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No había ningún plan B si el arma no estaba allí. Sólo abortarían todo y volverían a casa para inventar algo nuevo. Cabía la posibilidad de que O'Connell hubiera cogido el arma para visitar a su padre. Su súbita rabia era una variable que no había previsto. En cierto modo, lo más lógico era que se hubiese llevado la pistola. Tal vez la utilizaría como esperaban hacerlo ellos y cometería él mismo el crimen que resolvería sus problemas. Incluso podría usarla contra sí mismo. O contra Ashley.

«Si algo falla sólo nos quedará la huida y el pánico», pensó apretando los dientes.

Sally hizo el mismo camino de Hope días antes. En pocos segundos llegó a la puerta. Estaba sola, llave en mano.

No había vecinos. Los únicos ojos que la miraban pertenecían al puñado de gatos que deambulaban por el pasillo. «¿Ha matado a alguno de vosotros hoy?», preguntó mentalmente. Introdujo la llave en la cerradura y entró con el mayor sigilo.

Se obligó a no mirar alrededor, a no examinar el lugar donde vivía Michael O'Connell, porque sabía que tan sólo acrecentaría sus temores. Y la rapidez era un elemento esencial del plan. «Coge la pistola y lárgate», se repitió.

Encontró el armario. Encontró el rincón. Encontró la bota con el calcetín sucio remetido.

«Que esté aquí», rogó.

Retiró el calcetín, memorizando cómo estaba colocado. Luego hurgó dentro de la bota. Cuando sus dedos enguantados tocaron el frío acero dejó escapar un gemido.

Torpemente, sacó el arma.

Vaciló un segundo. «Ya está -pensé»-. Continúa o échate atrás.» Estaba muerta de miedo. Coger la pistola la aterrorizaba, dejarla, también.

Como si alguien le guiara la mano, introdujo el arma en una bolsa de plástico que llevaba en la mochila. Dejó el calcetín en el suelo.

Se dirigió rápidamente al pequeño salón y miró la desvencijada mesa donde O'Connell tenía el ordenador portátil. Estaba conectado. Había creado un montón de problemas para ellos sentado ante esa mesa, pensó. Y ahora le tocaba a ella devolverle la jugada. Por asustada que estuviera, este siguiente paso le proporcionó una perversa sensación de satisfacción. Sacó el modelo similar de ordenador de la mochila y lo sustituyó. No sabía si él notaría inmediatamente la diferencia, pero lo haría tarde o temprano. Esto era algo que la satisfacía. El día anterior había pasado varias horas descargando material pornográfico y sitios web de contenido neonazi, así como un pavoroso rock satánico. Cuando consideró que el ordenador tenía suficientes elementos incriminatorios, usó uno de los archivos de texto para redactar a medias una carta airada que empezaba con «Querido papá hijoputa» y luego decía que nunca tendría que haber mentido a la policía para salvarlo del asesinato de su madre, y que ahora se disponía a rectificar el mayor error de su vida. Su única misión en la vida era hacerle pagar por la muerte de su madre. La investigación de Scott sobre la historia familiar de O'Connell le había proporcionado las claves.

Sally le había hecho algo más al ordenador. Había destornillado la tapa posterior y aflojado la conexión del cable principal, de modo que no arrancara. Luego había vuelto a colocar la tapa con un detalle adicional: dos gotas de cemento instantáneo que soldaron uno de los tornillos que lo sujetaban todo. O'Connell tal vez supiera cómo arreglar la máquina, pero no podría quitar la tapa. Un técnico de la policía sí podría.

Se apresuró en dejar todo tal como estaba inicialmente. Luego guardó el ordenador de O'Connell en la mochila, junto a la pistola. Miró el cronómetro. Once minutos.

«Demasiado lenta, demasiado lenta», se reprochó mientras se echaba la mochila al hombro. Pudo sentir el peso del arma contra su espalda. Tomó aliento. Debía marcharse ya mismo.

El móvil que descansaba en el asiento sonó. Scott no confiaba en recibir esta llamada, pero la consideraba muy posible, así que estaba preparado cuando oyó la voz al otro extremo.

– Eh, ¿señor Jones?

El padre de O'Connell parecía acalorado.

– Soy Smith -respondió Scott.

– Sí, vale. Señor Smith. Bien. Eh, soy…

– Sé quién es, señor O'Connell.

– Pues vaya si no tenía usted razón. Acabo de recibir una llamada de mi hijo, como usted dijo. Viene para acá ahora.

– ¿Ahora?

– Sí. Son unas dos horas en coche desde Boston, pero él conduce rápido, así que tal vez un poco menos.

– Ya me encargo. Gracias.

– El chico gritaba algo sobre una tía. Parecía muy molesto. Casi enloquecido. ¿Esto tiene algo que ver con una tía, señor Jones?

– No. Tiene que ver con dinero. Una deuda.

– Pues no es eso lo que él piensa.

– Lo que él piense es irrelevante para nuestro negocio, señor O'Connell. ¿Entiende?

– Sí. Supongo que sí. ¿Qué debo hacer?

Scott no vaciló. Esperaba esta pregunta.

– Espérelo ahí y escuche lo que él tenga que decir, sea lo que sea.

– ¿Qué van a hacer ustedes?

– Tomaremos las medidas oportunas, señor O'Connell. Y usted recibirá su recompensa.

– ¿Qué hago si decide largarse?

A Scott se le secó la garganta y sintió un espasmo en el pecho.

– Déjelo ir.

Hope tomaba un café solo mientras esperaba a Sally. El sabor amargo le quemaba la lengua.

Había aparcado en un pequeño centro comercial, a unos cien metros de un supermercado.

Había bastante movimiento, pero ella estaba suficientemente apartada.

Cuando divisó a Sally en su coche alquilado avanzando despacio por las calles del aparcamiento, dejó el vaso de café en el posavasos y bajó la ventanilla para hacerle una breve señal. Esperó a que aparcara dos calles más allá y luego se dirigió hacia ella. Sally miraba nerviosa alrededor y parecía pálida.

– No puedo permitir que tú te encargues de esto… -le soltó sin más-. Debería hacerlo yo…

– Ya lo hemos decidido así -replicó Hope-. Y el plan ya está en marcha. Hacer un cambio ahora podría estropearlo todo.

– Es que no puedo -insistió Sally.

Hope tomó aire. Su compañera le estaba dando una oportunidad, pensó. Podía retirarse, negarse a seguir, dar un paso atrás y preguntarse: «¿En qué demonios me estoy metiendo?»

– Puedes. Y lo harás -dijo Hope-. Es el único modo de salvar a Ashley y probablemente de salvarnos todos. Cada uno debe cumplir con su cometido. Tú misma diseñaste el plan y distribuiste las tareas.

– ¿No tienes miedo?

– No.

– Deberíamos dejarlo ahora mismo -se obstinó Sally-. Creo que nos hemos vuelto locos.

«Sí, probablemente», pensó Hope.

– Si no lo hacemos y luego a Ashley le sucede lo peor, nunca nos lo perdonaremos. Creo que podré perdonarme por lo que estoy a punto de hacer, pero nunca me perdonaría si algo terrible le sucede a Ashley por culpa de mi cobardía. -Tomó aire-. Si nosotros no actuamos y él lo hace, nunca volveremos a tener paz.

– Lo sé -dijo Sally, sacudiendo la cabeza.

– ¿El arma está en la mochila?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo tenemos? -preguntó Hope.

Sally miró su cronómetro.

– Creo que estás a unos quince minutos de él -informó-. Scott debe de estar ya en su posición.

Hope sonrió y sacudió la cabeza.

– ¿Sabes? Cuando era pequeña jugué muchos partidos contrarreloj. El tiempo es siempre un factor crucial. Bien, he de irme ahora mismo. Si vamos a jugar este partido, perderlo por llegar con retraso sería imperdonable. Márchate, Sally. Haz tu parte y yo haré la mía, y tal vez al final del día todo habrá salido bien.

Sally podía haber replicado muchas cosas, pero no lo hizo. Extendió la mano y apretó la de Hope, tratando de reprimir las lágrimas. Hope sonrió.

– Vamos allá -dijo-. No hay tiempo. Se acabó la cháchara. Es hora de pasar a la acción.

Sally asintió y vio cómo Hope se alejaba con la mochila, subía a su coche, saludaba y salía del aparcamiento.

Sólo había medio kilómetro hasta la entrada de la interestatal. Hope tenía que pisar el acelerador para cubrir la diferencia de tiempo que había entre ella y Michael O'Connell. Decidió no mirar por el retrovisor hasta alejarse del centro comercial, porque no quería ver a Sally sola y triste allí detrás.

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