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Había sido fácil que un amigo de la policía le consiguiera la documentación sobre O'Connell que tenía en el regazo. Ahora quería echarle un buen vistazo al sujeto. Tenía a su lado una moderna cámara digital con teleobjetivo, la principal herramienta del detective privado.

Murphy era cincuentón, justo en esa edad previa a la ansiedad de hacerse viejo. Estaba divorciado, no tenía hijos, y lo que más echaba de menos eran los días de agente uniformado, cuando era joven y salía de la comisaría al volante de un coche patrulla. También echaba de menos su época en Homicidios, aunque, con los enemigos que se había ganado, jubilarse allí habría sido problemático. Sonrió para sí. Toda su vida había tenido la habilidad de salir bien parado de los problemas en que se metía, un paso por delante del martillo que caía rozándole la espalda. Un año después de alistarse en la policía, cuando se estrelló con su coche patrulla en una persecución, había salido sólo con un par de rasguños, mientras que los niños ricos y borrachos del BMW de papá que perseguía eran atendidos infructuosamente por una UVI móvil. En un tiroteo con unos traficantes, una noche le dispararon el cargador entero de una 9 mm, sólo para estampar cada bala en la pared que tenía detrás, y él había disparado un único tiro con los ojos cerrados, acertando al pecho del otro tipo. Había salido de tantas situaciones apuradas que ya le costaba recordarlas todas, incluyendo un enfrentamiento con un asesino en serie que esgrimía un cuchillo de carnicero en una mano y retenía a una niña de nueve años con la otra, con el cuerpo de su ex esposa a los pies y su suegra en el suelo de la cocina en un charco de sangre. Murphy recibió una recomendación por ese arresto. Una recomendación y una amenaza del asesino, que juró convertirlo en una de sus próximas víctimas si alguna vez salía libre, cosa bastante improbable. Matthew Murphy consideraba el número de amenazas que había acumulado el baremo más adecuado de sus logros. Tenía demasiadas que contar.

Cogió los papeles del asiento del pasajero. En el historial de Murphy, aquel O'Connell apenas representaba una leve molestia. Tomó aire y repasó los documentos una vez más, buscando alguna advertencia de que no se pudiera intimidar a O'Connell por motivos médicos o de otro tipo. No encontró ninguna. Esa era la primera medida que había sugerido a la abogada. Una visita nocturna acompañado por un par de policías fuera de servicio. Una visita informal, pero con toda la amenaza que pudieran transmitir, que era bastante. Le apretarían un poco las tuercas y le enseñarían una amañada orden de alejamiento firmada por un juez. El objetivo era hacerle pensar que acosar a aquella chica no le merecía la pena. Y asegurarse de que comprendiera que, si no se atenía a razones, las consecuencias para él serían terribles.

Sonrió. Sin duda funcionaría, pensó.

En su trayectoria había lidiado con algunos acosadores bastante chiflados, tipos que no retrocedían ante las amenazas, la ley ni las armas: psicópatas capaces de atravesar una tormenta de fuego para llegar a la persona que les obsesionaba, pero O'Connell parecía sólo un baboso de poca monta. Murphy conocía muy bien esa clase de basura social. Lo que no entendía, por mucho que leyera sobre O'Connell, era por qué esa pequeña rata creía que podía fastidiar a gente como Sally Freeman-Richards y su hija. Sacudió la cabeza. Había intervenido en más de un homicidio en que un marido o un novio abandonado descargaban su furia contra una pobre mujer que intentaba continuar con su vida. Murphy tenía una afinidad natural con cualquiera que intentase escapar de una relación abusiva. Lo que no comprendía era de dónde procedía la obsesión. En los casos que había visto a lo largo de los años, le parecía que el amor era tal vez la razón más estúpida para perder la libertad, el futuro y en algunos casos la vida.

Echó otro vistazo al portal del apartamento.

– Vamos, chico -masculló en voz baja-. Sal para que pueda verte. No me hagas perder más tiempo.

Como obedeciendo a sus palabras, vio movimiento en el portal, y O'Connell salió. Lo reconoció inmediatamente por las fotos de las fichas de hacía tres años.

Cogió la cámara. Para su sorpresa, O'Connell se entretuvo un momento, casi volviéndose en su dirección. Murphy disparó rápidamente media docena de fotos.

– Te tengo, cabroncete -musitó-. No has sido difícil de detectar.

Lo que Murphy no sabía en ese momento era que lo mismo sucedía en su caso.

Scott podía hacer una llamada, aunque no estaba seguro de que sirviera para algo. El entrenador de fútbol americano estaba en su oficina, revisando las estrategias de juego con su coordinador de defensa. De pronto sonó el teléfono.

– ¿Entrenador Warner? Soy Scott Freeman…

– ¡Scott! Me alegro de oírle. -Se conocían de haberse visto en actos sociales y en los partidos-. Pero ahora mismo estoy muy liado…

– ¿Elucubrando alguna táctica defensiva infalible, diseñada para maniatar al rival y reducirlo a la máxima impotencia? -bromeó Scott.

El entrenador soltó una carcajada.

– Sí, desde luego. No aceptaremos menos que una rendición incondicional del enemigo. Pero no me habrá llamado para eso, ¿eh?

– Necesito un pequeño favor. Algo de músculo.

– Tenemos músculos en abundancia, pero también clases y entrenamientos. Los chicos están muy ocupados…

– ¿Qué tal el domingo? Necesito a dos o tres chicos. Un pequeño ejercicio muscular. Desde luego bien retribuido en efectivo.

– ¿El domingo? Bien. ¿Qué tiene pensado?

– Mi hija se muda de su apartamento en Boston y hay que recoger sus cosas. Deprisa.

– No hay problema. Muy bien. Pediré un par de voluntarios después del entrenamiento y se los enviaré mañana.

Los tres jóvenes que se presentaron a la puerta del despacho de Scott a la mañana siguiente parecían ansiosos por ganar unos dólares extras. Scott les explicó rápidamente que debían recoger una furgoneta de alquiler el domingo por la mañana, ir a Boston, embalar todo lo que había en el apartamento y luego llevarlo a un guardamuebles en las afueras de la ciudad, cosa que ya había contratado.

– Necesito que se haga sin retraso alguno -dijo Scott.

– ¿Cuál es la prisa? -preguntó uno de los chicos.

Scott no quería que se supiera la verdad, desde luego.

– Mi hija es estudiante de posgrado en Boston. Hace algún tiempo solicitó una beca para estudiar en el extranjero. Y de pronto le llegó el otro día. Así que se marcha a Florencia a estudiar arte renacentista de seis a nueve meses. Tiene el vuelo en los próximos días, y yo no quiero pagar el alquiler de un apartamento vacío. Ya tengo bastante con perder el depósito de fianza. Pero qué remedio -suspiró afectando resignación-, si te gustan todos esos cuadros de santos mártires y profetas decapitados, supongo que hay que ir a Italia. Aunque no creo que las palabras «empleo» y «carrera» tengan mucho que ver con la manera en que mi hija lleva su vida…

Esto provocó sonrisas en los jóvenes, ya que era algo con lo que podían identificarse. Tomaron nota de los detalles y quedaron en reunirse el domingo por la mañana.

Mientras la puerta se cerraba, Scott pensó: «Si alguien les pregunta, contestarán que Ashley se marchó al extranjero. Suena creíble. Florencia. Sí, lo recordarán.» Habría una persona que, si veía a los tres chicos haciendo la mudanza, estaría muy interesada en la historia que Scott había urdido ingeniosamente.

Ashley se sentía un poco ridícula.

Había metido ropa para una semana en una bolsa de lona negra, y para una segunda en una maleta pequeña con ruedas. El día antes, el repartidor de Federal Express le había entregado un paquete enviado por su padre. Incluía dos guías de ciudades de Italia, un diccionario inglés-italiano y tres libros sobre arte renacentista. De los tres, ella ya tenía dos. También había una guía publicada por la facultad de Scott titulada Guía para estudiar en el extranjero.

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