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– No tendría que haber aceptado reunirme con usted -dijo.

A veces, no es tanto el miedo a morir como el miedo a seguir viviendo.

Cogió la taza de té caliente con ambas manos y se la llevó lentamente a los labios. Fuera hacía un calor terrible, y en aquella pequeña cafetería todos bebían refrescos helados, pero ella parecía ajena al calor.

– Se lo agradezco -respondí-. Seré breve. Sólo quiero confirmar algo.

– Tengo que irme -dijo ella-. No puedo quedarme. No pueden verme hablando con usted. Mi hermana está con los niños, y no puedo dejarlos con ella demasiado tiempo. La semana que viene nos mudamos a… -Sacudió la cabeza-. No, no voy a decirle adónde vamos. Me entiende, ¿verdad?

Se inclinó hacia delante y vi una cicatriz larga y muy fina cerca de su cuero cabelludo.

– Por supuesto -dije-. Bien, su marido era inspector de policía, y usted contrató a Matthew Murphy durante su divorcio, ¿no es así?

– Sí. Mi ex marido ocultaba sus ingresos y nos los escamoteaba a mí y a los tres críos. Yo quería que Murphy averiguara dónde tenía el dinero. Mi abogado dijo que Murphy era bueno para esas cosas.

– Su ex fue sospechoso en el asesinato de Murphy, ¿correcto?

– Sí. La policía estatal lo interrogó varias veces. También hablaron conmigo. -Sacudió la cabeza y añadió-: Fui su coartada.

– ¿Y eso?

– La noche que mataron a Murphy mi ex apareció en mi casa temprano. Había estado bebiendo. Estuvo insistente. Insistió en entrar, en ver a los niños… No logré hacerlo desistir.

– ¿No tenía usted una orden judicial…?

– Sí, de alejamiento. Cien metros en todo momento. Eso decía la orden del juez, pero sirvió de poco. Mi ex mide metro noventa y pesa ciento veinte kilos, y conoce a todos los policías de la zona. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Pelear con él? ¿Llamar pidiendo ayuda? Él siempre se salía con la suya.

– Lo siento. La coartada…

– Él empezó a beber y luego le dio por pegarme. Se ensañó largamente, hasta que perdió el conocimiento de tanto alcohol que había bebido. Se despertó por la mañana y pidió disculpas. Dijo que nunca volvería a suceder. Y no sucedió, al menos durante el resto de la semana.

– ¿Le contó esto a la policía?

– No. Ojalá hubiera tenido valor para decirles: «Claro que él mató a Murphy. Me dijo que lo hizo…» Tal vez de ese modo me hubiera librado de él. Pero no tuve valor.

Vacilé.

– Lo que me interesa es…

Ella me interrumpió.

– Sé lo que le interesa. -Se tocó la frente, pasando el dedo por el borde de la cicatriz-. Cuando me golpeó, su anillo de clase del colegio estatal Fitchburg (allí es donde nos conocimos) me hizo este corte. Me lo hizo para que lo recordara. Quiere saber cómo se enteró de lo de Murphy, ¿verdad?

Asentí.

– Me lo espetó durante una discusión. Me gritó: «¿Así que creíste que no iba a enterarme de que has contratado a un detective privado?»

Vi lágrimas en sus ojos.

– Recibió una carta anónima. El sobre incluía una copia de todo lo que Murphy había descubierto sobre él. Todas las cosas confidenciales que se suponía sólo sabíamos mi abogado y yo. La enviaron desde Worcester. Ni siquiera conozco a nadie en esa ciudad. Pero me costó dos dientes cuando mi ex me golpeó. A Murphy quizá le costó la vida. Eso era lo que yo quería, que mi ex lo hubiese matado. Eso habría facilitado las cosas para mí.

Se levantó de la mesa.

– Tengo que irme -dijo. Miró alrededor, nerviosa, y luego se dio la vuelta, cabizbaja, los hombros encogidos. Salió de la cafetería y cruzó corriendo el centro comercial, esquivando a la gente con gesto temeroso.

La observé y pensé que acababa de ver cómo habría podido ser el futuro de Ashley.

28 Un trayecto rápido

Hope se hallaba en el corto sendero de ladrillo rojo que conducía a la puerta principal de la casa cuando los faros del coche de Sally barrieron el césped. Esperó, un poco insegura de qué hacer. Hubo una época en que habría retrocedido hasta el coche para darle un abrazo después de un día de trabajo, pero ahora no sabía siquiera si esperarla para entrar juntas. Contempló el barrio oscuro y pensó que las dos se habían acostumbrado a volver a casa cada vez más tarde, tal vez para que la incomunicación que las aquejaba durante la noche tuviera menos peso.

– Hola -dijo, mientras oía la puerta del coche cerrarse.

– Hola -respondió Sally.

– ¿Un día duro?

Sally recorrió lentamente el césped hacia ella.

– Sí -dijo-. Entremos y te lo cuento.

Hope asintió y encajó la llave en la cerradura.

El interior estaba oscuro y pareció que la noche las seguía al interior de la casa, como una corriente oscura y peligrosa. Hope se detuvo en el vestíbulo y al instante supo que algo no iba bien. Tomó aire.

– ¡Anónimo! -llamó.

Sally encendió la lámpara del techo.

– ¡Anónimo! -repitió Hope.

– Oh, Dios mío…

Hope dejó caer la mochila al suelo y avanzó un paso, muerta de miedo y sintiendo sensaciones contradictorias: frío, calor, una vaharada de humedad.

– ¡Anónimo! -llamó de nuevo. Pudo oír el pánico en su propia voz. Tras ella, Sally encendía las luces del salón, el pasillo, la salita del televisor. Y finalmente la cocina.

El perro estaba tendido en el suelo, inmóvil.

Hope soltó un desgarrador gemido y se precipitó hacia el animal. Le palpó el cuerpo y luego acercó la cabeza al pecho, tratando de escuchar el corazón. Tras ella, Sally se quedó de pie en la puerta, petrificada.

– ¿Está…?

Hope dejó escapar otro gemido, los ojos ya anegados en lágrimas, pero al mismo tiempo alzó al perro en brazos. Se volvió hacia Sally y, sin hablar, las dos corrieron hacia el coche.

Sally condujo rápidamente, más de lo que podía recordar, mientras se dirigían por la interestatal al hospital para animales de Springfield. Mientras iba sorteando coches, a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, oyó a Hope decir quedamente:

– No importa, Sally. Puedes reducir la velocidad.

Sólo tardaron unos minutos en recorrer los últimos kilómetros. Cuando se internaron en las hoscas calles de la ciudad, Sally aún no había podido decir nada, pero oír los sollozos entrecortados de Hope en el asiento trasero era como ser apuñalada.

Siguió los carteles indicadores y detuvo el coche con un chirriante frenazo delante de la entrada de Urgencias. Antes de que Hope hubiera transportado a Anónimo más de un par de pasos, una enfermera la ayudó a colocar al inerte perro en una camilla.

Para cuando Sally terminó de aparcar el coche y entró, Hope ya estaba sentada en la sala de espera, la cabeza entre las manos. Apenas la miró cuando se sentó a su lado.

– Hope, ¿está…? -empezó Sally, pero se detuvo.

– Está muerto. Lo sé. Estaba muy viejo… No deberíamos haber venido corriendo. Son cosas que pasan, ya sabes, te haces viejo y es lo que pasa.

Sally no respondió. Consultó su reloj y pensó que el veterinario de guardia saldría enseguida para confirmar las palabras de Hope. Pero pasaron cinco minutos, luego diez. A los veinte, seguían esperando. A la media hora, salió un joven moreno y alto, vestido con una bata blanca sobre el uniforme verde del hospital. Miró a Hope.

– ¿Sí? -La voz de Hope tembló.

– Lo siento. Hemos hecho todo lo posible, pero ya estaba muerto cuando llegaron.

– Lo sé -respondió Hope-. Pero tenía que intentarlo…

– No se podía hacer nada más -dijo el veterinario.

– Sí. Lo sé. Gracias… -Hope tenía helado el corazón.

– Ya no era un perro joven -dijo el veterinario.

– Quince años.

Él asintió.

– ¿Cómo lo encontraron? -preguntó.

– Cuando volvimos a casa estaba en la cocina, tumbado en el suelo…

– ¿Quiere entrar para darle un último adiós? Hay algo que me gustaría mostrarle.

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