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– Perdón, señora -dijo con tono amable.

La mujer se volvió hacia ella.

– ¿Sí? -dijo con cautela.

– Lo siento. Estaba al otro lado de la calle y no pude evitar oír las palabras que tuvo con ese joven… Me pareció muy desagradable e irrespetuoso.

La anciana se encogió de hombros, todavía recelosa de Hope.

Esta respiró hondo y dijo:

– Mi gato. Un animal de colores preciosos, con las patas delanteras blancas… Se llama Calcetines, ¿sabe?, y desapareció hace un par de días. Se ha perdido y no sé qué hacer. Vivo a un par de manzanas de aquí… -Señaló hacia el centro de Boston-. ¿No lo habrá visto por casualidad?

En realidad, a Hope no le gustaban los gatos. La hacían estornudar y no le agradaba la forma en que la miraban.

– Es una monería, y no es propio de él estar fuera tanto tiempo -añadió. Las mentiras le salían con naturalidad.

– No lo sé -dijo la vieja-. Hay un par de gatos multicolores entre los míos, pero no recuerdo a ninguno nuevo. Pero claro… -Desvió la mirada hacia la esquina donde había girado O'Connell. Siseó, casi igual que un felino-. No puedo estar segura de que él no haya hecho algo malo.

Hope adoptó una expresión dolida.

– ¿No le gustan los gatos? ¿Qué clase de persona…?

No necesitó terminar. La anciana dio un paso atrás y miró a Hope de arriba a abajo, midiéndola.

– ¿Le apetece pasar a tomar una taza de té y conocer a mis niños?

Hope asintió y extendió la mano para ayudarla con las bolsas. «Perfecto», pensó. Era como ser invitada a apostarse junto a la guarida del dragón.

Scott suspiró y contempló la desvaída escuela de ladrillo y cemento. Supuso que la misma persona que la había diseñado probablemente diseñaba también prisiones. Una fila de autobuses escolares amarillos aparcados delante, con los motores en marcha, llenaban el aire de olor a gasoil. La gastada bandera americana se había enroscado en torno al mástil, enredándose con la bandera del estado de New Hampshire. Ambas se agitaban grotescamente con la cortante brisa. A un lado había una verja oxidada. Un cartel anunciaba: «¡Adelante, Warriors!» y «Exámenes de selectibidad. Apúntate ahora». Nadie parecía haber advertido la falta de ortografía.

También Scott llevaba una copia del informe de Murphy. Tan sólo esbozaba las líneas maestras del pasado de O'Connell, y Scott estaba decidido a dar sustancia a aquellos pocos datos. El instituto al que O'Connell había asistido era un buen lugar para empezar.

Había pasado una mañana deprimente observando el barrio donde había crecido O'Connell. La zona costera de New Hampshire es un lugar de contradicciones; el océano Atlántico le proporciona gran belleza, pero debido a las industrias instaladas junto a la desembocadura del río Merrimack era monótona y sin alma, todo chimeneas humeantes y líneas férreas, almacenes y fábricas apestosas que trabajaban contrarreloj. Era como mirar a una stripper vieja desnudándose en un club de mala muerte a mediodía.

Gran parte de la zona estaba destinada a astilleros de grandes barcos. Enormes grúas capaces de trasladar toneladas de acero se recortaban contra el cielo gris. Era el tipo de lugar donde la gente lleva todo el día casco, mono y botas gruesas.

Gélido en invierno y caluroso en verano, en aquel lugar los trabajadores eran recios y fuertes, tan esenciales como el pesado equipo que manejaban. Era un trabajo en que la dureza se valoraba por encima de todo.

Scott se sentía fuera de lugar. Sentado en su coche, viendo a los enjambres de escolares salir de clase, le pareció que procedía de otro país. Vivía en un mundo donde su trabajo era empujar a los estudiantes hacia todas las trampas del éxito que tanto se promocionan en Norteamérica: grandes coches, grandes cuentas bancarias, grandes casas. Aquellos adolescentes a los que veía dirigirse a los autobuses tenían sueños menos ambiciosos, y lo más probable era que acabaran en una fábrica, trabajando largas horas y fichando en un reloj.

«Si yo viviera aquí, haría cualquier cosa por salir», pensó.

Cuando los autobuses empezaron a marcharse, se apeó y se dirigió a la entrada del colegio. Un guardia de seguridad le indicó la oficina principal. Había varias secretarias tras un mostrador. Más allá vio al director regañando a una estudiante de pelo de punta teñido de púrpura, chaqueta de cuero negro y aros en orejas y cejas.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó una joven.

– Eso espero. Me llamo Johnson. Trabajo para Raytheon, ya sabe, de la zona de Boston. Se trata de un joven que ha solicitado un puesto en nuestra empresa. Su curriculum dice que se graduó en este instituto hace diez años. Verá, tenemos algunos contratos gubernamentales, así que hemos de comprobar las cosas.

La secretaria se volvió hacia el ordenador.

– ¿El nombre?

– Michael O'Connell.

Pulsó algunas teclas.

– Graduado, curso de mil novecientos noventa y cinco.

– ¿Algún dato más que pueda ampliarnos su perfil?

– No puedo proporcionar notas ni otros archivos sin autorización.

– Entiendo -dijo Scott-. Bien, gracias.

Mientras la joven cerraba el archivo consultado, Scott advirtió que una mujer mayor, que acababa de salir del despacho del subdirector justo cuando él pronunciaba el nombre de O'Connell, lo miraba. Pareció vacilar, hasta que al final se acercó a él.

– Yo lo conozco -dijo-. ¿Qué trabajo piensan darle?

– Programación informática, bases de datos. Esa clase de cosas. No es un puesto de confianza, pero, como parte de la información está conectada con contratos del Pentágono, tenemos que hacer comprobaciones rutinarias sobre los solicitantes.

Ella sacudió la cabeza, sorprendida.

– Me alegra oír que se ha enderezado. Raytheon. Es una gran corporación.

– ¿Acaso estaba… torcido? -preguntó Scott.

La mujer sonrió.

– Podría decirse así.

– Bueno, ya sabe, todo el mundo ha tenido algún problema en el instituto. No damos mucha importancia a las cosas de adolescentes. Pero tenemos que estar atentos por si se trata de algo más serio.

La mujer volvió a asentir.

– Sí. Cosas sin importancia. -Vaciló-. No sé qué decir. Sobre todo si se ha enmendado. No quisiera arruinar sus posibilidades.

– Sería una ayuda, la verdad.

La mujer se decidió.

– Era mala persona cuando estuvo aquí.

– ¿Y eso?

– Era mucho más listo que la mayoría, pero problemático. Siempre pensé que era un chico muy raro. Ya sabe, reservado pero como planeando algo. Había algo inquietante en él. Si se le metía en la cabeza que eras un problema o te interponías en su camino, o si él quería algo contra viento y marea… Si se interesaba en una asignatura, entonces sacaba sobresaliente. Si no le caía bien un profesor, entonces pasaban cosas extrañas. Cosas malas. Como el coche del profesor lleno de abolladuras. O su archivo de notas que se perdía. O un falso informe policial sugiriendo algún tipo de conducta ilegal por parte del profesor. Siempre parecía relacionado de algún modo, pero nunca estaba lo bastante cerca para que nadie pudiera demostrar nada. Me sentí liberada cuando dejó este instituto.

Scott asintió.

– ¿Por qué…? -empezó a preguntar, pero la mujer añadió:

– Si usted hubiera crecido en esa familia, también le pasaría algo raro.

– ¿Dónde…?

– No debería -dijo ella, y cogió un papel y anotó una dirección-. No sé si siguen viviendo allí.

Scott cogió el papel.

– ¿Cómo es que lo recuerda tanto? -preguntó-. Han pasado diez años.

Ella sonrió.

– Llevo todo este tiempo esperando que alguien viniera a hacer preguntas sobre Michael O'Connell. Nunca pensé que fuera para ofrecerle un trabajo. Calculaba que sería la policía.

– Parece muy segura.

La mujer sonrió.

– Fui profesora suya. Lengua Inglesa en undécimo curso. Y dejó su huella. A lo largo de los años, ha habido una docena que nunca se olvidan. La mitad por buenos motivos, la otra mitad por malos. ¿Trabajará en una oficina con mujeres jóvenes?

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