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Encendió varias velas, y ella parpadeó por el repentino resplandor.

– Te traje algunas cosas de tu casa. -Puso la bandeja de comida en la mesita de noche y abrió la bolsa-. Tomé ropas y una parca. El champú que estaba en la ducha. Un cepillo. Zapatos. Calcetines para conservar tus pies calientes. También tú diario… no te preocupes, no leí nada.

– Me sorprendería que lo hicieras. Eres más de fiar que eso.

– No, soy analfabeto.

Sus ojos llamearon.

– De todas formas… – su voz era tan dura como la línea de su mandíbula- creí que querrías algunas de tus cosas.

Cuando puso el petate a su lado en la cama, ella se quedó mirándolo fijamente hasta que, abrumada, extendió la mano para alcanzarlo. Cuando se sobresaltó, se sonrojó y miró qué le había traído.

Dios… la ponía nerviosa ver sus cosas. Especialmente el diario.

Excepto que resultó ser reconfortante sacar su suéter rojo favorito, ponérselo en la nariz y atrapar un dejo del perfume que siempre llevaba. Y… sí, el peine, su peine, el que le gustaba con su cabeza ancha, cuadrada y las púas metálicas. Agarró el champú, abriéndolo e inhalando. Ahhh… Biolage. Nada parecido al perfume que el lesser le había hecho usar.

– Gracias -la voz temblorosa mientras sacaba su diario. -Muchas gracias.

Acarició la cubierta de cuero de su diario. No quería abrirlo. No ahora. Pero pronto…

Alzó la mirada hacia Zsadist.

– ¿Me… me llevarías a casa?

– Sip. Puedo hacerlo.

– Tengo miedo de ir allí, pero seguramente debería.

– Sólo dime cuando.

Reuniendo valor, queriendo sacar del camino uno de las cosas pendientes, dijo:

– Cuando anochezca. Quiero ir allí.

– Vale, iremos. -Señaló la bandeja-. Ahora come.

Ignorando la comida, lo observó entrar en el armario y desarmarse. Era cuidadoso con sus armas, comprobándolas a fondo, y se preguntó dónde había estado… qué había hecho. Aunque sus manos estaban limpias, sus antebrazos tenían sangre negra.

Había matado esta noche.

Supuso que sentiría una especie de triunfo con un lesser menos. Pero mientras Zsadist iba hacia el baño con unos pantalones sobre sus brazos, estaba mucho más interesada en su bienestar.

Y también… en su cuerpo. Se movía como un animal en el mejor sentido de la palabra, todo poder latente y elegantes pasos. El sexo que se había despertado en ella la primera vez que lo vio, la golpeó de nuevo. Lo deseaba.

Cuando la puerta del baño se cerró y oyó la ducha, se restregó los ojos decidiendo que estaba loca. El macho se apartó de la amenaza de su mano en su brazo. ¿Pensaba que realmente quería acostarse con ella?

Disgustada consigo misma, miró la comida. Era alguna clase de pollo con hierbas, patatas asadas y calabacín. Había un vaso de agua y otro de vino blanco, así como dos manzanas Granny Smith y un trozo de pastel de zanahorias. Tomó el tenedor y esparció el pollo por el plato. Quería comer lo que había en el plato sólo porque él había sido tan atento al traérselo.

Cuando Zsadist salió del baño llevando sólo los pantalones de nailon, se congeló y no pudo apartar su mirada. Los anillos del pezón atraparon la luz de las velas, así como los duros músculos del estómago y brazos. Junto con la marca estrellada de la Hermandad, el pecho desnudo tenía un reciente y lívido arañazo que lo atravesaba y una magulladura.

– ¿Estás herido?

Fue hacia ella y ponderó el plato.

– No has comido mucho.

No le contestó mientras sus ojos estaban atrapados en los huesos curvos de la cadera que sobresalían de la baja cinturilla de los pantalones. Dios… sólo un poquito más bajos y podría verlo todo.

De repente lo recordó restregándose rudamente porque pensaba que era asqueroso. Tragó, preguntándose qué le habrían hecho, sexualmente. Desearlo como ella lo hacía parecía… inapropiado. Invasivo. Pero no cambiaba la manera en que se sentía.

– No estoy muy hambrienta -murmuró.

Le acercó la bandeja.

– Come de todas formas.

Cuando empezó otra vez con el pollo, él cogió las dos manzanas y se paseó por la habitación. Mordió una de ellas, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Un brazo cruzado sobre su estómago mientras masticaba.

– ¿Cenaste abajo? -preguntó ella.

Negó con la cabeza y mordió otro trozo de manzana, el crujido resonó por toda la habitación.

– ¿Es todo lo que comerás? -cuando se encogió de hombros, ella masculló-. ¿Y me dices a mí que coma?

– Sip, lo hago. Continúa comiendo, mujer.

– ¿No te gusta el pollo?

– No me gusta la comida. -Los ojos nunca abandonaron el suelo, pero su voz fue más punzante-. Ahora come.

– ¿Por qué no te gusta la comida?

– No puedo confiar en ella -dijo entre dientes-. A menos que la prepares tu mismo, o que lo veas, no puedes saber qué hay.

– Por qué piensas que alguien puede alterar…

– ¿He mencionado que no me gusta hablar?

– ¿Dormirás a mi lado esta noche? -La pregunta se le escapó, imaginándose que obtendría su respuesta antes de que se callara completamente.

Sus cejas se movieron trémulamente.

– ¿Realmente quieres eso?

– Sí.

– Entonces, sí. Lo haré.

Mientras acababa con las dos manzanas y ella limpiaba el plato, el silencio no fue precisamente fácil, pero tampoco chocante. Cuando acabó con el pastel de zanahorias, fue al baño y se lavó los dientes. Para cuando ella regresó, él trabajaba el corazón de la última manzana con sus colmillos, picando los trocitos que quedaban.

No podía imaginar cómo podía luchar con semejante dieta. Seguramente debería comer más.

Se sintió como si debiera decir algo, pero en cambio se deslizó en la cama y haciéndose un ovillo, lo esperó. Mientras pasaban los minutos, y todo lo que él hacía era mordisquear quirúrgicamente esa manzana, ella no podía aguantar la tensión.

Basta, pensó. Realmente debería irse a otro lugar de la casa. Lo usaba como una muleta, y eso no era justo.

Apartó las sábanas justo cuando él se desenrollaba del suelo. Cuando caminó hacia la cama, ella se quedó helada. Dejó caer los corazones de las manzanas en el plato, cogió una servilleta que ella había usado para limpiarse la boca. Tras frotarse las manos, cogió la bandeja y la sacó de la habitación, dejándola fuera en la puerta.

Al regresar fue al otro lado de la cama, y el colchón se hundió cuando se estiró encima del edredón. Cruzando los brazos sobre su pecho y los pies por los tobillos, cerró los ojos.

Una a una las velas se apagaron en la habitación. Cuando quedó una sola mecha quemando, dijo:

– Dejaré esa encendida para que puedas ver.

Le miró.

– ¿Zsadist?

– ¿Sí?

– Cuando estaba… -se aclaró la garganta-. Cuando estaba en ese agujero en el suelo, pensaba en ti. Quería que fueras a por mí. Sabía que me sacarías de allí.

Sus cejas descendieron aunque los párpados estaban bajos.

– Yo también pensé en ti.

– ¿Lo hiciste? -Movió la barbilla arriba y abajo, mientras ella decía, -¿De verdad?

– Sip. Algunos días… tú eras todo en lo que yo podía pensar.

Bella sintió que sus ojos se agrandaban. Rodó hacia él y apoyó la cabeza en un brazo.

– ¿En serio? -Cuando él no le respondió, ella presionó- ¿Por qué?

Su gran pecho se expandió y exhaló un aliento.

– Quería recuperarte. Eso es todo.

Oh… solamente cumplía con su trabajo.

Bella dejó caer el brazo y le volvió la espalda.

– Bien… gracias por venir a por mí.

En silencio observó arder la vela en la mesita de noche. La llama en forma de lágrima ondulaba, tan preciosa, tan elegante…

La voz de Zsadist era suave.

– Odiaba la idea de que estuvieras sola y asustada. Que alguien te hubiera hecho daño. No podía… dejarlo.

Bella dejó de respirar y miró por encima del hombro.

– No pude dormir en esas seis semanas -murmuró-. Todo lo que podía ver cuando cerraba los ojos era a ti, pidiendo ayuda.

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