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– Tenemos que seguir el plan. Sea cual sea.

– ¿Cuándo ha funcionado un plan elaborado por mis padres? -repuso Ashley, aunque advirtió que sonaba como una quinceañera petulante.

– Eso no lo sé, pero Hope suele hacer exactamente lo que dice que va a hacer. Es sólida como una roca.

Ashley asintió.

– Firme como un ladrillo -dijo-. Después del divorcio, mi padre solía ponerme esa canción de Jethro Tull en su aparato de música y bailábamos por todo el salón. Era difícil encontrar cosas comunes, así que empezaba a ponerme todo el rock and roll de los sesenta que tenía. Rolling Stones, Grateful Dead, los Who, Janis Joplin. Me enseñó el baile drug, el watusi y el freddy. -Miró por la ventana, sin saber que su padre había recordado lo mismo días antes-. Me pregunto si él y yo volveremos a bailar alguna vez. Siempre pensé que lo haríamos cuando me casara, delante de todos los invitados. Me sacaría y daríamos unas vueltas por la pista y todo el mundo aplaudiría. Yo con un largo vestido blanco, él con esmoquin. Cuando era pequeña lo único que quería era enamorarme. No una relación triste y enojosa como la de mis padres, sino algo más parecido a Hope y mi madre, excepto que sería un chico guapo, guapo de verdad. Y cuando le contaba esto a Hope, ¿sabes?, siempre me decía que sería magnífico. Nos reíamos e imaginábamos vestidos de novia y flores y todas esas cosas de chicas. -Dio un paso atrás-. Y mira, el primer hombre que me dice en serio que me ama, resulta una pesadilla.

– La vida es extraña -dijo Catherine-. Tenemos que confiar en que sepan lo que hacen.

– ¿Crees que lo saben? -Ashley empuñó el revólver y dijo-: Si tengo la oportunidad… -Entonces apuntó a la lista-. Muy bien. Acto primero, escena primera. Entran por la derecha Ashley y Catherine. ¿Cuál es nuestra, primera intervención?

Catherine miró su lista.

– Lo primero es lo más difícil. Tenemos que asegurarnos de que O'Connell no está aquí. Supongo que daremos un paseo para comprobarlo.

– ¿Y luego qué?

La anciana miró el papel.

– Luego viene tu gran momento. Tu madre ha subrayado tres veces el párrafo. ¿Preparada?

Ashley no contestó. No estaba segura.

Se pusieron los abrigos y salieron por la puerta principal. Se detuvieron en el escalón superior, escrutando la manzana arriba y abajo. Todo estaba tranquilo, como de costumbre. Ashley mantuvo empuñado el revólver, oculto en el bolsillo del abrigo, frotando nerviosamente el dedo índice contra la guarda del gatillo. Le sorprendía la manera en que su miedo hacia O'Connell la hacía ver el mundo como un lugar lleno de amenazas. La calle donde había pasado gran parte de su infancia jugando debería haberle resultado tan familiar como el dormitorio del piso de arriba. Pero no. O'Connell había conseguido convertirla en un algo diferente. Aquel malnacido había destruido su mundo: sus estudios, su apartamento en Boston, su empleo, y ahora el lugar donde había crecido. Se preguntó si él sabía realmente cuánta maldad había en su conducta.

Tocó el cañón del arma. «Mátalo. Porque te está matando», se dijo.

Sin dejar de escrutarlo todo, ambas echaron a andar lentamente por la acera. Ashley quería obligarlo a mostrarse, si es que estaba allí. A media manzana, a pesar de la lluvia, se quitó el gorro de lana. Sacudió la cabeza, dejando que el pelo le cayera sobre los hombros antes de volver a encasquetárselo. Por primera vez en meses, quiso resultar irresistible.

– Sigue andando -dijo Catherine-. Si está aquí, se dejará ver.

Prosiguieron y detrás oyeron un coche ponerse en marcha. Ashley tanteó el gatillo del arma y se preparó, con el corazón palpitando. Contuvo la respiración cuando el sonido aumentó.

Cuando le pareció que el coche las alcanzaba, giró bruscamente, sacando el arma y separando los pies, adoptando la postura que había practicado en su habitación. Su pulgar resbaló sobre el seguro y luego sobre el percutor. Exhaló bruscamente, casi un gruñido del esfuerzo, y luego un silbido de tensión.

El coche, con un hombre de mediana edad al volante, pasó de largo. El conductor ni siquiera la vio: iba buscando alguna dirección al otro lado de la calle.

Ashley gruñó, pero Catherine mantuvo la calma.

– Guarda el arma -dijo tranquilamente-. Antes de que te vea algún ama de casa.

– ¿Dónde demonios está?

Catherine no respondió.

Las dos continuaron caminando despacio. Ashley se sentía tranquila, decidida a acabar con todo de una vez. «¿Es esto lo que se siente al estar preparada para matar a alguien?» Pero el verdadero O'Connell, al contrario que el O'Connell fantasmal que la acechaba a sol y sombra, no se veía por ninguna parte.

Cuando giraron para volver a la casa, Catherine murmuró:

– Muy bien, no está aquí. ¿Estás preparada para dar el siguiente paso?

Ashley dudaba que pudiera saber la respuesta a eso hasta que lo intentaran.

Michael O'Connell estaba en su mesa, la habitación a oscuras, bañado por el brillo de la pantalla del ordenador. Trabajaba en una pequeña sorpresa para la familia de Ashley. En calzoncillos, el pelo hacia atrás después de una ducha, tecleaba al compás de la música tecno que sonaba por los altavoces. Las canciones que escuchaba eran rápidas, casi desquiciadas.

Le regocijaba haber usado parte del dinero que le había dado el patético padre de Ashley para reponer el ordenador que había destrozado Murphy. Y ahora se aplicaba a fondo en una serie de trucos electrónicos que iban a crear problemas importantes a aquellos cretinos.

Lo primero era un anónimo a Hacienda denunciando que Sally exigía el pago de sus honorarios mitad en cheque y mitad en negro. «Lo que más odian los inspectores de Hacienda -pensó- es que alguien intente esconder ingresos sustanciosos.» Se mostrarían implacables cuando revisaran su contabilidad.

Esto le hizo reír.

Lo segundo era otro anónimo a las oficinas de Nueva Inglaterra de la Agencia Federal Antidroga alegando que Catherine cultivaba grandes cantidades de marihuana en su granja, en un invernadero oculto dentro del granero. Esperaba que eso fuera suficiente para que un juez expidiera una orden de registro. Y aunque no encontraran nada, como en el fondo sabía que ocurriría, sospechaba que la nerviosa mano de la DEA estropearía sus preciosas antigüedades y recuerdos. Pudo imaginar la casa hecha un estropicio.

Lo tercero era una sorpresa especial para Scott. Navegando por la red con la clave «Histprof» había descubierto una página web danesa que ofrecía la pornografía más virulenta con niños y preadolescentes en todo tipo de poses. El siguiente paso era conseguir un número falso de tarjeta de crédito y hacer que enviaran una selección de fotografías a casa de Scott. Luego sería muy sencillo darle el soplo a la policía local. De hecho, pensó, tal vez ni siquiera tendría que hacerlo. La policía probablemente recibiría una llamada del servicio de Aduanas, que se mostraba muy celoso con ese tipo de importaciones.

Rió para sí al imaginar las explicaciones que la familia de Ashley tendría que dar cuando se encontrara inmersa en todo ese lío, sentados ante una mesa en una sala de interrogatorios delante de un agente de la DEA o del fisco, o de un oficial de policía que no sentiría más que desprecio por esa clase de gente.

Ellos podrían intentar culparlo a él, pero lo dudaba. Sin embargo, no podía estar seguro, y eso lo refrenaba. Sabía que pulsar las teclas adecuadas en sus tres entradas dejaría una huella electrónica que podría conducir a su propio ordenador. Lo que necesitaba hacer, pensó, era colarse en la casa de Scott una mañana mientras estaba dando clases y enviar la petición a Dinamarca desde su ordenador. También era importante crear una ruta electrónica ilocalizable para las otras denuncias. Suspiró. Eso requeriría ir al sur de Vermont y al este de Massachusetts. Inventar identidades falsas no era un problema. Y podía mandar las denuncias desde ordenadores de cibercafés o bibliotecas locales.

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