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EPÍLOGO

Veinte meses después…

Oh… la agonía. Este entrenamiento iba a matarlo. Seguro, quería entrar en la Hermandad, o al menos ser uno de sus soldados, pero ¿Cómo podía alguien sobrevivir a esto?

Con el tiempo finalmente fue llamado, el nuevo candidato pre-transición cedió porque la clase sobre cuerpo a cuerpo había terminado finalmente. Pero él no se había atrevido a mostrar más debilidad que esa.

Al igual que todos los aprendices estaba aterrado y respetaba al profesor, un gran, guerrero con cicatrices, un completo miembro de la Hermandad de la Daga Negra. Abundaban los rumores acerca del hombre: aquel que se comía a los lessers después de asesinarlos; aquel que asesinaba mujeres por deporte; aquel que se hacía cicatrices sólo por que le gustaba el dolor…

Aquel que había matado a los reclutas que se habían equivocado.

– Ve a las duchas -dijo el guerrero, su profunda voz llenaba el gimnasio-. El bus está esperando por ti. Empezaremos mañana, a las cuatro en punto. Así que dormid bien esta noche.

El aprendiz salió corriendo con los otros y fue agradecido a las duchas. Dios… Al menos el resto de su clase estaban sólo aliviados y doloridos. Llegado a este punto todos eran como vacas, permaneciendo bajo la ducha, apenas parpadeando, estúpidos de agotamiento.

Gracias a la buena Virgen no tendría que volver a esas abandonadas colchonetas azules por otras dieciséis horas.

Excepto cuando fue a ponerse sus ropas de calle, se dio cuenta que había olvidado su sudadera. Con vergüenza bajó al hall y regresó furtivamente al gimnasio. El aprendiz se paró en seco.

El profesor estaba cruzando el pasillo, sin camiseta y entrenándose con un saco de boxeo, los anillos de sus pezones destellaban cuando bailaba alrededor de su objetivo. Querida Virgen del Fade… Llevaba las marcas de un esclavo de sangre, y las cicatrices le recorrían toda la espalda. Pero, hombre, podía moverse. Tenía una fuerza, agilidad y poder increíbles. Mortales. Muy mortales. Totalmente mortales.

El aprendiz sabía que debería irse, pero era incapaz de apartar la mirada. Nunca había visto nada moverse tan rápido o golpear tan fuerte como los puños masculinos. Obviamente, los rumores acerca del instructor eran todos ciertos. El era un asesino preciso.

Con un sonido metálico, se abrió la puerta al otro lado del gimnasio, y el sonido de los lloros de un recién nacido se alzaron hasta el techo. El guerrero se detuvo a medio golpe y se dio la vuelta cuando una adorable mujer llevando a un bebé en una sábana rosa se acercó a él. Su cara se suavizó, derritiéndose positivamente.

– Lamento molestarte -dijo la mujer por encima de los lloros-. Pero ella quiere a su papá.

El guerrero besó a la mujer mientras tomaba el pequeño bebé en sus enormes brazos, acunando al recién nacido contra su desnudo pecho. El bebé alzó sus diminutas manos y rodeó su cuello, entonces se acomodó contra su piel, calmándose instantáneamente.

El guerrero se volvió y miró a través de las colchonetas clavando al nuevo aprendiz con una estudiada mirada.

– El bus llegará pronto, hijo. Mejor date prisa.

Entonces le hizo un guiño, y se apartó, poniendo su mano sobre la cintura de la mujer, acercándola a él, besándola otra vez en la boca.

El recluta se quedó mirando la espalda del guerrero, viendo lo que había estado oculto por todos esos fieros movimientos. Sobre algunas de sus cicatrices había dos nombres en el Antiguo Lenguaje sobre su piel, uno sobre el otro.

Bella… Y Nalla.

***
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