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Los oídos le zumbaban y cada sonido parecía lejano, como un eco en un desfiladero. Se evaluó el corazón, los pulmones y la mente, tratando de ver qué funcionaba todavía y qué estaba paralizado por el miedo.

La señora Abramowicz abrió un poco más la puerta y asomó la cabeza al pasillo.

– Falsa alarma, querida -suspiró-. ¿Has averiguado qué les pasó a mis gatos?

Hope inhaló hondo para calmarse.

– No -mintió-. Ni rastro de ellos. -Vio decepción en los ojos de la anciana-. Creo que debería marcharme ya -añadió, y se guardó la llave del apartamento de O'Connell en el bolsillo de la chaqueta mientras se volvía rápidamente hacia las escaleras. Esperar el ascensor requeriría una sangre fría que ya no tenía.

Hope bajó corriendo, con un nudo en la boca del estómago. Necesitaba salir de allí. De pronto vio una silueta en el portal, acechando en la oscuridad ante ella. Casi se quedó petrificada de terror, pero eran dos inquilinos que entraban. Pasó entre ellos, salió a la fría noche y agradeció la oscuridad.

– ¡Eh! -protestó uno de ellos, pero ella prosiguió sin mirar atrás.

Casi tropezó al bajar los escalones y finalmente se dirigió a su coche, las llaves temblándole en las manos. Subió bruscamente y una voz interior le gritó: «¡Huye! ¡Escapa ahora!» Estaba a punto de arrancar cuando de nuevo se quedó petrificada.

Michael O'Connell venía por la acera opuesta.

Lo observó detenerse ante el edificio, sacar las llaves del bolsillo y, sin mirar en su dirección, subir los escalones y entrar. Hope esperó y unos instantes después vio encenderse las luces en el apartamento.

Temió que de algún modo él supiera que ella había estado allí. Que hubiera movido algo, dejado alguna cosa fuera de su sitio. Puso el coche en marcha y sin mirar atrás condujo hasta la esquina, luego giró y continuó por una amplia calle a lo largo de varias manzanas, hasta que vio un sitio a la izquierda donde aparcar. Lo hizo y pensó: «¿Cuánto ha sido? ¿Tres minutos? ¿Cuatro? ¿Cinco?» ¿Cuántos minutos habían transcurrido entre su salida y el regreso de O'Connell?

El estómago se le tensó, y la náusea del miedo finalmente la venció. Abrió la puerta y vomitó en la acera todo el té Earl Grey de la señora Abramowicz.

Scott empezó temprano a la mañana siguiente. Se despertó en su hotel barato antes del amanecer, y condujo bajo la mortecina luz de noviembre hasta un lugar frente a la casa donde había crecido Michael O'Connell. Apagó el motor y permaneció en el coche, esperando, sintiendo los primeros atisbos del invierno colarse en el interior. Era una calle triste, un poco mejor que un camping de caravanas, pero no demasiado. Todas las casas ofrecían un aspecto paupérrimo y necesitaban reparación. La pintura se desconchaba y los canalillos se habían soltado de los tejados, había juguetes rotos, coches abandonados y vehículos para la nieve desmantelados ensuciando más de un patio. Las puertas mosquiteras se agitaban con el viento. Más de una ventana estaba remendada con láminas de plástico grueso. Parecía un lugar dejado de la mano de Dios. Un sitio para whisky barato y latas de cerveza, billetes de lotería y sueños moteros, tatuajes y borracheras de sábado por la noche.

Los adolescentes se preocupaban probablemente por los embarazos y el hockey a partes iguales, y las personas mayores se consumirían preguntándose si sus pequeñas pensiones los salvarían de la beneficencia. Era uno de los lugares menos acogedores que había visto Scott.

Como en el instituto la tarde anterior, se sabía completamente fuera de lugar.

Permaneció en el coche, viendo la corriente matutina de niños hacia los autobuses escolares y hombres y mujeres al trabajo con la fiambrera bajo el brazo. Cuando las cosas se calmaron, se apeó. Tenía un fajo de billetes de veinte dólares en el bolsillo y calculó que iba a gastar unos pocos esa mañana.

Volviendo la espalda a la casa de O'Connell, Scott se dirigió a la de enfrente.

Llamó con los nudillos e ignoró los frenéticos ladridos de un perro. Tras unos segundos, una voz de mujer le ordenó al perro que se callase, y la puerta se abrió.

– ¿Sí? -Tenía más de treinta años y un cigarrillo le colgaba de los labios; vestía una bata rosa con el logotipo de unos grandes almacenes. En una mano sujetaba una taza de café y con la otra retenía al perro por el collar-. Lo siento -dijo-. Es muy bueno, pero se asusta de la gente y les salta encima. Mi marido me dice que tengo que adiestrarlo mejor, pero… -Se encogió de hombros.

– No importa -dijo Scott, hablando a través de la mosquitera exterior.

– ¿En qué puedo ayudarle?

– Pertenezco al departamento de libertad condicional de Massachusetts. Estamos haciendo una comprobación previa a la sentencia sobre alguien acusado por primera vez. Un tal Michael O'Connell. Solía vivir aquí. ¿Lo conoció usted?

La mujer asintió.

– Un poco. No lo he visto desde hace un par de años. ¿Qué ha hecho?

Scott lo pensó un segundo antes de contestar.

– Es una acusación por robo.

– Ha robado algo, ¿eh?

«Exacto», pensó Scott, y dijo:

– Eso parece.

La mujer hizo una mueca.

– Y lo han pillado por tonto, ¿eh? Siempre pensé que haría algo más inteligente.

– Un tipo listo, ¿eh?

– Se hacía el listo. No estoy segura de que lo sea.

Él sonrió.

– En realidad lo que nos interesa es su historial. Todavía tengo que entrevistar a su padre, pero, ya sabe, a veces los vecinos…

La mujer asintió vigorosamente.

– No sé gran cosa. Sólo llevamos aquí un par de años. Pero el viejo… bueno, lleva aquí desde la Edad de Piedra. Y no es demasiado popular.

– ¿Cómo es eso?

– Vive de una pensión. Trabajaba en el astillero de Portsmouth. Tuvo un accidente hará unos diez años. Dice que se lastimó la espalda. Recibe tres cheques todos los meses: de la compañía, del estado y de los federales también. Pero, para ser un tipo incapacitado, parece en buena forma. Hace chapuzas arreglando tejados. Mi marido dice que cobra en negro. Siempre supuse que algún tipo de Hacienda acabaría por aparecer haciendo preguntas.

– ¿Sólo por eso tiene mala fama?

– Es un borracho cabrón. Y cuando se emborracha, arma jaleo. Grita a viva voz en mitad de la noche, aunque no tiene a nadie a quien gritarle. A veces sale y dispara una escopeta que guarda en esa leonera que llama casa. Hay chiquillos cerca, pero no le importa. Una vez le pegó un tiro al perro de unos vecinos. No al mío, por suerte. Disparó sin ningún motivo, sólo porque podía. Es un mal bicho.

– ¿Y el hijo?

– A ése apenas lo conocí. Pero ya sabe, de tal palo tal astilla.

– ¿Qué hay de la madre?

– Murió hará unos ocho o diez años. Yo no la conocí. Fue un accidente, o eso dicen. Algunos piensan que se quitó la vida. Otros le echan la culpa al viejo. La policía lo investigó a fondo, pero luego la cosa se enfrió. Tal vez haya algo en los periódicos de entonces, no lo sé. Sucedió antes de que yo llegara aquí.

El perro ladró una vez más, y Scott retrocedió.

– Gracias por su ayuda -dijo-. Y, por favor, que esto sea confidencial. Si la gente empieza a hablar, puede estropear nuestra investigación…

– Ah, claro -dijo la mujer. Empujó al perro con el pie, y le dio una calada al cigarrillo-. Oiga, ¿no pueden ustedes meter al viejo entre rejas junto con el hijo? Seguro que la vida sería más tranquila por aquí.

Scott pasó el resto de la mañana en el barrio, fingiendo ser distintos investigadores. Sólo una vez le pidieron que se identificara, pero se libró de esa entrevista rápidamente. No descubrió gran cosa. Parecía que la familia O'Connell era anterior a la mayoría de los actuales habitantes, y la mala impresión que había causado limitaba su contacto con los vecinos. Su falta de popularidad ayudó a Scott en un sentido: la gente estaba dispuesta a hablar. Pero sus palabras simplemente reforzaban lo que Scott ya había oído, o suponía.

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