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Todos los que lo rodeaban, la gente, su familia, sus amigos, le inspiraban sentimientos de vergüenza y furia. Los había visto en las carreteras, a ellos y a otros por el estilo, se acordaba de los coches llenos de oficiales que huían con sus preciosas maletas amarillas y sus pintarrajeadas mujeres; de los funcionarios que abandonaban sus puestos; de los políticos que, presas del pánico, dejaban un rastro de carpetas y documentos secretos a su paso; de las chicas que, después de haber llorado como convenía el día del Armisticio, ahora se consolaban con los alemanes. «Y pensar que nadie lo sabrá, que alrededor de todo esto se urdirá tal maraña de mentiras que aún acabarán convirtiéndolo en una página gloriosa de la historia de Francia. Removerán cielo y tierra para sacar a la luz actos de sacrificio, de heroísmo… ¡Con lo que yo he visto, Dios mío! Puertas cerradas a las que se llamaba en vano para pedir un vaso de agua, refugiados saqueando casas… Y en todas partes, en lo más alto y lo más bajo, el caos, la cobardía, la vanidad, la ignorancia… ¡Ah, qué grandes somos!»

Mientras tanto, seguía el oficio moviendo los labios y con el corazón tan oprimido y endurecido que le dolía físicamente. De vez en cuando soltaba un ronco suspiro que inquietaba a su madre. En una de las ocasiones, la señora Péricand se volvió hacia él; sus ojos llenos de lágrimas brillaban a través del crespón.

– ¿Te encuentras mal? -le susurró.

– No, mamá -respondió él, mirándola con una frialdad que se reprochaba pero no conseguía vencer.

Juzgaba a los suyos con una amargura y una severidad dolorosas; no formulaba sus quejas de un modo preciso; acudían a él todas a la vez en forma de breves y violentas imágenes: su padre refiriéndose a la República como «ese régimen podrido», y esa misma noche, en casa, la cena de veinticuatro cubiertos, con los mejores manteles, el paté más exquisito, los vinos más caros, en honor de un antiguo ministro que podía volver a serlo y cuyos favores perseguía el señor Péricand. (¡Oh, su madre poniendo morritos para canturrear: «Mi querido presidente»!) Los coches rebosantes de ropa blanca, vajilla, cubertería y objetos de plata atrapados en medio de la muchedumbre que huía a pie, y su madre señalando a las mujeres y los niños, con sus hatillos de ropa, y diciendo: «Mirad si es bueno el Niño Jesús… ¡Pensad que podríamos habernos visto en la situación de esos desdichados!» ¡Hipócritas! ¡Sepulcros blancos! Y él mismo, ¿qué hacía allí? Fingir que rezaba por Philippe, cuando tenía el corazón rebosante de rabia e indignación. Pero Philippe era…

– ¡Dios mío! ¡Philippe, mi querido hermano! -murmuró y, como si esas palabras tuvieran un poder divino de apaciguamiento, su atribulado corazón se ensanchó y las lágrimas brotaron de sus ojos, ardientes e incontenibles.

Pensamientos de amor, de perdón, llenaron su mente. No procedían de su interior sino de fuera, como si un amigo se hubiera inclinado hacia él y le hubiera susurrado al oído: «Una familia, una estirpe que ha producido a alguien como Philippe, no puede ser mala. Eres demasiado severo, sólo has visto los acontecimientos externos, no conoces las almas. El mal es visible, quema, se ofrece con complacencia a todos los ojos. Sólo Uno ha contado los sacrificios, ha medido la sangre y las lágrimas vertidas.» Hubert miró la placa de mármol en que estaban grabados los nombres de los caídos en la guerra… en la otra guerra. Entre ellos había Craquants y Péricands, tíos, primos que no había conocido, chicos apenas mayores que él, caídos en el Somme, en Flandes, en Verdún, muertos por partida doble, porque habían muerto por nada. Y poco a poco, de aquel caos, de aquellos sentimientos contradictorios, nació una extraña y amarga plenitud. Había adquirido una valiosa experiencia; ahora sabía, y ya no de una manera abstracta, libresca, sino con su corazón, que tan alocadamente había latido; con sus manos, que se habían despellejado ayudando a defender el puente de Moulins; con sus labios, que habían acariciado a una mujer mientras los alemanes festejaban la victoria… ahora sabía lo que significaban las palabras peligro, coraje, amor… Sí, también amor. Ahora se sentía bien, se sentía fuerte y seguro de sí mismo. Nunca volvería a ver por los ojos de otro, pero, además, lo que amara y creyera en adelante sería enteramente suyo, no inspirado por otros. Lentamente, juntó las manos, bajó la cabeza y, al fin, rezó.

Acabó la misa. En la plaza, la gente lo rodeaba, lo abrazaba, felicitaba a su madre…

– Y sigue teniendo tan buen color -decían las señoras-. Después de tantas penalidades, apenas ha adelgazado, no ha cambiado nada… Nuestro pequeño Hubert…

27

Los Corte llegaron al Grand Hôtel a las siete de la mañana. Estaban muertos de cansancio y miraban en derredor con aprensión, como si temieran franquear la puerta giratoria y verse de nuevo en un caótico universo de pesadilla donde los refugiados dormirían en las alfombras de color crema del salón, el recepcionista no los reconocería y les negaría una habitación, no habría agua caliente para lavarse y los aviones bombardearían el edificio. Pero, gracias a Dios, la reina de las estaciones termales de Francia estaba intacta y, a orillas del lago, la vida seguía bulliciosa y febril, pero, sobre todo, normal. El personal se hallaba en sus puestos. El director, naturalmente, aseguraba que no disponían de nada, pero el café era excelente, en el bar servían bebidas frescas y los grifos daban agua caliente o fría, a gusto del consumidor. En un primer momento había cundido el pánico: la poco amistosa actitud de Inglaterra hacía temer que se mantuviera el bloqueo, lo que impediría la llegada de whisky; pero había una buena reserva. Se podía esperar.

En cuanto pisaron el suelo de mármol del vestíbulo, los Corte se sintieron como nuevos. Todo estaba tranquilo; apenas se oía el lejano ronroneo de los grandes ascensores. A través de las puertas vidrieras, se veía el líquido y tembloroso arco iris de los aspersores sobre el césped de los jardines. El director del establecimiento, que Corte visitaba todos los años desde hacía veinte, alzó los ojos al cielo y les dijo que aquello era el fin, que el mundo se precipitaba al abismo y que había que restaurar el sentido del deber y la abnegación en el pueblo; luego, les confió que esperaban la llegada del gobierno de un momento a otro, que las habitaciones estaban preparadas desde el día anterior y que el embajador de Bolivia dormía en una mesa de billar, pero que para él, Gabriel Corte, siempre habría algo; en fin, poco más o menos lo mismo que decía en el Normandy de Deauville en época de carreras, cuando hacía sus pinitos como subdirector.

Corte se pasó una cansada mano por la abrumada frente.

– Mi querido amigo, póngame un colchón en un lavabo si es necesario.

Allí todo se hacía de un modo discreto, escrupuloso, eficiente. Allí no había mujeres pariendo en las cunetas, ni niños perdidos, ni puentes volando por los aires y cayendo envueltos en llamas sobre las casas vecinas por culpa de una carga de melinita mal calculada. Cerraban una ventana para protegerlo de las corrientes de aire, abrían puertas a su paso, notaba el grosor de las alfombras bajo sus pies…

– ¿Tiene todas sus maletas? ¿No ha perdido nada? ¡Qué suerte! Aquí nos ha llegado gente sin un mísero pijama, sin un cepillo de dientes… Incluso un pobre hombre al que una explosión dejó sin nada que ponerse; hizo el viaje desde Tours desnudo, envuelto en una manta y gravemente herido.

– Yo he estado a punto de perder mis manuscritos -dijo Corte.

– ¡Oh, Dios mío, qué horror! Pero los ha recuperado, ¿verdad? ¡Qué cosas! ¡Se ven unas cosas! Por favor, señor Corte; señora, por aquí, si es tan amable… Les he reservado una suite en la cuarta planta… Ustedes sabrán disculparme…

– ¡Bah! -respondió Corte-. Ahora todo me da igual.

– Lo comprendo -dijo el director inclinando la cabeza con expresión triste-. Un desastre tan tremendo… Yo soy suizo de nacimiento, pero francés de corazón. Lo comprendo -repitió.

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