Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Sonrió para sí. Además, ¿qué había que robar? Seguramente no habría dinero, ni joyas, ni cuadros, ni valiosos ordenadores.

Cualquier ladrón mínimamente experimentado habría encontrado un mejor botín en cualquier otra parte. Demonios, pensó O'Connell, incluso la Bodega de la esquina tendría probablemente mil dólares en una caja de seguridad o en la registradora. Sería un objetivo mucho más productivo.

Pero atracar una tienda al estilo yonqui no era lo que tenía en mente. O'Connell miró alrededor. ¿Qué tenía este edificio que fuera valioso? Sonrió de nuevo. «Información.» Una información que nadie pensaría en proteger de miradas extrañas.

Se tomó su tiempo para abrir la puerta de la oficina de Murphy. Cuando por fin entró, con un fino pasamontañas cubriéndole cabeza y cara, se concentró en descubrir algún sistema de seguridad secundario, como un detector de movimiento o una cámara oculta. Apretó los dientes, casi esperando oír sonar una alarma.

Cuando lo saludó el silencio, sonrió satisfecho.

Moviéndose con cautela por la oficina, dedicó un instante a examinar qué había allí. Una vez más, tuvo ganas de echarse a reír.

Había una sala de espera cutre, con una mesa para la secretaria, un sofá barato y una butaca raída. Una puerta con doble cerradura seguramente daba al despacho de Murphy.

O'Connell extendió la mano hacia el pomo de la puerta y se detuvo. «Seguro que el muy cabrón tiene los sistemas de seguridad ahí dentro», pensó.

Miró la mesa de la secretaria. Tenía su propio ordenador. Se sentó y lo encendió. Apareció una pantalla de bienvenida, seguida por la demanda de una clave de acceso.

Inspiró hondo y tecleó el nombre de cada uno de sus perros. Luego intentó unas combinaciones de los dos, sin éxito. Consideró las posibilidades un momento, y luego sonrió al teclear «queridosperros».

La máquina zumbó y mostró lo que O'Connell supuso eran la mayoría de los archivos de Murphy. Movió el cursor y encontró «Ashley Freeman». Se contuvo de abrirlo al instante, para así aumentar el placer. Luego empezó a repasar los demás archivos, deteniéndose en las provocativas fotos digitales adjuntadas a algunos casos. Con cuidado, empezó a copiarlo todo en algunos discos regrabables que había llevado. No creía estar llevándose todo lo que el ex policía almacenaba en su ordenador. Sin duda, pensó, Murphy tenía que ser suficientemente listo para ocultar algún material en un sitio al que sólo él pudiera acceder. Pero, para sus propósitos, tenía más que suficiente.

Tardó un par de horas en terminar. Algo entumecido, se levantó de la mesa de la secretaria para estirarse. Se tumbó en el suelo e hizo rápidamente una docena de flexiones. Luego se acercó a la puerta del despacho de Murphy y sacó una palanqueta de la bolsa de lona. Hizo un par de intentos, rascando la superficie, encajándola entre la hoja y el marco, antes de renunciar. Volvió a la mesa de la secretaria, abrió los cajones y los volcó en el suelo. Encontró un retrato enmarcado de los dos perritos falderos; lo dejó caer, rompiendo el cristal. En cuanto consideró que había creado suficiente caos, salió al pasillo, cerrando la puerta tras él. Con la palanqueta hurgó un poco el marco de la puerta, diseminando astillas de madera por el suelo, hizo saltar la cerradura y dejó la puerta entreabierta.

A continuación se dirigió a la asesoría y entró usando la misma técnica del butrón. Una vez dentro, revolvió cajones y archivadores, esparciendo tantos papeles como pudo. Minutos después, volvió al pasillo y repitió la misma operación.

Después hizo lo mismo en el despacho del abogado. Abrió los archivadores y esparció papeles por el suelo. Forzó el escritorio, donde encontró unos cientos de dólares que se embolsó. Estaba a punto de marcharse cuando decidió echarles una ojeada a los cajones de la ayudante. Probablemente se sentiría discriminada si no saqueaba también lo suyo, sonrió. Pero se detuvo al ver lo que había al fondo del último cajón.

– ¿Qué hace con una de éstas una buena chica como tú? -susurró.

Era una pistola del calibre 25. Pequeña y cómoda de ocultar, hacía muy poco ruido al disparar, y era fácil acoplarle un silenciador. Cuando se le cargaban balas de cabeza expansiva, era más que eficaz. Un arma para señoritas, a menos que estuviera en manos de un experto.

– Será mejor que me la lleve, encanto, o podría hacerte daño -susurró-. Apuesto a que no tienes permiso de armas ni la has registrado. Una bonita pistola ilegal, ¿eh?

La guardó en la bolsa. «Una noche muy productiva», pensó mientras se incorporaba y miraba el caos que había causado.

Por la mañana, los de la asesoría llamarían a la policía. Un oficial vendría y les tomaría declaración. Les diría que repasaran sus cosas y comprobaran qué faltaba. Luego decidiría que algún yonqui medio pirado había buscado un golpe fácil y, frustrado por lo poco que había para robar, había provocado un estropicio en un arrebato de ira. Todos dedicarían la jornada a ordenar y limpiar, llamarían a un par de carpinteros para reparar las puertas rotas y a un cerrajero que instalara cerraduras nuevas. Sería una molestia para todo el mundo, incluyendo al abogado y su amante, que se cuidaría mucho de denunciar la pérdida de un arma ilegal.

Todo el mundo, excepto Matthew Murphy, que supondría que sus cerrojos extras y su pesada puerta habían salvado su despacho. Al principio se congratularía, pensaría que no se habían llevado nada, y probablemente ni siquiera llamaría a los del seguro. Lo único que haría sería comprarle a su secretaria un marco nuevo para las fotos de sus chuchos. «Un marco barato, además», pensó mientras salía a la noche.

El investigador jefe de la fiscalía del distrito de Hampden era un hombre delgado de poco más de cuarenta años, con gafas de carey y un pelo rubio y escaso sorprendentemente largo. Apoyó los tacones en la mesa y se reclinó en el sillón de cuero rojo, mirándome con intensidad. Tenía un estilo casual que parecía a la vez amistoso y tenso.

– ¿Así que ha venido aquí por la muerte del señor Murphy y nuestra fracasada investigación?

– Así es -dije-. Supongo que varios departamentos examinaron el caso, pero, si alguien estuvo cerca de realizar un arresto, habría sido cosa suya llevarlo a la práctica.

– Correcto. Y no acusamos a nadie.

– Pero ¿tenían un sospechoso?

Él sacudió la cabeza.

– Sospechosos. Ése fue el problema.

– ¿Y eso?

– Murphy tenía demasiados enemigos. Gente que no sólo se beneficiaría de su muerte, sino que se sentiría verdaderamente encantada. Murphy fue asesinado y arrojaron su cuerpo a un callejón, y en este estado hubo más de un vaso que brindó celebrándolo.

– Pero supongo que habrán logrado reducir la lista de sospechosos…

– Sí. Hasta cierto punto. No es que los principales sospechosos tengan una predisposición natural para ayudar a la policía. Seguimos esperando que alguien, en alguna parte, tal vez en una cárcel o en un bar, deje escapar algo que nos permita centrarnos en un par de individuos. Pero hasta que se dé esa circunstancia, el caso está estancado.

– Pero deben de tener algunas pistas sólidas…

El investigador suspiró, quitó los pies de la mesa y se giró.

– ¿Conoció usted al señor Murphy?

– No.

– No era un tipo particularmente agradable -dijo-. Solía moverse por la línea divisoria entre la ley y el delito. No podemos estar seguros de qué lado cayó este asesinato, hasta que alguien nos dé una pista cierta. Su cadáver no nos dijo mucho.

– Pero ¿fue algo?

– Él asesino tiene pinta de profesional… -Se levantó, se colocó detrás de mí y apoyó el dedo índice en mi nuca-. Bang, bang. Dos disparos en la cabeza. Una pistola del veinticinco, probablemente con silenciador. Ambas balas eran de punta blanda y quedaron significativamente deformadas tras la extracción, lo que hizo imposible cotejarlas. Luego arrastró el cadáver hasta un callejón y lo dejó detrás de unos contenedores de basura. Permaneció allí hasta que el camión de recogida llegó a la mañana siguiente. Sin duda, un asesino con experiencia, capaz de pillar a Murphy desprevenido. Dejó muy poco para los forenses, ni siquiera un casquillo. Además, la noche del crimen llovió bastante, lo cual estropeó aún más la escena. No hubo testigos ni pistas obvias. Un caso muy difícil, desde el principio.

56
{"b":"110290","o":1}