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Como cualquier detective entrenado, se volvió a derecha e izquierda, escrutando la calle arriba y abajo. O'Connell sintió un retortijón de miedo, la fría sensación de que iba a reconocerlo. En ese instante supo que si se daba la vuelta, si se metía en un edificio, si se detenía y trataba de esconderse, Murphy lo distinguiría en el acto.

Así que se alzó el cuello de la chaqueta y siguió caminando tranquilamente por la acera, sin hacer nada por ocultarse, dirigiéndose hacia la tienda de la esquina, los hombros erguidos, ladeando la cabeza un poco para que su perfil no resultara obvio, sin mirar atrás ni una sola vez. Llegó a la Bodega y, apenas entró, se asomó a la ventana para ver qué hacía Murphy.

Entonces se rió quedamente. El detective continuaba su camino. Como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo, pensó mientras veía a un despreocupado Murphy dirigirse a un aparcamiento. «O tal vez sólo pasea con la arrogancia del que se sabe intocable», pensó.

O'Connell pensó que el reconocimiento depende del contexto. «Cuando esperas ver a alguien, lo verás. Cuando no, no. Se vuelve invisible.»

Murphy nunca imaginaría que O'Connell había localizado fácilmente su oficina y que en su bolsillo tenía la dirección de su casa y su número de teléfono. Y menos imaginaría que, después de la paliza, O'Connell lo había seguido hasta el oeste de Massachusetts. Todas estas cosas no entraban en sus esquemas mentales, pensó O'Connell. «Y por eso no ha podido verme, aunque estaba a menos de veinte metros de él. Creyó que había acabado conmigo, el muy imbécil.»

Volvió a su coche, donde esperó y observó, tomándose su tiempo para anotar cuándo salían del edificio las personas de las demás oficinas. Una de aquellas mujeres era seguramente la secretaria de Murphy, pensó. Vio a una encaminarse en la misma dirección que Murphy antes, hacia el aparcamiento. «No está bien dejar que la mano de obra esclava cierre por las noches -se dijo-. Sobre todo cuando no sabe asegurar verdaderamente las puertas.» Tras un momento, arrancó su coche lentamente, siguiendo el paso de ella.

Cuarenta y ocho horas más tarde, Michael O'Connell consideraba que había adquirido suficiente información para dar el siguiente paso, que sabía que iba a acercarlo mucho más a la libertad para perseguir a Ashley.

Ahora sabía a ciencia cierta cuándo cerraba cada una de las otras oficinas del edificio de Murphy. Sabía que la última persona en marcharse cada día era el director de la asesoría situada frente a la oficina de Murphy, quien simplemente cerraba la puerta principal con una sola llave. El abogado que ocupaba la planta baja sólo tenía una ayudante. O'Connell sospechaba que el tipo estaba engañando a su esposa, porque él y la ayudante salían juntos, con ese aire inconfundible de las parejas ilícitas. A O'Connell le gustaba imaginarse que practicaban el sexo en el suelo, revolcándose en alguna alfombra raída. Fantasear sobre los lugares, las posturas e incluso la pasión le ayudaba a pasar el tiempo.

No sabía mucho sobre la secretaria de Murphy, pero descubrió varias cosas sobre ella. Tenía más de sesenta años, viuda, vivía sola, una mujer anodina con una vida anodina, acompañada sólo por dos perritos falderos, Mister Big y Beauty. Era una devota de los perros.

O'Connell la había seguido hasta un supermercado Stop and Shop, donde no le costó entablar conversación con ella cuando se detuvo delante de la estantería de comida para perros. «Disculpe, señora, me preguntaba si podría ayudarme… Mi novia acaba de comprarse un cachorro, y quisiera llevarle una comida especial, pero hay tantas marcas para elegir… ¿Sabe usted mucho de perros?» Supuso que, cuando ella se marchó, unos minutos más tarde, iba pensando: «Qué joven tan amable y educado.»

Michael O'Connell había aparcado a dos manzanas del edificio de Murphy, en dirección opuesta al aparcamiento que parecía utilizar toda la gente que trabajaba allí. Eran las cinco menos cuarto, y tenía todo lo necesario en una bolsa de lona en el maletero. Respiraba con rapidez, como un nadador que se dispone a zambullirse.

«Éste es el momento espinoso -se dijo-. Luego el resto debería ser fácil.»

Salió del coche, comprobó dos veces que el parquímetro del lugar donde había aparcado funcionaba bien, y luego se dirigió rápidamente hacia su objetivo.

Al final de la manzana se detuvo, dejando que las primeras sombras lo rodearan. La noche de Nueva Inglaterra cae bruscamente los primeros días de noviembre, parece que se pasa del día a la medianoche en cosa de minutos. Es una hora escurridiza, el momento en que él se sentía más cómodo.

Era sólo cuestión de entrar sin ser visto, sobre todo por Murphy o su secretaria. Inspiró hondo una vez más, colocó a Ashley en su mente, se recordó que ella estaría mucho más cerca cuando terminara la noche, y recorrió veloz la calle. Una farola parpadeó tras él. Se consideraba el hombre invisible: nadie sabía, esperaba o imaginaba que estaría allí.

Cuando llegó al portal, O'Connell vio que el pequeño pasillo interior estaba vacío. Un segundo después se hallaba dentro.

Oyó un sonido de succión, y el ascensor empezó a bajar hacia él. Corrió hasta la salida de emergencia y cerró la puerta a sus espaldas justo cuando llegaba el ascensor. Se apretujó contra una pared, aguzando el oído. Le pareció oír voces. Mientras el sudor le perlaba la frente, imaginó el tono inconfundible de Murphy, luego el de su secretaria.

«Hay que darles de comer a esos chuchos -se dijo-. Hora de marcharse.»

Oyó cerrarse la puerta principal.

Consultó su reloj. «Vamos -susurró-. La jornada ha terminado. Director de la asesoría, es tu turno. Mueve el culo.»

Se apretó contra la pared y esperó. El hueco de la escalera no era un sitio especialmente cómodo para esconderse. Pero sabía que esa noche serviría a sus propósitos. Sólo otra señal, pensó, de que estaba destinado a estar con Ashley. Era como si ella lo estuviera ayudando a encontrarla. «Estamos hechos el uno para el otro.» Moderó su respiración entrecortada y cerró los ojos, dejando que la paciente obsesión se apoderara de él, la mente en blanco excepto para los recuerdos de Ashley.

En su vida, Michael O'Connell había allanado varias tiendas vacías y algunas casas. Confiaba en su experiencia mientras esperaba sentado en las frías escaleras. Ni siquiera se había tomado la molestia de preparar alguna historia descabellada por si alguien lo encontraba allí. Sabía que estaba a salvo, pues el amor lo protegía.

Eran casi las siete cuando oyó el último crujido del ascensor. Ladeó la cabeza hacia el sonido, y de repente el mundo se sumió en la oscuridad. El director de la oficina había apagado la llave general junto al ascensor. Oyó la puerta principal abrirse, cerrarse y luego el chasquido del único cerrojo. Miró el reloj fluorescente.

Esperó otros quince minutos antes de volver al vestíbulo. Casi le sorprendía lo sencillo que estaba resultando todo. Espió con cuidado a través de la puerta de cristal, escrutando la calle arriba y abajo. Luego descorrió rápidamente el único cerrojo y salió.

Moviéndose con rapidez, caminó las dos manzanas hasta su coche, abrió el maletero y sacó la bolsa. Sólo tardó unos minutos en regresar al edificio de oficinas.

Abrió la bolsa y sacó varios pares de guantes quirúrgicos. Se los puso, uno encima de otro, un doble grosor de protección. Sacó un spray de desinfectante con base de amoníaco y roció generosamente el picaporte que había tocado. Luego echó el cerrojo de la puerta y repitió la operación con los demás sitios que pudiera haber tocado. A continuación, subió las escaleras hasta el primer piso, iluminándose con una pequeña linterna que había medio cubierto con cinta roja, reduciendo el haz a la mitad y evitando así que lo vieran desde fuera a través de alguna ventana. En el pasillo buscó alguna alarma o cámara de seguridad, pero no encontró nada. Sacudió la cabeza, incrédulo. Había supuesto que Murphy tendría uno o varios dispositivos de seguridad en su oficina. Pero, claro, las cámaras infrarrojas y los sistemas de vigilancia por vídeo costaban dinero. Lo que el edificio ofrecía era probablemente un alquiler bajísimo, y ahí radicaba su atractivo.

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