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– ¡Bonito día, señora!

– Vaya, ¿habla usted mi idioma?

– Un poco.

Se cruzaban miradas y se cambiaban sonrisas. Las mujeres se acercaban a los aljibes y soltaban las largas y chirriantes cadenas. Cuando el cubo volvía a aparecer, lleno de un agua helada y temblorosa en la que el cielo se veía de un azul más oscuro, siempre había algún soldado que acudía a toda prisa para aliviar de su carga a la mujer. Unos, para mostrarle que, aunque alemanes, eran educados; otros, por bondad natural, y la mayoría, porque el buen tiempo y una especie de plenitud física causada por el aire libre, el sano cansancio y la perspectiva del descanso les producía esa exaltación, esa sensación de fuerza interior que induce al hombre a ser más blando con los débiles y más duro con los fuertes (sin duda, el mismo instinto que en primavera lleva a los machos a luchar entre sí, mordisquear el suelo, jugar y revolcarse en el polvo delante de las hembras).

Un joven soldado acompañó a una mujer hasta su casa; le llevaba, muy serio, dos botellas de vino blanco que ella acababa de sacar del aljibe. No era más que un muchacho, de ojos claros, nariz respingona y grandes y fuertes brazos.

– Muy bonitas -decía mirando las piernas de la francesa-. Muy bonitas, señora…

La mujer se volvió y se llevó un dedo a los labios.

– Chist… Mi marido…

– Ah, marido, böse… malo -murmuró él fingiéndose asustado.

Al otro lado de la puerta, el marido lo oía todo, pero, como confiaba en su mujer, lejos de encolerizarse sentía una especie de orgullo. «¡Claro, como que nuestras mujeres son unas reales hembras!», se decía. Y esa mañana el vasito de vino blanco aún le supo mejor.

Dos soldados entraron en la tienda del almadreñero, que era mutilado de guerra y en ese momento estaba trabajando en su banco. En el aire flotaba un penetrante olor a madera recién cortada; los tarugos de pino aún lloraban lágrimas de resina. En un estante se veían zuecos acabados y adornados con quimeras, serpientes o cabezas de buey. Un par estaba tallado en forma de morro de cerdo. Uno de los alemanes se quedó admirándolo.

– Obra excelente -murmuró.

El enfermizo y taciturno almadreñero no dijo nada, pero su mujer, que estaba poniendo la mesa, no pudo resistirse a la curiosidad y preguntó:

– ¿Qué era usted en Alemania?

El soldado no comprendió de inmediato, pero acabó contestando que cerrajero. La mujer del almadreñero se quedó pensativa.

– Deberíamos enseñarle la llave del aparador, que está rota -le dijo al oído a su marido-. A lo mejor la arregla.

– Deja, deja -contestó él frunciendo el entrecejo.

– ¿Ustedes, desayunar? -dijo el soldado señalando el pan blanco colocado en un plato floreado-. Pan francés, ligero… No llena estómago…

El alemán quería decir que aquel pan le parecía poco nutritivo, que no alimentaba, pero los franceses no podían concebir que alguien fuera tan ignorante como para no reconocer la excelencia de uno de sus alimentos, y más de aquellas hogazas rubias, de aquellos grandes panes en forma de corona, que, según decían, pronto serían reemplazados por una mezcla de salvado y harina de calidad inferior. Y como no podían creerlo, tomaron las palabras del alemán por un cumplido y se sintieron halagados. Hasta el almadreñero suavizó su hosca expresión. El matrimonio se sentó a la mesa con el resto de la familia y los alemanes se acomodaron aparte, en los taburetes de la tienda.

– ¿Y qué, les gusta el pueblo? -siguió preguntando la mujer, que era de carácter sociable y sobrellevaba como podía los largos silencios de su marido.

– ¡Oh, sí, bonito!

– ¿Y su tierra? ¿Se parece a esto? -le preguntó la mujer al otro soldado.

La frente del joven se cubrió de arrugas; era evidente que buscaba con desesperación palabras para describir su región natal, sus campos de lúpulo o sus profundos bosques. Pero, al no encontrarlas, se limitó a abrir los brazos.

– Grande… buena tierra… -Y tras dudar un instante, soltó un suspiro y añadió-: Lejos…

– ¿Tiene usted familia?

El soldado asintió. En ese momento, el almadreñero le susurró a su mujer:

– No tienes por qué hablar con ellos.

Avergonzada, la mujer acabó de preparar el desayuno en silencio, sirvió el café y cortó rebanadas de pan para los niños.

De la calle llegaba un alegre guirigay. Las risas, el entrechocar de las armas, el resonar de las botas y las voces de los soldados formaban un risueño bullicio. Todo el mundo estaba contento, sin saber por qué. ¿Tal vez porque hacía buen tiempo? Aquel cielo tan azul parecía inclinarse dulcemente sobre el horizonte para abrazar la tierra. Agachadas en el suelo, las gallinas dormitaban y de vez en cuando agitaban las alas y cloqueaban perezosamente. Briznas de paja y plumones volaban por el aire mezclados con un polen impalpable. Era la época de los nidos.

El pueblo llevaba tanto tiempo sin hombres que, pese a ser invasores, hasta éstos parecían estar en su sitio. Ellos lo sentían y se dejaban acariciar por el sol. Al verlos, las madres de los prisioneros y de los caídos en combate los maldecían entre dientes. Pero las jóvenes los miraban.

7

Las señoras del pueblo y varias granjeras ricas de la comarca se habían reunido en un aula de la escuela religiosa para la reunión mensual del «paquete para el prisionero». El municipio había tomado bajo su protección a los huérfanos que vivían en la región antes de las hostilidades y habían sido hechos prisioneros. La presidenta de la obra era la señora vizcondesa de Montmort, una joven tímida y fea que sufría horrores cada vez que tenía que hablar en público: se le trababa la lengua, le sudaban las manos, le temblaban las piernas y no sabía dónde meterse. Pero consideraba que cumplía con un deber, que el cielo le había encargado a ella en persona iluminar a aquellas burguesas y aquellas campesinas, llevarlas por el buen camino, hacer germinar la semilla del bien en su interior.

– Mira, Amaury -le había explicado la vizcondesa a su marido-, yo no puedo creer que entre ellas y yo exista una diferencia esencial. Por mucho que me decepcionen, porque no te imaginas lo groseras y mezquinas que pueden llegar a ser, sigo buscando alguna luz en su interior. ¡No -exclamó alzando los ojos, arrasados en lágrimas, hacia el vizconde (lloraba con facilidad)-, Nuestro Señor no habría muerto por sus almas si en ellas no hubiera algo! Pero la ignorancia, mi querido Amaury, la ignorancia en la que viven es espantosa. Así que, al comienzo de cada reunión, les dirijo una breve alocución para que comprendan por qué están siendo castigadas; puedes reírte, Amaury, pero a veces he visto un destello de inteligencia en sus toscos rostros. Cuánto lamento no haber podido seguir mi vocación… -murmuró la vizcondesa pensativamente-. Me habría gustado evangelizar una región remota, ser la mano derecha de algún misionero en la sabana o en una selva virgen. En fin, no le demos más vueltas. Nuestra misión se encuentra allí donde el Señor nos ha puesto.

Ahora, la vizcondesa estaba de pie en la pequeña tarima de un aula de la escuela de la que se habían sacado los pupitres a toda prisa; una docena de alumnas, elegidas entre las más aplicadas, habían obtenido el privilegio de escuchar las palabras de la señora de Montmort. Rascaban el suelo con sus zuecos y miraban al vacío con sus grandes e inexpresivos ojos, «como las vacas», pensó, no sin cierta irritación, la vizcondesa, y decidió dirigirse a ellas especialmente.

– Vosotras, mis queridas niñas -empezó-, habéis sufrido precozmente los dolores de la Patria… -Una de las niñas escuchaba con tal atención que se cayó del taburete en que estaba sentada; las otras once ahogaron la risa en los delantales. La vizcondesa frunció el entrecejo y elevó el tono de voz-: Os entregáis a los juegos de vuestra edad. Parecéis despreocupadas, pero vuestros corazones están henchidos de dolor. ¡Cuántas oraciones eleváis a Dios Todopoderoso mañana y noche para que se apiade de los infortunios de nuestra querida Francia!

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