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Lo sopesó en la mano, se dio la vuelta y adoptó la posición de tiro apuntando a la cama. Lentamente, con un ojo cerrado, giró, encañonando la ventana. «Vacía el tambor -se recordó-. Apunta al pecho y que no te tiemble el pulso.»

Temía parecer ridícula.

«Él no se estará quieto», pensó. Podría abalanzarse sobre ella, reducir la distancia que lo separaba de la muerte. Ashley volvió a la posición de tiro, separando los pies y agachándose unos centímetros. Midió mentalmente. ¿Qué altura tenía O'Connell? ¿Qué fuerza tenía? ¿Con qué rapidez podía moverse? ¿Suplicaría por su vida? ¿Prometería dejarla en paz? «Dispárale en el maldito corazón, si es que lo tiene», se dijo.

– Bang -susurró-. Bang. Bang. Bang. Bang. Bang. -Bajó el revólver-. Estás muerto y yo estoy viva. Y mi vida continúa -musitó-. No importa lo desgraciada que sea, siempre será mejor que esto.

Todavía con el arma en la mano, se acercó a la ventana. Oculta tras la cortina, escrutó la calle arriba y abajo. Era poco más del amanecer y una débil luz revelaba lentamente los contornos y formas de la manzana. «Un día gélido», pensó. Habría escarcha en los jardines. Demasiado frío para que O'Connell hubiera pasado la noche allí fuera, vigilando.

Volvió a guardar el revólver en la mochila. Luego se puso medias, un jersey de cuello alto negro, una sudadera con capucha y unas zapatillas de deporte. En los siguientes días no tendría muchos momentos para estar a solas, pero ése no lo desaprovecharía. Mientras salía de puntillas de la habitación, no le agradó dejar el arma. Pero no podía correr con un revólver en la cintura, pensó. Demasiado pesado. Demasiado absurdo.

Una ola de frío polar asolaba Vermont. Cerró en silencio la puerta principal, se puso un gorro y echó a trotar calle arriba, deseando alejarse de la casa antes de que nadie advirtiese su ausencia. Fuera cual fuese el riesgo, rápidamente lo desechó de su mente y aceleró el paso, obligando a su sangre a calentarle el cuerpo.

Corrió con ganas, de un modo que parecía estimular sus pensamientos. Dejó que el sonido de sus zancadas convirtiera su furia en una especie de liberación poética. Estaba tan harta de verse constreñida por su familia y sus temores que estaba dispuesta a asumir cualquier riesgo. «Naturalmente -se dijo-, no seas tan estúpida como para ponérselo fácil.» Así que corrió siguiendo un rumbo errático, en zigzag. Lo que quería, pensó, era comportarse con osadía, sentirse libre.

Tres kilómetros se convirtieron en cuatro, luego en cinco, y el titubeante amanecer se disolvió en una mañana normal que sin duda la protegería con su realidad cotidiana. El viento ya no era frío y el sudor le corría por cuello y espalda. Cuando dio la vuelta para regresar a casa estaba cansada, pero no lo suficiente para reducir el ritmo. Un calor inquieto la escaldaba por dentro. Escrutó el camino y de repente vio movimiento. Casi la abrumó la sensación de que ya no estaba sola. Sacudió la cabeza y siguió avanzando.

A ocho manzanas de su casa, un coche se acercó peligrosamente. Ashley jadeó y quiso gritarle alguna imprecación, pero siguió corriendo.

A seis manzanas, una voz gritó un nombre cuando ella pasaba. No supo si era el suyo y no se volvió a mirar, pero apretó el paso.

A cuatro manzanas, un claxon sonó muy cerca, dándole un buen susto y haciéndola acelerar la marcha.

A dos manzanas, unos neumáticos chirriaron tras ella. Jadeó y, sin volverse a mirar, saltó de la calzada a la irregular acera, rota por las raíces de los árboles. La acera parecía tirarle de los talones, y sus pies se quejaban. Corrió más rápido. Quiso cerrar los ojos y dejar de oír todos los sonidos. Como era imposible, empezó a tararear para sí. Mantuvo la mirada al frente, sin volverse en ninguna dirección, como un caballo de carreras con anteojeras, corriendo tan rápido como podía hacia su casa. Cruzó un lecho de flores y atravesó el césped y casi chocó contra la puerta principal. Entonces se detuvo jadeando y se volvió muy despacio.

Escudriñó la calle arriba y abajo. Un hombre sacaba su coche marcha atrás por el camino de acceso. Unos niños sobrecargados de mochilas reían camino de la parada del autobús escolar. Una mujer con un largo abrigo verde sobre la bata salía a recoger el periódico.

Ni rastro de O'Connell. Al menos en ningún lugar visible.

Echó la cabeza atrás y respiró hondo. Se embebió de la normalidad matutina y tuvo que contener un sollozo. En ese momento comprendió que O'Connell ya no necesitaba estar presente para seguir perturbando su vida.

Un poco más abajo de la calle, Michael O'Connell se regocijó con la visión de una Ashley vacilante en el porche de su madre. Sorbía un vaso de café, agazapado al volante de su coche. Si ella supiera dónde mirar podría verlo, pero no se molestaba en ocultarse. Simplemente esperaba.

Había considerado salirle al paso mientras corría, pero se lo había pensado mejor. Ella se habría llevado un susto de muerte y habría huido sin atender a razones. Además, conocía las calles laterales y patios traseros del barrio, y por rápido que fuera él, no la habría alcanzado. Y, aún peor, ella habría gritado, llamado la atención de los vecinos, y alguien hubiese llamado a la policía. Eso hubiera sido una catástrofe. Lo que menos quería era tener que dar explicaciones a un poli desconfiado.

Tenía que encontrar el momento adecuado. No éste, en la calle donde ella había crecido. Aquel entorno simbolizaba su pasado. Él era su futuro.

Era más prudente contentarse con su visión. Le gustaban particularmente sus piernas. Eran largas y esbeltas, y deseó haberles prestado más atención aquella única noche que yacieron juntos. Con todo, las imaginó desnudas, tersas y bien torneadas, lo que lo excitó súbitamente. Deseó que Ashley se quitara el gorro para verle el pelo, y cuando ella lo hizo, sonrió y se preguntó si entre ellos funcionaría la telepatía. Eso le bastó para confirmar el nexo indisoluble que los unía.

Michael O'Connell rió en voz alta.

Podía mirar a Ashley desde lejos y absorber el calor de su cuerpo, como si ella lo llenara de energía. Incapaz de quedarse sentado más tiempo, abrió la puerta.

A poca distancia, Ashley se dio la vuelta en ese mismo momento y sin verlo, sumida en su propia desesperación, entró en la casa.

O'Connell se incorporó junto al coche y contempló el porche vacío. En su imaginación, todavía podía verla.

«Llévatela», se dijo, y le pareció sencillo. Sonrió. Era sólo cuestión de tenerla a solas. No a solas exactamente, pensó, sino sola en su mundo, no en el de ella. «Soy invisible», pensó mientras volvía a meterse en el coche y lo ponía en marcha.

En eso se equivocaba. Desde la ventana del dormitorio de arriba, Sally estaba observando. Se sujetó al marco de la ventana, los nudillos blancos. Era la primera vez que veía en persona a Michael O'Connell. Cuando lo divisó al volante de aquel coche, trató de decirse que no era él, pero, al mismo tiempo, supo que sí lo era. No podía ser otro. Estaba tan cerca como siempre, justo más allá de su alcance, siguiendo cada paso de Ashley. Incluso cuando ella no podía verlo, estaba allí. Sally se sintió mareada, enfurecida y casi abrumada por la ansiedad. «El amor es odio -pensó-. El amor es malo. El amor es un error.»

Vio el coche desaparecer calle abajo.

«El amor es muerte», pensó finalmente.

Respirando con dificultad, se apartó de la ventana. Decidió no decirle a nadie que había visto a O'Connell en su calle, a sólo unos metros de la puerta, espiando a Ashley. Todos montarían en cólera, pensó. Y las personas coléricas se comportan erráticamente. «Tenemos que estar tranquilos. Mostrarnos inteligentes y organizados. Poner manos a la obra. Poner manos a la obra. Poner manos a la obra.» Cogió la libreta de sus anotaciones. Notas para preparar un asesinato. Sin embargo, cuando cogió el bolígrafo, su mano apenas temblaba.

A última hora de la tarde, Sally salió a comprar los artículos que consideraba esenciales para su tarea. No volvió hasta casi el anochecer. Subió a ver Ashley, que parecía extrañamente aburrida, tendida en su cama leyendo, luego se preguntó dónde estaría Hope y oyó a Catherine en la cocina. Finalmente telefoneó a Scott.

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