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– Cuento con ustedes, ¿verdad, señoras? -preguntó al final.

Las campesinas la miraron asombradas: la palabra era sagrada. Una tras otra, empezaron a desfilar; tendían a la señora de Montmort una mano enrojecida, agrietada por el frío del invierno, por el trabajo con los animales, por la lejía, y en cada ocasión la vizcondesa tenía que hacer un esfuerzo para estrechar aquella mano, cuyo contacto le resultaba físicamente desagradable. Pero dominaba ese sentimiento contrario a la caridad cristiana y, como mortificación, se obligaba a besar a los niños que acompañaban a sus madres. Todos estaban gordos y sonrosados, hermosos y sucios como lechones. Al fin, el aula quedó vacía. La maestra había hecho salir a las niñas; las granjeras se habían marchado. La vizcondesa soltó un suspiro, pero no de cansancio sino de desánimo. ¡Qué vulgar y desagradable era la humanidad! Cuánto costaba hacer brotar un destello de amor en aquellas tristes almas…

– ¡Puaj! -dijo en voz alta.

Pero acto seguido ofreció a Dios los esfuerzos y sinsabores de ese día, como le había recomendado su director espiritual.

8

– ¿Y qué piensan los franceses del desenlace de la guerra, señor? -preguntó Bonnet.

Las mujeres se miraron, indignadas. Eso no se hacía. Con un alemán no se hablaba de la guerra, ni de ésta ni de la otra, ni del mariscal Pétain, ni de Mers-el-Kebir, ni de la partición de Francia en dos pedazos, ni de las tropas de ocupación, ni de nada importante. Sólo podía adoptarse una actitud: fingir la fría indiferencia del tono con que respondió Benoît alzando su vaso de vino tinto:

– Les importa un carajo, señor.

Estaba anocheciendo. El ocaso, puro y frío, presagiaba una helada nocturna, pero sin duda al día siguiente haría un tiempo espléndido. Bonnet, que había pasado todo el día en el pueblo, había vuelto para dormir; pero antes de subir a su habitación, por condescendencia, bondad natural, ganas de hacerse notar o deseo de calentarse a la lumbre de la chimenea, se había sentado un momento en la sala. La cena estaba acabando; Benoît se había quedado solo a la mesa; las mujeres, ya en pie, ordenaban la sala y fregaban los cacharros. El alemán miró con curiosidad la enorme cama del rincón.

– Ahí no duerme nadie, ¿verdad? ¿Nunca se utiliza? Qué curioso…

– Se utiliza a veces -respondió Madeleine, pensando en Jean-Marie.

Creía que nadie lo adivinaría, pero Benoît frunció el entrecejo cada alusión a la aventura del reciente verano le traspasaba el corazón con la rapidez y la fuerza de una flecha; pero eso era asunto suyo, sólo suyo. Atajó con una mirada la risita de Cécile y respondió al alemán con mucha educación:

– A veces puede ser útil. Nunca se sabe. Por ejemplo, si le ocurriera a usted una desgracia (y no es que se lo desee)… Aquí acostamos a los muertos en esas camas.

Bonnet lo miró con una expresión divertida y una pizca de esa compasión despectiva que se siente al ver una fiera enseñando los dientes tras los barrotes de una jaula. «Por suerte -se dijo-, el hombre estará trabajando y no lo veré a menudo… Las mujeres son más accesibles.» Sonrió y dijo:

– En tiempo de guerra, ninguno de nosotros espera morir en una cama.

Entretanto, Madeleine había salido al jardín y regresado con un ramo de flores para adornar la chimenea. Eran las primeras lilas; blancas como la nieve y rodeadas de pequeños brotes verdes todavía cerrados, desplegaban sus corolas en perfumados racimos. Bonnet hundió el pálido rostro en el ramo.

– Es maravilloso… Y qué bien sabe usted arreglar las flores…

Por un instante se quedaron de pie el uno junto al otro, sin decir nada. Benoît pensaba que su mujer (su Madeleine) siempre parecía estar en su elemento cuando hacía cosas de señorita: recoger flores, limarse las uñas, peinarse de un modo distinto al de las mujeres de la región, hablar con un extraño, leer un libro… «Es mejor no casarse con una inclusera, no hay forma de saber de dónde viene», se dijo una vez más con amargura; con «de dónde viene», lo que imaginaba, lo que temía, no era que descendiera de alcohólicos o ladrones, sino aquello, aquella sangre de burgués que la hacía suspirar: «¡Ah, cómo se aburre una en el campo!» o «Echo de menos tantas cosas bonitas…», y que establecía -o eso le parecía a él- una oscura complicidad entre ella y un desconocido, un enemigo, con tal de que fuera un «señorito», llevara ropa de calidad y tuviera las manos finas. Benoît apartó la silla con brusquedad y salió fuera. Era la hora de encerrar a los animales. Permaneció largo rato en la tibia penumbra del establo. El día anterior había parido una vaca, que ahora lamía con ternura a un becerrillo de cabeza grande y delgadas y vacilantes patas. Otra resoplaba suavemente en su rincón. Benoît se quedó escuchando sus profundas y tranquilas respiraciones. Desde allí podía ver la puerta de la casa, que estaba abierta. En el umbral apareció una figura. Alguien, extrañado de su tardanza, lo buscaba. ¿Su madre? ¿Madeleine? Su madre, seguro… Sí, sólo era su madre, que al poco volvió a entrar. El no pensaba moverse de allí hasta que el alemán se hubiera ido a dormir. Lo sabría cuando encendiera la luz. Claro, como la electricidad no la pagaba él… Instantes después, una luz iluminó la ventana. En ese preciso momento, Madeleine salió de la casa y corrió hacia él, ligera. Benoît sintió que el corazón se le ensanchaba, como si de pronto una mano invisible hubiera levantado un peso que le aplastaba el pecho desde hacía tiempo.

– ¿Estás ahí, Benoît?

– Sí, aquí estoy.

– ¿Qué haces? Tenía miedo. Estaba asustada.

– ¿Miedo? ¿De qué? No seas tonta.

– No lo sé. Vamos. -Espera. Espera un poco.

Benoît la atrajo hacia sí. Ella se debatía y reía, pero una especie de rigidez que tensaba todo su cuerpo decía a Benoît que reía sin ganas, que no lo encontraba divertido, que no le gustaba que la echaran sobre el heno y la paja fresca, que no quería… No, no lo amaba, no lo deseaba.

– Entonces, ¿no quieres? -le susurró con voz ronca.

– Sí, sí que quiero… Pero no aquí, así, Benoît. Me da vergüenza.

– ¿De quién? ¿De las vacas que te miran? -replicó él con dureza-. ¡Anda, vete!

Ella adoptó aquel tono de queja afligida que le daba ganas de llorar y de matarla a la vez.

– ¿Por qué me hablas así? A veces parece que te hubiera hecho algo. ¿Qué? Es Cécile la que… -Benoît le tapó la boca con la mano, pero Madeleine apartó la cara bruscamente y terminó la frase-: Es ella quien te calienta la cabeza.

– A mí no me calienta la cabeza nadie. Yo no veo por los ojos de los demás. Sólo sé que, cuando me acerco a ti, siempre es lo mismo: «Espera. Otro día. Esta noche no, el niño me ha dejado agotada.» ¿A quién esperas? -rugió él de pronto-. ¿Para quién te reservas? ¿Eh? ¿Eh?

– ¡Suéltame! -gimió Madeleine rechazándolo mientras él le apretaba los brazos y las caderas-. ¡Suéltame! Me haces daño…

Benoît la empujó con tanta fuerza que ella se golpeó la frente contra el dintel de la puerta. Por un instante se miraron sin decir nada. Luego, él cogió una horca y empezó a remover la paja con furia.

– Haces mal -dijo al fin Madeleine; y con voz dulce murmuró-: Benoît… mi pobre Benoît… Haces mal en pensar cosas raras. Vamos, soy tu mujer, soy tuya. Si a veces te parezco fría, es porque el niño me deja agotada. Nada más.

– Salgamos de aquí -dijo él-. Vámonos a la cama.

Cruzaron la cocina, que ya estaba desierta y a oscuras. Aún quedaba luz, pero sólo en el cielo y la copa de los árboles. Lo demás, la tierra, las casas, los campos, todo, estaba envuelto en una fresca oscuridad. Se desnudaron y se metieron en la cama. Esa noche, él no intentó poseerla. Permanecieron separados, inmóviles, despiertos, escuchando la respiración del alemán y los crujidos de su cama sobre sus cabezas. En la oscuridad, Madeleine buscó la mano de su marido y se la apretó con fuerza.

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