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Scott Freeman miró alrededor y pensó en los momentos de la vida en que la soledad aparece inesperadamente.

Se había tumbado en un viejo sillón Reina Ana y contemplaba, más allá de la ventana, la oscuridad que cubría el postrero follaje de octubre. Tenía algunos trabajos que corregir, una clase que preparar, unas lecturas que hacer: University Press le había mandado ese mismo día el manuscrito de un colega para hacerle una reseña, y había al menos media docena de solicitudes de licenciados en Historia que tenía que seleccionar.

También estaba atascado en mitad de un trabajo propio, un ensayo sobre la curiosa naturaleza del combate en la guerra de la Independencia, donde un momento se teñía de un salvajismo brutal y el siguiente con una especie de caballerosidad medieval, como cuando Washington le devolvió a un general inglés su perro perdido en mitad de la batalla de Princeton.

«Demasiadas cosas que hacer», pensó. En voz alta, se dijo:

– Tienes la agenda repleta, tío.

Pero en ese momento nada importaba. Incluso sus reflexiones podrían no importar nada.

Dependía de lo que hiciera a continuación.

Apartó la mirada del atardecer y sus ojos buscaron la carta encontrada en la cómoda de Ashley. Leyó cada palabra por enésima vez y se sintió tan atrapado como cuando la descubrió. Repasó mentalmente cada palabra, cada inflexión, cada tono, y todo lo que ella le había dicho durante la llamada telefónica.

Echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Lo que tenía que hacer era ponerse en la situación de Ashley. «Conoces a tu propia hija -se dijo-. ¿Qué está pasando?»

La pregunta resonó en su imaginación.

Lo primero, insistió, era descubrir quién había escrito la carta. Entonces podría evaluar a la persona, sin entrometerse en la vida de su hija. Si era hábil, pensó, podría llegar a una conclusión sobre el individuo sin tener que implicar a nadie… o al menos sin implicar a nadie que le dijera a Ashley que estaba husmeando en su vida privada. Cuando descubriera, como esperaba, que la carta sólo era inquietante e inadecuada, podría relajarse y dejar que Ashley se librase a su manera de aquel amor no deseado y continuase con su vida. De hecho, pensó, probablemente podría conseguir todo eso sin tener que involucrar a la madre de Ashley ni a su compañera, que era lo que prefería.

La cuestión era por dónde empezar.

Una de las grandes ventajas de estudiar Historia, se recordó, está en los modelos de acción que han emprendido los grandes hombres a lo largo de los siglos. Scott sabía que en el fondo tenía una silenciosa vena romántica que amaba la idea de combatir contra todo pronóstico, de alzarse en ocasiones desesperadas. Sus preferencias cinematográficas y literarias se decantaban por esa temática. Sabía que había cierta inocencia romántica en esas historias, que contradecían la barbarie total del presente. Los historiadores son pragmáticos. «Fríos y calculadores», pensó. Decir «Narices» en Bastogne era algo que recordaban mejor los novelistas y los cineastas. Los historiadores prestaban más atención a los charcos de sangre que se congelaban en el suelo, a la desesperanza y la desesperación.

Creía haber transmitido gran parte de este loco romanticismo a Ashley, que adoraba sus narraciones y pasó muchas horas leyendo La casa de la pradera y las novelas de Jane Austen. En parte, se preguntó si todo eso no habría cimentado su carácter demasiado confiado.

Sintió una ligera acidez en la boca, como si hubiera tomado una bebida amarga. Detestaba haberle enseñado a ser confiada e independiente, y ahora, por ser ella así, él se sentía muy preocupado.

Scott sacudió la cabeza.

– Te estás adelantando -se dijo en voz alta-. No sabes nada con seguridad, y de hecho casi no sabes nada de nada… Empieza por lo simple -añadió-. Consigue un nombre.

Pero ¿cómo hacerlo sin que su hija se enterara? Tenía que entrometerse sin que lo pillaran.

Sintiéndose un poco como un criminal, subió la escalera de su pequeña casa de madera en dirección a la antigua habitación de Ashley. Haría un registro más concienzudo, a ver si encontraba algo que lo llevara más allá de la carta. Sintió una punzada de culpa cuando entró, y se preguntó por qué tenía que violar la habitación de su hija para conocerla un poco mejor.

Sally Freeman-Richards levantó la cabeza del plato y dijo con aire casual:

– ¿Sabes? Esta tarde he recibido una llamada muy rara de Scott.

Hope gruñó y tendió la mano hacia el pan integral. Ya conocía la manera en que a Sally le gustaba iniciar ciertas conversaciones, dando un rodeo. A veces pensaba que, incluso después de tantos años, Sally seguía siendo un enigma para ella; podía ser resuelta y agresiva en un tribunal, y luego, en la tranquilidad de la casa que compartían, casi tímida. Desde luego había muchas contradicciones en sus vidas. Y las contradicciones crean tensión.

– Parece preocupado… -añadió Sally.

– Preocupado por qué.

– Por Ashley.

Hope soltó el cuchillo sobre el plato.

– ¿Ashley? ¿Y eso?

Sally vaciló un momento.

– Parece que entre sus cosas encontró una carta preocupante.

– ¿Qué hacía rebuscando entre sus cosas?

Sally sonrió.

– Esa fue también mi primera pregunta. Las grandes mentes piensan igual.

– ¿Y bien?

– Bueno, en realidad no me contestó. Quería hablar de la carta.

Hope se encogió de hombros.

– Vale, ¿qué pasa con la carta?

– Bueno, ya sabes, quiero decir… Cuando estabas en el instituto o la facultad, ¿recibiste alguna vez una carta de amor, ya sabes, expresando amor y pasión eterna, entrega absoluta, declaraciones del tipo «no puedo vivir sin ti»?

– No, nunca. ¿Es eso lo que encontró?

– Sí, pero más perentorio. Una especie de requerimiento de amor.

– ¿Por qué crees que lo entendió así?

– Algo en el tono o el lenguaje, supongo.

– ¿Y qué ponía exactamente? -dijo Hope, algo exasperada ya.

Sally consideró la respuesta antes de darla, la cautela típica de una abogada.

– Parecía, no sé, una carta posesiva. Y tal vez un poco maníaca. Ya sabes, del tipo «si no puedo tenerte, no te tendrá nadie». También cabe que la imaginación de Scott se haya disparado sin fundamento real.

Hope asintió. Eligió sus palabras con cuidado.

– Probablemente tienes razón. Pero… -añadió lentamente- ¿no sería un error de juicio aún mayor subestimar una carta así?

– ¿Crees que Scott hizo bien en preocuparse?

– No he dicho eso. He dicho que ignorar algo no suele ser una respuesta adecuada.

Sally sonrió.

– Ahora pareces una consejera vocacional.

– Me dedico a eso. Así que probablemente no sea tan malo que en una ocasión como ésta hable como tal.

Sally hizo una pausa.

– No pretendía que esto fuera un motivo de discusión.

Hope asintió.

– Ya.

– A veces parece que cada vez que surge el nombre de Scott acabamos discutiendo por una cosa u otra -dijo Sally-. Incluso después de tantos años.

Hope sacudió la cabeza.

– Bien, pues no hablemos de Scott. Quiero decir, después de todo, no ha sido parte importante de nuestra relación, ¿no? Pero sigue siendo una parte importante de la vida de Ashley, así que deberíamos tratar con él en ese contexto. De todas maneras, aunque Scott y yo no nos caigamos demasiado bien, eso no significa que yo lo considere necesariamente un chalado.

– Me parece justo -respondió Sally-. Pero la carta…

– ¿Has visto a Ashley distraída o distante o algo fuera de lo habitual últimamente?

– Lo sabes tan bien como yo. La respuesta es no. ¿Tú has notado algo?

– No soy buena reconociendo tensiones emocionales en las mujeres jóvenes -dijo Hope, aunque sabía que sí lo era.

– ¿Y qué te hace pensar que yo lo soy? -repuso Sally.

Hope se encogió de hombros. Toda la conversación estaba saliendo mal, y no sabía si era culpa suya. Miró a Sally, sentada al otro lado de la mesa, y pensó que entre ellas había una tensión indefinida. Era como ver jeroglíficos tallados en piedra. Hablaban un lenguaje que debería ser claro, pero se les escapaba de las manos.

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