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A

Se vio a sí misma esperando.

Se vio entrar.

Se vio ante el hombre al que habían elegido matar.

Siguió conduciendo hacia el este, deseando poder comportarse como si ese viaje no se saliera de la rutina cotidiana.

A media tarde, Sally había llegado a Boston y aparcó frente al edificio de Michael O'Connell, desde donde podía ver la entrada. Llevaba la llave que le había dado Hope.

Permaneció sentada al volante, tratando de parecer lo menos sospechosa posible, pero no podía dejar de pensar que todo el mundo en la manzana la había visto ya, había memorizado su rostro y anotado su matrícula. Eran miedos infundados, pero estaban allí, rondándole la mente, amenazando con apoderarse de sus actos y emociones. Sally hacía todo lo posible por dominarlos.

Deseó tener la cómoda familiaridad de O'Connell con la oscuridad. La ayudaría (y a Scott y Hope también) a cumplir con su objetivo.

Una vez más, meneó la cabeza. Su único acto de rebelión, de salirse de las estructuras rutinarias de la sociedad, había sido su relación con Hope. Tuvo ganas de reírse de sí misma. Una abogada madura de clase media, insegura de su relación con su compañera, no era precisamente una outsider.

Y desde luego no era una asesina.

Cogió su hoja de instrucciones y trató de imaginar dónde estaban los otros. Hope la estaría esperando; Scott, en su puesto; Ashley, en casa con Catherine. Y Michael O'Connell estaría en su apartamento… o eso esperaba.

«¿Qué te hizo pensar que podrías planear esto y que saldría bien?», se preguntó de repente.

«Esto.» No era una buena definición. «Llámalo por lo que es: un asesinato premeditado. Asesinato en primer grado. En algunos estados te enviaría a la silla eléctrica o la cámara de gas.» Incluso con circunstancias atenuantes, su pena oscilaba entre veinticinco años y cadena perpetua.

«No para Ashley», pensó. Su hija permanecería a salvo.

Y entonces, con la misma brusquedad, tomó conciencia de lo que había en juego. Si fracasaban, la vida de todos ellos quedaría arruinada. Excepto la de O'Connell. La suya continuaría como antes, y habría poco que se interpusiera en su persecución de Ashley o, si lo elegía, de alguna otra Ashley.

No quedaría nadie para defenderla. «Haz que salga bien.»

Alzó la cabeza y vio que las sombras empezaban a arrastrarse por los tejados de los edificios, y se dijo: «No puedes fallar.»

Cogió el móvil y sintió un arrebato de excitación, pero se dominó hasta que oyó la familiar voz.

– ¿Michael?

Él inspiró bruscamente.

– Hola, Ashley.

– Hola, Michael.

Hubo un breve silencio. Ella aprovechó el momento para repasar los papeles que su madre le había preparado. Un guión, con las frases clave subrayadas tres veces. Pero las páginas se le aparecían borrosas, confusas. Por su parte, él se meció en su asiento. Aquella llamada era maravillosa. Significaba que estaba ganando. Apenas pudo contener la sonrisa que ensanchó su cara. Su pierna derecha empezó a agitarse, como para marcar un ritmo.

– Es maravilloso oír tu voz -dijo al fin-. Parece que cierta gente está intentando separarnos, pero eso nunca sucederá. No lo permitiré. -Soltó una risita-. No les sirve de nada tratar de esconderte. Lo has visto, ¿verdad? No hay ningún sitio donde no pueda encontrarte.

Ashley cerró los ojos. Aquellas palabras eran como agujas en su piel.

– Michael -dijo-, te he pedido una y otra vez que me dejes en paz. Lo he intentado todo para que entiendas que nunca vamos a estar juntos. No quiero que insistas más. -Todo aquello ya lo había dicho antes, sin ningún resultado. No esperaba que cambiara esta vez. Michael O'Connell vivía en un mundo de locura, y nada iba a cambiarlo.

– Sé que no lo dices en serio -contestó él con súbita frialdad-. Sé que te obligan a decirlo. Toda esa gente quiere que seas lo que no eres, y te dictan todo lo que dices. Por eso no hago caso.

Ashley dio un respingo al oír «te dictan». ¿Y si de algún modo él lo había adivinado todo?

– No, Michael, te equivocas. No es así. Te has equivocado desde el principio. Yo no te quiero.

– Es el destino, Ashley. Nos ha unido para siempre.

– ¿Cómo puedes creer eso?

– Tú no entiendes el amor. El verdadero amor. El amor no termina nunca -explicó fríamente, dejando que cada palabra resonara en la línea telefónica-. El amor nunca para. El amor nunca se va. Siempre está dentro. Deberías saberlo. Te consideras una artista pero no comprendes lo más sencillo. ¿Qué pasa contigo, Ashley?

– Conmigo no pasa nada -repuso ella bruscamente.

– Sí, sí que pasa. -O'Connell se meció en su silla-. A veces creo que estás realmente enferma. Alguien que no puede comprender la verdad, que se niega a escuchar su corazón, tiene que estar enfermo. Pero no deberías preocuparte, Ashley, porque puedo arreglarlo. Voy a estar a tu lado para lo que necesites. No importa lo que ocurra, no importa qué cosas malas sucedan, siempre estaré a tu lado.

Ashley sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Se sintió completamente indefensa.

– Por favor, Michael…

– No tengas miedo de nada -dijo él, con una oscura furia subyacente a las palabras-. Yo te protegeré.

Ella pensó que todo lo que decía significaba exactamente lo contrario. Proteger significaba lastimar. No tener miedo significaba tener miedo de todo.

La desesperanza casi pudo con ella. Sintió una oleada de náusea y un súbito calor en la frente. Cerró los ojos y se apoyó contra la pared, como para impedir que la habitación diera vueltas a su alrededor. «Dios mío -pensó-, esto no acabará nunca.»

Ashley abrió los ojos y miró con desesperación a Catherine, quien sólo podía oír una mitad de la conversación, pero sabía que estaba saliendo mal. Señaló con insistencia el guión con el dedo índice.

«¡Dilo! ¡Dilo!», articuló con los labios.

Ashley se enjugó las lágrimas y respiró hondo. No sabía qué estaba poniendo en marcha, pero sí que se trataba de algo horrible.

– Michael -dijo por fin-. Lo he intentado, de veras que sí. He intentado decir que no de todas las maneras posibles. No sé por qué no lo aceptas. De verdad que no lo sé. Dentro de ti hay algo que nunca comprenderé. Así que voy a hablar con la única persona que tal vez pueda hacerte entrar en razones. Alguien que podrá explicarme cómo he de decírtelo para que lo comprendas. Alguien que sabrá qué he de hacer para que no me molestes más. Alguien que me ayudará a librarme de ti.

Todo lo que decía estaba diseñado para provocar la expectativa y la ira de O'Connell.

Él no respondió, y Ashley pensó que tal vez por primera vez estaba escuchándola.

– Sólo hay una persona en el mundo a la que creo que temes. Así que voy a verlo esta noche.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó O'Connell bruscamente-. ¿De quién estás hablando? ¿Alguien que pueda ayudarte? Nadie puede ayudarte, Ashley. Nadie excepto yo.

– Te equivocas. Hay un hombre.

– ¿Quién? -El grito de O'Connell resonó a través de la línea.

– ¿Sabes dónde estoy, Michael?

– No.

– Estoy cerca de tu casa. No tu apartamento, sino el hogar donde creciste. Estoy a punto de ver a tu padre. -Ashley mintió tan fríamente como pudo-. Él podrá ayudarme.

Entonces colgó. Y cuando al punto el móvil empezó a sonar, lo ignoró.

Sally sintió una corriente eléctrica por todo el cuerpo. Michael O'Connell había salido precipitadamente del edificio. Recorrió la acera casi al trote. Sally cogió el cronómetro que había llevado. Lo pulsó cuando vio a O'Connell subir a su propio coche y arrancar de estampida, haciendo chirriar los neumáticos, a unos veinte metros de ella.

Cogió el móvil.

– Va de camino -dijo cuando Scott contestó, y colgó.

Scott pondría en marcha su propio cronómetro.

Sally no podía vacilar. Disponía de muy poco tiempo. Cogió la mochila, se apeó y cruzó la calle hacia el apartamento de O'Connell. Mantuvo la cabeza gacha, y el gorro de lana lo más baja posible. Iba vestida con ropas del Ejército de Salvación: vaqueros gastados y una cazadora de hombre. Llevaba guantes de cuero sobre un ceñido par de guantes de látex.

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