– Pero, señora, ¿y el coche? -gimió el ama.
– A estas horas debe de ser un montón de cenizas -respondió la señora Péricand.
– ¿Y los bolsos, las cosas de los niños…?
Los bolsos iban en la camioneta de los criados. En el momento del desastre sólo quedaban tres maletas, tres maletas llenas de ropa blanca…
– ¡Qué se le va a hacer! -suspiró la señora Péricand alzando los ojos al cielo y, no obstante, volviendo a ver, como en un sueño delicioso, los hondos armarios de Nimes, con sus tesoros de algodón y lino.
El ama, que había dejado atrás su enorme maleta con flejes de hierro y un bolso de mano en piel de cerdo de imitación, se echó a llorar. La señora Péricand trató en vano de hacerle ver su ingratitud para con la Providencia.
– Piense que está viva, ama. ¿Qué importa lo demás?
El asno trotaba. El campesino tomaba pequeños caminos atestados de refugiados. Llegaron a las once y la señora Péricand consiguió coger un tren que iba en dirección a Nimes. A su alrededor, la gente decía que habían firmado el armisticio, aunque también había quien aseguraba que eso era imposible; sin embargo, los cañones habían dejado de sonar y las bombas, de caer. «¿Se habrá acabado la pesadilla?», se preguntó la señora Péricand. Volvió a mirar todo lo que llevaba consigo, «todo lo que he conseguido salvar»: sus hijos, su bolso. Palpó las joyas y el dinero que llevaba cosidos al camisón. Sí, había actuado con firmeza, coraje y sangre fría en unos momentos terribles. ¡No había perdido la cabeza! No había perdido… no había perdido… De pronto ahogó un grito. Se llevó las manos al cuello, echó el cuerpo atrás y su garganta emitió un estertor sordo, como si estuviera ahogándose.
– ¡Dios mío, señora! Señora, ¿se encuentra mal?
Por fin, con un hilo de voz, la señora Péricand consiguió gemir:
– Ama, mi pobre ama, nos hemos olvidado…
– Pero ¿de qué? ¿De qué?
– Nos hemos olvidado de mi suegro -murmuró la señora Péricand, y se echó a llorar.
22
Charles Langelet se había pasado toda una noche al volante entre París y Montargis, de modo que había padecido su parte de la desgracia pública. No obstante, mostraba una gran presencia de ánimo. En la fonda en que se detuvo a almorzar, un grupo de refugiados se lamentaba de los horrores del viaje, tomándolo a él por testigo:
– ¿No es verdad, caballero? Usted lo ha visto tan bien como nosotros. ¡No puede decirse que exageremos!
– ¿Yo? Yo no he visto nada -respondió él con sequedad.
– ¿Cómo? ¿Ni un bombardeo? -le preguntó la dueña, sorprendida.
– Pues no, señora.
– ¿Ni un incendio?
– Ni siquiera un accidente de coche.
– Pues mejor para usted, desde luego -dijo la mujer tras unos instantes de reflexión, pero encogiéndose de hombros con cara de incredulidad, como si pensara: «¡Vaya un bicho raro!»
Langelet probó con cautela la tortilla que acababan de servirle, la apartó murmurando «incomible», pidió la cuenta y se marchó. Encontraba un placer perverso en privar a aquellas buenas almas del entretenimiento que se prometían al interrogarlo, porque, como los seres viles y vulgares que eran, imaginaban que sentían compasión por el prójimo, pero en realidad temblaban de malsana curiosidad, de melodrama barato. «Es increíble lo vulgar que puede llegar a ser la gente», pensó Charlie con tristeza. Siempre se sentía escandalizado y afligido al descubrir el mundo real, poblado de pobres diablos que nunca han visto una catedral, una estatua, un cuadro. Aunque los happy few a los que se enorgullecía de pertenecer reaccionaban con la misma cobardía y la misma estupidez que los humildes ante los golpes del destino. ¡Dios! Y lo que diría la gente después del «éxodo», de «su éxodo»… Ya le parecía estar oyendo cotorrear a aquella vieja pretenciosa: «Yo no me asusté de los alemanes; me acerqué a ellos y les dije: "Caballeros, tienen ustedes delante a la madre de un oficial francés." Ni siquiera rechistaron.» Y a la que contaría: «Las balas silbaban a mi alrededor. Y lo más curioso es que no me daba miedo.» Y todos se pondrían de acuerdo para acumular escenas de horror en sus relatos. En cuanto a él, se limitaría a decir: «Qué curioso, a mí todo me pareció muy normal. Mucha gente en la carretera, y nada más.» Imaginó sus caras de asombro y sonrió, reconfortado. Necesitaba reconfortarse. Cuando pensaba en su piso de París se le encogía el corazón. De vez en cuando se volvía hacia el fondo del coche y miraba con ternura las cajas que contenían sus porcelanas, su más preciado tesoro. Había un grupo de Capo di Monte que lo preocupaba: se preguntaba si había puesto bastante serrín y bastante papel de seda a su alrededor. Al final del embalaje se había quedado corto de papel. Era un centro de mesa, un grupo de muchachas bailando con amorcillos y cervatos. Suspiró. Mentalmente, se comparaba a un romano huyendo de la lava y las cenizas de Pompeya tras abandonar a sus esclavos, su casa y su oro, pero llevando entre los pliegues de la túnica una estatuilla de terracota, un vaso de forma perfecta, una copa moldeada sobre un hermoso pecho. Sentirse tan diferente del resto de los hombres era reconfortante y amargo á la vez. Volvió hacia ellos sus claros ojos. La riada de coches seguía fluyendo y las caras, sombrías y angustiadas, se parecían como gotas de agua. ¡Pobre chusma! ¿Qué les preocupaba? ¿Lo que comerían? ¿Lo que beberían? Él pensaba en la catedral de Ruán, en los castillos del Loira, en el Louvre… Una sola de sus venerables piedras valía más que mil vidas humanas. Se estaba acercando a Gien. Un punto negro apareció en el cielo y, con la rapidez del rayo, Langelet pensó que aquella columna de refugiados cerca del paso a nivel era un blanco muy tentador para un avión enemigo, y se metió por un camino de tierra. Quince minutos después, unos metros delante de él, dos coches que también habían optado por abandonar la carretera eran obligados a precipitarse a la cuneta debido a una falsa maniobra de un conductor enloquecido y salían despedidos hacia los campos, por los que esparcían maletas, colchones, jaulas de pájaros, mujeres heridas… Charlie oyó ruidos confusos, pero no se volvió. Huyó hacia un espeso bosque. Detuvo el coche entre los árboles, esperó unos minutos y reanudó la marcha por el camino forestal, porque decididamente la carretera nacional era demasiado peligrosa.
Durante un rato dejó de pensar en los peligros que acechaban a la catedral de Ruán para imaginarse muy concretamente los que corría él, Charles Langelet. No quería darle demasiadas vueltas, pero las imágenes que acudían a su mente eran de lo más desagradables. Crispadas sobre el volante, sus largas y delgadas manos temblaban ligeramente. Por allí se veían pocos coches y pocas casas, y ni siquiera sabía muy bien adónde se dirigía. Siempre se había orientado mal y no estaba acostumbrado a viajar sin chofer. Se pasó un buen rato dando vueltas alrededor de Gien y empezó a ponerse nervioso. Temía quedarse sin gasolina. Meneó la cabeza y suspiró. Ya sabía que pasaría algo así: él, Charlie Langelet, no estaba hecho para aquella existencia grosera. Las mil pequeñas trampas de la vida cotidiana lo superaban. Y, en efecto, al coche se le acabó el combustible y se paró. Charlie se dirigió a sí mismo un pequeño gesto de homenaje, como quien se inclina ante un valiente vencido. No había nada que hacer; pasaría la noche en el bosque.
– ¿No tendría usted una lata de gasolina para dejarme? -le preguntó al primer automovilista que vio.
El hombre respondió que no, y Charlie sonrió amarga y melancólicamente. «¡Así son los hombres! Raza egoísta y dura… Nadie está dispuesto a compartir un trozo de pan, una botella de cerveza o una simple lata de gasolina con un hermano en el infortunio…»
El automovilista arrancó pero se volvió para gritarle:
– Podrá conseguirla muy cerca de aquí, en la aldea de…
El nombre se perdió en la distancia y el vehículo siguió alejándose y desapareció entre los árboles. Charlie creyó distinguir una o dos casas.