Colgó. Nunca había creído que estaría tan asustado, no, tan aterrado, por la voz de un estudiante. Se dedicó a estudiar rápidamente el material enviado por el profesor Burris, más ansioso a cada frase que leía.
Hope entró en el servicio contiguo a la oficina de admisiones, sabiendo que probablemente era el único sitio del colegio donde podría estar a solas unos momentos. Apenas la puerta se cerró tras ella, estalló en un sollozo profundo y desesperado.
La acusación había llegado al decano a través de un e-mail anónimo. Decía que Hope había acosado a una estudiante de quince años en las duchas del vestuario femenino, cuando la chica estaba sola después de una sesión de entrenamiento. Describía cómo Hope le había acariciado los pechos y tocado la entrepierna, mientras le susurraba las ventajas de probar el sexo con una mujer. Como la adolescente se resistió, continuaba la acusación, Hope la amenazó con manipular sus notas si alguna vez comentaba el episodio a las autoridades o a sus padres. El e-mail terminaba instando a los administradores a tomar «las medidas que fueran necesarias» para evitar un pleito y tal vez una acusación penal. Usaba palabras como «depredadora» y «violación de la confianza» junto con «reclutamiento homosexual» para describir la supuesta conducta de Hope.
Ni una sola palabra era cierta. Nada de aquello, descrito con detalle casi pornográfico, había sucedido jamás. Pero Hope dudaba que la verdad la ayudara a salir bien parada de aquella encerrona.
Aquel catálogo de mentiras concluía con una serie de suposiciones disparatadas, pintando a Hope poco menos que como un monstruo corruptor de menores.
Que los hechos nunca hubieran sucedido, que ella no supiera quién era aquella joven, que nunca hubiera entrado en el vestuario femenino sin otro miembro del claustro presente para evitar precisamente ningún malentendido, que se comportara con recato de monja cada vez que algo de naturaleza vagamente sexual se producía en el colegio, y que hubiera tenido cuidado de no exhibir nunca su relación con Sally… de repente nada de eso valía para nada.
Que la denuncia fuera anónima tampoco significaba nada. Las habladurías correrían por todo el colegio, y los rumores se centrarían en adivinar a quién le había ocurrido, no si había ocurrido de verdad. En un instituto o una escuela privada, nada es tan explosivo como una acusación de conducta sexual ilícita. Nunca habría una valoración razonada y fundada de los cargos contra ella, Hope lo sabía. También le preocupaba la reacción en la comunidad que Sally y ella consideraban su hogar. Otras mujeres en su misma situación probablemente saldrían en su defensa. Imaginó sentadas y proclamas, artículos en la prensa y manifestaciones delante del colegio. Muchas mujeres como Hope odiaban ser estigmatizadas y clamarían por justicia. Esto era inevitable. Y eso mismo desvirtuaría cualquier posibilidad de librarse del asunto sin llamar la atención. O sea, estaba condenada.
Se acercó al lavabo y se mojó la cara una y otra vez, como si de esa manera pudiera librarse de lo que se le venía encima. No quería ser adalid de ninguna causa y tampoco perder la confianza de las estudiantes, que tanto le había costado conseguir.
– Nada de eso ha sucedido nunca -le había dicho al decano-. Nada. Pero ¿cómo puedo demostrar mi inocencia sin nombres, fechas, horas, etcétera?
Él estuvo de acuerdo y accedió, por el momento, a no dar curso a la denuncia, aunque tendría que discutirlo con la dirección del colegio y tal vez incluso informar al presidente del consejo. Hope sabía que los rumores eran inevitables. El decano le sugirió que continuara con su actividad normal hasta que hubiera más información.
– Siga entrenando a las chicas, Hope -dijo Wilson-. Gane el campeonato. Mantenga todas sus citas de tutoría con las estudiantes, pero… -Vaciló.
– ¿Pero qué? -preguntó Hope.
– No haga nada equívoco.
Mientras se miraba a los ojos enrojecidos en el espejo del lavabo, Hope nunca se había sentido más vulnerable. Salió del cuarto de baño, comprendiendo que el mundo donde se había creído relativamente a salvo se había vuelto muy peligroso.
Sally se esforzó por encontrar sentido a aquellos documentos mientras, acalorada, sudaba como en un entrenamiento.
Alguien había conseguido acceder a su clave electrónica y había creado el caos en la cuenta de su cliente. Estaba furiosa por no haber creado una clave más difícil de descifrar. Como el caso en cuestión era un divorcio, había elaborado la clave «Divley». Tras contactar con los encargados de seguridad de los diferentes bancos que habían recibido los depósitos de la supuestamente inviolable cuenta de su cliente, había podido devolver gran parte del dinero, o al menos congelarlo para que nadie pudiera tocarlo. Los bancos habían accedido a colocar trampas electrónicas en algunos de esos fondos, de modo que todo aquel que intentara retirar cualquiera cantidad, bien a través del ordenador o en persona, sería localizado. Pero no tuvo un éxito completo al manipular el dinero. Varias transacciones habían sido colocadas a través de una mareante serie de depósitos y extracciones, hasta desaparecer finalmente en una cuenta extranjera en la que Sally no pudo entrar, y cuando llamó a los bancos, no mostraron tanta comprensión hacia su historia del robo de identidad como habría esperado.
Su instinto le decía que contratara a su propio abogado, pero lo pospuso por el momento. En cambio, sacó todo el dinero del seguro de la casa que compartía con Hope y lo depositó en la cuenta del cliente, compensando el desequilibrio, al precio de cargarse ella misma, junto con su desprevenida compañera, con una deuda importante. Tardaría meses en ganar lo suficiente para reparar aquel daño económico, pero esperaba estar a salvo.
Redactó una declaración jurada para el Colegio de Abogados. Comentó algunas de las transacciones, y dijo que habían sido realizadas por alguien desconocido, pero que ella había restaurado la cuenta de su cliente con sus propios fondos y, de acuerdo con el banco, la había puesto a salvo de nuevas manipulaciones electrónicas. Esperaba que esa declaración detuviera cualquier acción judicial, al menos hasta que se supiera quién le había hecho esto. Pensó en solicitar información sobre quién había presentado la denuncia ante el colegio de abogados, pero sabía que de momento no iban a revelarle nada. Así que estaba destinada a permanecer a oscuras durante algún tiempo.
Sally nunca se había considerado una abogada particularmente dura. Su punto fuerte era la mediación, o conseguir acuerdos entre partes contrarias. Odiaba los casos en que el compromiso ya no era posible.
Pero cuando se giró en el sillón de su despacho y contempló las hojas impresas de transacciones bancarias que cubrían su mesa, sólo sintió desesperación. «Quienquiera que haya hecho esto -pensó- debe de odiarme con toda su alma.»
Eso la obligaba a una pregunta incómoda, porque ningún abogado consigue labrarse una carrera, sobre todo encargándose de divorcios, casos de custodia y pequeñas acciones penales, sin ganarse algunos enemigos. La mayoría de éstos simplemente se enfadaba y se quejaba. Algunos daban un paso más.
«Pero ¿quiénes?», se preguntó.
Habían pasado meses desde la última vez que alguien airado la había amenazado. La idea de que pudiera haber alguien con paciencia y habilidad para planear una venganza contra ella la hizo morderse el labio inferior.
Sally pensó que iba a tener que contarle a Hope lo sucedido. Había bastante tensión entre ellas y ahora, de repente, se encontraban en apuros económicos.
Se le ocurrió llamar a la policía. Al fin y al cabo, se había cometido un robo. Pero esto iba contra su norma, como es el caso de tantos abogados. Mientras no se supiera más, o lograse dilucidar quién y por qué lo había hecho, no quería a ningún detective hurgando en sus casos.
«Resuélvelo -se dijo-. Resuélvelo tú sola.»