teléfono, sobresaltándola. Comprobó la identificación de llamada, pero ponía «número privado». Sally se mordió el labio y cogió el auricular.

– ¿Sí? -dijo con tono de abogada.

No hubo respuesta.

– ¿Quién es? -exigió bruscamente.

Silencio. Ni siquiera se oía una respiración.

– ¡Maldita sea, déjenos en paz! -masculló con aspereza, y colgó.

– ¿Quién era? -preguntó Ashley desde arriba. Sally distinguió un fugaz temblor en la voz de su hija.

– Nada -respondió-. Sólo un maldito servicio de suscripción de revistas. -Se preguntó por qué no decía la verdad-. ¿Bajas?

– Ahora mismo.

Sally oyó cerrarse la puerta del dormitorio. Cogió el teléfono y pidió información sobre la llamada que acababa de recibir. Una voz grabada le contestó:

«El número 413-555-0987 es una cabina telefónica de Greenfield, Massachusetts.»

«Cerca -pensó-. A menos de una hora en coche.»

Cuando Michael O'Connell colgó en la cabina, su primer impulso fue dirigirse al sur, donde sabía que Ashley le esperaba, y tratar de aprovechar el elemento sorpresa. La voz de Sally le había revelado lo débil que era. Cerró los ojos, imaginando a la madre de Ashley. Sintió la sangre correr por su cuerpo, casi como si cada arteria y cada vena tuviesen electricidad. Respiró despacio, poco a poco, como un corredor hiperventilando antes del pistoletazo de salida, y se dijo que seguirla hasta la casa de su madre era exactamente lo que ellos esperarían.

«Se estarán preparando -pensó-. Pergeñando algún plan para impedir que me acerque a Ashley, diseñando una defensa, levantando murallas. Pero no podrán derrotarme.» Era la más simple, la más obvia y la más absoluta verdad. De nuevo respiró hondo. Ellos estaban seguros de que él iría allí. «Deja que se preocupen, que pierdan el sueño, que se sobresalten con cada ruido nocturno. Y cuando sus defensas se debiliten por el agotamiento, la tensión y la duda, entonces sí iré. Cuando menos se lo esperen.»

Dio una patadita contra la acera.

«Estoy allí, a su lado, atormentándolos, incluso cuando no estoy allí», se dijo.

Decidió que no había ninguna prisa. Su amor por Ashley podía ser enormemente paciente.

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