La vizcondesa se interrumpió para dirigir un seco saludo a la maestra de la escuela laica, que acababa de entrar: era una mujer que no asistía a misa y había enterrado a su marido por lo civil; sus alumnos incluso aseguraban que no estaba bautizada, lo que era menos escandaloso que inverosímil, casi como decir que un ser humano había nacido con cola de pez. La vizcondesa la detestaba tanto más cuanto que su conducta era irreprochable, «porque -como le decía al vizconde- si bebiera o tuviera amantes, se podría explicar por su irreligiosidad; pero date cuenta, Amaury, de la confusión que puede causar en el ánimo del pueblo ver gente que no piensa como es debido pero practica la virtud». Como la presencia de la maestra le resultaba odiosa, la vizcondesa dejó que su voz trasluciera parte del encendido calor que la aparición de un enemigo suele verternos en el corazón y siguió hablando con verdadera elocuencia:
– Pero las oraciones y las lágrimas no bastan. No lo digo sólo por vosotras; lo digo también por vuestras madres. Debemos practicar la caridad. Y sin embargo, ¿qué veo? Que nadie la practica. Nadie se sacrifica por los demás. Lo que os pido no es dinero; por desgracia, ahora el dinero ya no sirve para gran cosa -añadió con un suspiro, pensando en los ochocientos cincuenta francos que le habían costado los zapatos que llevaba (afortunadamente, el vizconde era el alcalde del municipio y ella tenía todos los bonos para calzado que quisiera)-. No, no es dinero, sino los frutos que el campo produce en tanta abundancia y con los que me gustaría llenar los paquetes para nuestros prisioneros. Cada una de vosotras piensa en los suyos, en el marido, el hijo, el hermano o el padre cautivo; a ése no le falta de nada, se le envía mantequilla, chocolate, azúcar, tabaco… Pero ¿y los que no tienen familia? ¡Ay, señoras! ¡Piensen, piensen en la suerte de esos desdichados que nunca reciben paquetes ni noticias! Veamos, ¿qué podemos hacer por ellos? Acepto todos los donativos y los centralizo; luego los envío a la Cruz Roja, que los reparte en los distintos campos de prisioneros. Las escucho, señoras. -Se produjo un silencio. Las granjeras miraban a las señoras del pueblo y las señoras del pueblo apretaban los labios y miraban a las campesinas-. Está bien, empezaré yo -dijo la vizcondesa con benevolencia-. Esta es mi idea: en el próximo paquete se podría incluir una carta escrita por una de estas niñas. Una carta en la que, con palabras sencillas y enternecedoras, deje hablar a su corazón y exprese su dolor y su patriotismo. Piensen -prosiguió con voz vibrante-, piensen en la alegría de ese pobre hombre abandonado cuando lea esas líneas, en las que en cierto modo palpitará el alma del país y que le recordarán a los hombres, las mujeres, los niños, los árboles; las casas de su querida patria chica, que, como dijo el poeta, nos hace amar todavía más a la grande. Sobre todo, mis queridas niñas, dad rienda suelta a vuestros corazones. No busquéis efectos de estilo; que el talento epistolar calle y hable el corazón. ¡Ah, el corazón! -exclamó la vizcondesa entrecerrando los ojos-. ¡Nada hermoso, nada grande puede hacerse sin él! Podríais meter en vuestra carta alguna florecilla silvestre, una margarita, una prímula… No creo que las normas lo prohíban. ¿Les gusta la idea? -preguntó la vizcondesa ladeando ligeramente la cabeza con una graciosa sonrisa-. ¡Vamos, vamos, que yo ya he hablado bastante! Ahora les toca a ustedes.
La mujer del notario, una señora bigotuda de facciones duras, dijo con voz agria:
– No es que no queramos mimar a nuestros queridos prisioneros. Pero ¿qué podemos hacer nosotros, los pobres vecinos del pueblo? No tenemos nada. No tenemos grandes propiedades como usted, señora vizcondesa, ni las hermosas granjas de la gente del campo. Nos las vemos y deseamos para poder comer. Mi hija, que acaba de dar a luz, no puede encontrar leche para alimentar a su hijo. Los huevos se venden a dos francos la pieza, y eso cuando se encuentran.
– ¿Y qué quiere decir con eso, que nosotros participamos en el mercado negro? -replicó Cécile Labarie, que cuando se encolerizaba hinchaba el cuello como un pavo y enrojecía como un tomate.
– No quiero decir eso, pero…
– ¡Señoras, señoras! -rogó la vizcondesa, pensando con desánimo: «Decididamente, no hay nada que hacer, no escuchan nada, no comprenden nada, son espíritus groseros. ¡Qué digo! ¿Espíritus? Barrigas parlantes, eso es lo que son.»
– Es una vergüenza -prosiguió Cécile, meneando la cabeza-, es una vergüenza ver casas donde tienen de todo y aún se quejan. ¡Vamos, todo el mundo sabe que a los del pueblo no les falta de nada! ¡Sí, lo han oído bien, de nada! ¿Creen que no sabemos quién arrambla con toda la carne? Es bien sabido que acaparan los vales. A cinco francos el vale de carne. A los que tienen dinero no les falta de nada, como siempre, pero los pobres…
– Nosotros también necesitamos carne, señora -dijo la mujer del notario muy digna, pero pensando con angustia que dos días antes la habían visto salir de la carnicería con una pierna de cordero (la segunda de la semana)-. Porque nosotros no matamos cerdos. Nosotros, en nuestras cocinas, no tenemos jamones, montones de tocino y salchichones que se resecan y que se prefiere ver agusanados antes que dárselos a la pobre gente de las ciudades.
– Señoras, señoras… -suplicó la vizcondesa-. Piensen en Francia, eleven sus corazones… ¡Domínense! Acallen esos lamentables desacuerdos. ¡Piensen en nuestra situación! Estamos arruinados, vencidos… Sólo nos queda un consuelo: nuestro querido Mariscal… ¡Y se ponen a hablar de huevos, de leche y de cerdos! ¿Qué importa la comida? ¡Por amor de Dios, señoras, todo eso es una vulgaridad! Como si no tuviéramos suficientes motivos para estar tristes… En el fondo, ¿de qué se trata? De un poco de solidaridad, de un poco de tolerancia. Permanezcamos unidas, como lo estaban nuestros padres en las trincheras, como lo están, no me cabe duda, nuestros prisioneros tras las alambradas, en los campos de internamiento…
Qué extraño… Hasta ese momento, apenas le habían hecho caso. Sus exhortaciones eran como los sermones del párroco, que se escuchan sin entenderlos. Pero la imagen de un campo en Alemania, con aquellos hombres encerrados tras alambradas de espino, las conmovió. Todas aquellas fuertes y pesadas criaturas tenían un ser querido en alguno de aquellos campos; trabajaban para él y ahorraban para él, para que a su regreso dijera: «Has conseguido que todo siguiera funcionando, mujer.» Cada una vio con los ojos de la imaginación al ausente, a un solo hombre, al suyo; cada una se figuró a su manera el sitio en que estaba prisionero. Fulana imaginaba un bosque de pinos; mengana, una habitación; zutana, los muros de una fortaleza; pero todas acababan viendo kilómetros de alambradas que encerraban a sus hombres y los separaban del mundo. Burguesas y campesinas sintieron que los ojos se les llenaban de lágrimas.
– Yo le traeré alguna cosa -dijo una.
– Yo también encontraré algo -suspiró otra.
– Veré lo que puedo hacer -prometió la mujer del notario.
La señora de Montmort se apresuró a anotar los donativos. Todas las presentes fueron levantándose de sus asientos, acercándose a la presidenta y susurrándole algo al oído, porque ahora estaban conmovidas y querían dar algo, no sólo para los hijos y los maridos, sino también para los desconocidos, para los huérfanos. Pero desconfiaban de la vecina; no querían parecer más ricas de lo que eran; temían que las denunciaran. Las familias se ocultaban lo que tenían; madres e hijas se espiaban y se denunciaban unas a otras; las amas de casa cerraban la puerta de la cocina a la hora de las comidas para que el olor no traicionara el tocino que crepitaba en la sartén, ni el filete de carne prohibida, ni el pastel hecho con harina prohibida. La vizcondesa escribía: «La señora Bracelet, granjera de Roches, dos salchichones crudos, un tarro de miel, un tarro de chicharrones… La señora Joseph, de la propiedad de Rouet, dos pintadas en escabeche, mantequilla salada, chocolate, café, azúcar…»