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Se preparó cuando, poco después, oyó movimiento acercándose a la puerta.

Seguía mirando por la ventana, supuse que rumiando sus pensamientos. De pronto se volvió hacia mí y preguntó:

– ¿Has pensado alguna vez si serías capaz de matar a alguien?

Como vacilé, ella sacudió la cabeza y añadió:

– Tal vez sería mejor preguntar cómo imaginamos la muerte violenta.

– No estoy seguro de a qué te refieres -dije.

– Piensa en todas las formas en que nos expresamos a través de la violencia. En la televisión y en el cine, en los videojuegos. Piensa en todos esos estudios que demuestran que el niño medio crece siendo testigo de miles de muertes. Pero la verdad es que, a pesar de ello, cuando nos enfrentamos con la clase de ira que puede ser mortal, rara vez sabemos cómo responder.

No respondí. Ella se apartó de la ventana y cruzó la habitación para volver a sentarse en su sillón.

– Nos gusta imaginar que siempre sabemos qué hacer en las situaciones difíciles -dijo-. Pero en realidad no lo sabemos. Cometemos errores, errores de cálculo. Todos nuestros fallos nos abruman. Creemos que podemos hacer algo y en el momento de la verdad no podemos. Lo que necesitamos hacer para salvarnos queda fuera de nuestro alcance.

– ¿Ashley?

Ella negó con la cabeza.

– ¿No crees que el miedo nos paraliza?

30 Una conversación sobre el amor

Catherine tomó aire y apoyó la culata contra el hombro, atenta al sonido del exterior. Contó los pasos. Desde una esquina de la casa, dejando atrás las macetas dispuestas en una ordenada hilera, hasta la puerta principal. «Primero probará con la puerta», se dijo. Aunque le parecía tener la lengua atascada, dijo con fuerza:

– Pase, señor O'Connell.

No tuvo que añadir: «Le estoy esperando.»

Hubo un momento de silencio, y Catherine oyó su propia respiración entrecortada, casi ahogada por los latidos del corazón. Mantuvo la escopeta con firmeza y trató de calmarse mientras apuntaba. Nunca le había disparado a nadie. De hecho, nunca había disparado un arma, ni siquiera como práctica. Su padre era médico. Su esposo había crecido en una granja, pero había servido en los marines durante la guerra de Corea. No por primera vez, deseó tenerlo a su lado. Después de un par de segundos, oyó abrirse la puerta y pasos en el pasillo.

– Aquí, señor O'Connell -espetó roncamente.

No había nada vacilante en los pasos, y O'Connell se plantó en la puerta. Catherine le apuntó al pecho.

– ¡Manos arriba! -dijo. No se le ocurrió otra cosa que decir-. Quieto, ahí donde está.

O'Connell no se quedó completamente quieto ni levantó las manos. Dio un breve paso y señaló el arma.

– ¿Pretende dispararme?

– Si tengo que hacerlo -respondió Catherine.

– Ya -dijo él, mirándola con atención, antes de escudriñar la habitación, como memorizando cada forma, color y ángulo-. ¿Qué la obligaría a hacerlo? -Hablaba como si todo fuese una broma.

– Probablemente no querrá que le responda a eso.

O'Connell sacudió la cabeza.

– En eso se equivoca -dijo lentamente, acercándose un paso más-. Eso es exactamente lo que necesito saber -sonrió-. ¿Va a dispararme si digo algo con lo que esté en desacuerdo? ¿Si me acerco? ¿O si doy un paso atrás? ¿Qué la hará apretar el gatillo?

– ¿Quiere una respuesta? Quizá la obtenga en carne viva.

O'Connell avanzó otro paso.

– Deténgase -ordenó la anciana-. Y por favor levante las manos. -Se lo dijo con calma, queriendo parecer implacable, pero se sentía endeble y débil. Y quizá, por primera vez, vieja.

O'Connell parecía estar midiendo la distancia entre ellos.

– Catherine, ¿verdad? Catherine Frazier. Es la madre de Hope, ¿correcto?

Ella asintió.

– ¿Puedo llamarla Catherine? ¿O prefiere señora Frazier? Quiero ser educado.

– Puede llamarme como quiera, porque no va a quedarse mucho.

– Bien, Catherine…

Ella lo interrumpió.

– Que sea señora Frazier.

Él asintió.

– Bien, señora Frazier -dijo, poniendo énfasis en el nombre-. No me quedaré mucho, pero me gustaría hablar con Ashley.

– No está aquí.

Él sonrió.

– Estoy seguro, señora Frazier, que fue usted educada en una familia digna y que luego enseñó a su propia hija que mentir está mal. Mentirle en la cara a otra persona hace que esa persona se enfade. Y las personas enfadadas, bueno, hacen cosas terribles, ¿no?

Catherine siguió apuntándolo. Hizo un esfuerzo por controlar su respiración y tragó saliva.

– ¿Es usted capaz de cosas terribles, señor O'Connell? Porque, si es así, tal vez debería dispararle ahora mismo y acabar esta noche con una nota amarga. Amarga para usted, claro.

Catherine no tenía ni idea de si estaba tirándose un farol. Se concentró en el hombre que tenía delante. Sentía el sudor corriéndole por la espalda y se preguntó por qué O'Connell no se mostraba nada nervioso, como si fuese inmune al cañón del arma. ¿Acaso aquel chalado estaba disfrutando con todo aquello?

– De qué soy capaz yo, de qué es capaz usted… Ésas son las verdaderas preguntas, ¿verdad, señora Frazier?

Catherine respiró hondo y entornó los ojos como si fuera a disparar. O'Connell continuó moviéndose por la habitación, como familiarizándose con el entorno, despreocupado en apariencia.

– Interesantes preguntas, señor O'Connell. Pero es hora de que se marche. Mientras todavía pueda hacerlo. Márchese y no vuelva jamás. Y, sobre todo, deje a Ashley en paz.

O'Connell sonrió, pero sin dejar de escudriñar la habitación. Tras su sonrisa había algo más oscuro, más turbio de lo que Catherine había imaginado.

Cuando habló, lo hizo en voz baja.

– Ashley está cerca, ¿verdad? Lo noto. Muy cerca.

Catherine no respondió.

– Creo que usted no entiende algo, señora Frazier.

– ¿De veras?

– Yo amo a Ashley. Ella y yo estamos hechos el uno para el otro.

– Se confunde, señor O'Connell.

– Somos una pareja. Un equipo, señora Frazier.

– No lo creo, señor O'Connell.

– Haré lo que haga falta, señora Frazier.

– Le creo. Yo podría decir lo mismo. -Eso fue lo más valiente que fue capaz de decir.

Él se detuvo, mirándola. Ella lo supuso fuerte, musculoso, con rapidez de atleta. «Tan rápido como Hope -pensó-, y mucho más fuerte.» Había poco entre ellos que pudiera detenerlo si se decidía a atacarla. Ella estaba sentada, vulnerable, sólo con aquella vieja escopeta para impedírselo. De repente se sintió desesperadamente vieja, corta de vista y con el oído débil, su capacidad de reacción en extremo mermada. Él tenía todas las ventajas, menos una, el arma. También cabía que él llevara un arma bajo la chaqueta, en el bolsillo. ¿Una pistola? ¿Una navaja? Inspiró profundamente.

– Creo que no lo entiende, señora Frazier. Siempre amaré a Ashley. Y la idea de que usted o sus padres, o cualquiera, puedan impedirme estar a su lado es simplemente risible.

– Bueno, esta noche no. En mi casa no. Esta noche usted va a marcharse. O tendrán que sacarlo con los pies por delante.

Él se detuvo de nuevo, todavía sonriendo.

– Ésa es una vieja escopeta para cazar pájaros. Dispara balas de risa, poco más dolorosas que un perdigón.

– ¿Le gustaría probarlo?

– No, creo que no.

Ella guardó silencio mientras O'Connell parecía pensar algo.

– Dígame una cosa, señora Frazier, ya que estamos manteniendo esta conversación amistosa, ¿por qué no me considera adecuado para Ashley? ¿No soy lo bastante guapo? ¿Lo bastante listo? ¿Lo bastante bueno? ¿Por qué se me prohíbe amarla? ¿Qué saben ustedes realmente sobre mí? ¿Quién creen que podría amarla más que yo? ¿No es posible que yo sea lo mejor que le ha sucedido a ella?

– Lo dudo, señor O'Connell.

– ¿No cree usted en el amor a primera vista, señora Frazier? ¿Por qué un tipo de amor es aceptable, pero otro no?

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