Intercambiaron opiniones pesimistas, casi desesperadas, pero con tono alegre. Algunos ya le habían sacado todo el jugo a la vida y estaban en esa edad en que uno contempla a los jóvenes y se dice: «¡Que se las apañen!» Otros enumeraban mentalmente todas las páginas escritas y todos los discursos pronunciados que podrían servirles ante el nuevo régimen (y como todos habían deplorado, en mayor o menor medida, que Francia estuviera perdiendo el sentido de la grandeza y la ambición, por ese lado estaban tranquilos). Los políticos, un poco más inquietos porque algunos corrían un serio peligro, meditaban nuevas alianzas. El dramaturgo y Corte hablaban de sus respectivas obras y se olvidaban del mundo.
28
Los Michaud no llegaron a Tours. Una explosión había destruido las vías férreas. El tren se detuvo. Los refugiados tuvieron que volver a las carreteras, que ahora debían compartir con las columnas alemanas. Les ordenaron regresar.
A su llegada, los Michaud encontraron París medio desierto. Se dirigieron a casa a pie. Habían estado fuera quince días, pero, como cuando uno vuelve de un largo viaje espera encontrarlo todo cambiado, avanzaban por aquellas calles intactas y no daban crédito a sus ojos: todo seguía en su sitio.
Un sol mortecino iluminaba las casas, que tenían los postigos cerrados como el día en que se habían marchado; una súbita ola de calor había secado las hojas de los plátanos, que nadie barría y que crujían bajo sus cansados pies. Las tiendas de alimentación parecían todas cerradas. Había momentos en que la desolación era abrumadora; París semejaba una ciudad diezmada por la peste; sin embargo, en el instante en que uno murmuraba con el corazón encogido «Todo el mundo se ha marchado o ha muerto», se daba de bruces con una mujercilla muy arreglada y pintada, o bien, como les ocurrió a los Michaud, entre una carnicería y una panadería cerradas, veía una peluquería en la que una clienta se hacía la permanente. Era la de la señora Michaud, que entró a saludar. El peluquero se acercó a la puerta, seguido por su ayudante, su mujer y la clienta.
– ¿Cómo les ha ido? -le preguntaron.
– Ya ven… -respondió la señora Michaud mostrando las desnudas pantorrillas, la falda desgarrada y la cara sucia de sudor y polvo-. ¿Y mi casa? -preguntó angustiada.
– ¡Bah, no se apure! Está todo en orden. Hoy mismo he pasado por delante -dijo la mujer del peluquero-. No han tocado nada.
– ¿Y mi hijo? Jean-Marie. ¿Lo han visto?
– ¿Cómo van a verlo, mujer? -intervino Maurice acercándose a ellos-. A veces preguntas unas cosas…
– Y tú tienes una parsimonia… Vas a acabar conmigo -replicó ella con viveza-. Puede que la portera… -murmuró haciendo ademán de marcharse.
– No se moleste, señora Michaud. No sabe nada; le he preguntado al pasar. Y como además ya no llega el correo…
Jeanne procuró disimular su decepción con una sonrisa, pero le temblaban los labios.
– En fin, habrá que esperar. ¿Y ahora qué hacemos? -murmuró sentándose maquinalmente.
– Yo en su lugar -dijo el peluquero, un hombre rechoncho de cara redonda y afable- empezaría por lavarme la cabeza. Le aclarará las ideas. También podríamos refrescar un poco al señor Michaud. Mientras tanto, mi mujer les preparará algo de comer.
Y eso hicieron. Mientras a Jeanne le friccionaban la cabeza con agua de lavanda, llegó el hijo del peluquero y anunció que se había firmado el armisticio. En el estado de agotamiento y congoja en que se encontraba, Jeanne apenas comprendió el alcance de la noticia; se sentía como si hubiera derramado todas sus lágrimas a la cabecera de un moribundo y ya no le quedara ninguna para llorar su muerte. Pero Maurice recordó la guerra del catorce, los combates, sus heridas y sus sufrimientos, y una ola de amargura le inundó el corazón. Sin embargo, ya no había más que decir, de modo que guardó silencio.
Estuvieron más de una hora en la peluquería; luego se fueron derechos a casa. Se decía que el número de muertos del ejército francés era relativamente bajo, pero que había cerca de dos millones de prisioneros. ¿Sería Jean-Marie uno de ellos? No se atrevían a imaginar otra cosa. Se acercaban a su casa y, pese a todas las seguridades que les había dado la señora Josse, no acababan de creer que siguiera en pie, que no hubiera quedado reducida a escombros, como los edificios bombardeados de la plaza Martroi de Orleáns, que habían cruzado la semana anterior. Pero allí estaba la puerta, el cuarto de la portera, el buzón (vacío), la llave del piso esperándolos, y la propia portera… Cuando Lázaro se alzó de entre los muertos, regresó junto a sus hermanas y vio la sopa en el fuego, debió de sentir algo muy parecido, una mezcla de estupor y sordo orgullo.
– Pese a todo, hemos vuelto, estamos aquí -se dijeron los Michaud; y Jeanne, a continuación:
– ¿Y qué, si mi hijo…?
Miró a su marido, que le sonrió débilmente y luego se volvió hacia la portera.
– Buenos días, señora Nonnain.
La portera era muy mayor y estaba medio sorda. Los Michaud procuraron acortar los relatos de los respectivos éxodos, pues, por su parte, la señora Nonnain había seguido a su hija, que era lavandera, hasta la Puerta de Italia, aunque, una vez allí, había discutido con su yerno y había vuelto a casa.
– No saben qué ha sido de mí; creerán que estoy muerta -dijo la mujer con satisfacción-. Creerán que ya pueden disponer de mis ahorros. Y no es que ella sea mala -añadió refiriéndose a su hija-, pero es muy aprovechada.
Los Michaud le dijeron que estaban agotados y subían a casa. El ascensor estaba averiado.
– Lo que faltaba -murmuró Jeanne, pero se lo tomó a risa.
Mientras su marido subía tranquilamente, ella se lanzó escaleras arriba, como si de repente hubiera recuperado las fuerzas y el ímpetu de la juventud. ¡Señor, con la de veces que había despotricado contra aquella escalera oscura y aquel piso sin apenas armarios, sin cuarto de baño (la bañera estaba instalada en la cocina) y con unos radiadores que se averiaban indefectiblemente en lo más crudo del invierno! Y ahora se sentía como si le hubieran devuelto el pequeño universo, cerrado y acogedor, en que había vivido los últimos dieciséis años y que tan dulces y queridos recuerdos guardaba entre sus paredes. Jeanne se inclinó sobre la barandilla y vio que Maurice seguía subiendo. Estaba sola. Se acercó a la puerta y posó los labios en la hoja; luego cogió la llave y abrió. Era su casa, su refugio. Allí estaba la habitación de Jean-Marie, allí estaba la cocina, el cuarto de estar y el sofá, en el que, por la noche, al volver del banco, extendía las cansadas piernas.
El recuerdo del banco le produjo un estremecimiento. Hacía ocho días que no pensaba en él. Apenas entró en el piso, Maurice vio que estaba preocupada y comprendió que la alegría del regreso se había esfumado.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó-. ¿Jean-Marie?
– No, el banco -respondió Jeanne tras un instante de duda.
– ¡Por amor de Dios! Hemos hecho todo lo humanamente posible, y casi lo imposible, por llegar a Tours. No pueden reprocharnos nada.
– No nos reprocharán nada si quieren que sigamos con ellos; pero yo sólo estaba contratada mientras durara la guerra y tú, amigo mío, nunca has podido entenderte con ellos. Así que si quieren librarse de nosotros, la ocasión la pintan calva.
– Ya lo sé. -Como siempre que, en lugar de contradecirla, le daba la razón, Jeanne cambió de opinión con viveza.
– De todas formas, no me digas que no son unos cerdos…
– Lo son -dijo Maurice con voz suave-. Pero ¿sabes qué? Bastante mal lo hemos pasado. Estamos juntos, estamos en casa. No pensemos en nada más…
No nombraron a Jean-Marie; no podían pronunciar su nombre sin echarse a llorar, y no querían llorar. Ambos seguían teniendo un inmenso deseo de ser felices; tal vez porque se habían querido mucho, habían aprendido a vivir al día, a olvidarse voluntariamente del mañana.