– Los franceses no nos vendemos unos a otros -replicó la anciana con orgullo-. Desde que conoces a los alemanes, pareces haberlo olvidado, querida.
Lucile recordó una confidencia del teniente: «En la Kommandantur -le había contado Bruno-, el mismo día de nuestra llegada, nos esperaba un paquete de cartas anónimas. La gente se acusaba mutuamente de hacer propaganda inglesa y gaullista, de acaparar productos de consumo, de espionaje… ¡Si les hubiéramos hecho caso, ahora toda la comarca estaría en prisión! Ordené que las arrojaran todas al fuego. Los seres humanos nos vendemos con mucha facilidad, y la derrota despierta lo peor que hay en nosotros. En Alemania ocurrió lo mismo.» Pero Lucile no dijo nada y dejó a su suegra, alegre, entusiasmada, veinte años más joven, preparando el sofá del cuarto de baño. Con su propio colchón, su almohada y las mejores sábanas, hacía con amor la cama de Benoît Labarie.
20
Hacía tiempo que los alemanes habían dispuesto todos los preparativos para celebrar una fiesta en el parque de los Montmort la noche del 21 al 22 de junio. Era el aniversario de la entrada del regimiento en París, pero ningún francés debía conocer el motivo que justificaba la elección de esa fecha. Era la consigna de los mandos: no herir el orgullo nacional de los franceses. Los pueblos conocen sus propios defectos mejor que nadie, incluido el observador extranjero peor intencionado. Recientemente, Bruno von Falk había mantenido una conversación amistosa con un joven francés, que le había dicho:
– Nosotros lo olvidamos todo muy rápidamente. Es nuestra debilidad y, al mismo tiempo, nuestra fuerza. Después de 1918 olvidamos que éramos los vencedores, y eso nos perdió; después de 1940 olvidaremos que nos derrotaron, lo que quizá nos salve.
– Para nosotros, los alemanes, lo que es a la vez nuestro peor defecto y nuestra mejor virtud es la falta de tacto o, dicho de otro modo, la falta de imaginación. Somos incapaces de ponernos en el lugar del otro, lo ofendemos gratuitamente y nos hacemos odiar; pero eso nos permite actuar de un modo inflexible y sin desfallecer.
Como los alemanes desconfiaban de su propia falta de tacto, medían cuidadosamente todas sus palabras cuando hablaban con los lugareños, lo que hacía que éstos los tacharan de hipócritas. Hasta a Lucile, que le preguntó: «¿Qué se celebra con ese convite?», le respondió Bruno evasivamente, diciendo que en su país había costumbre de reunirse hacia el 24 de junio, la noche más corta del año, pero que, como para el 24 se habían programado unas grandes maniobras, no había habido más remedio que adelantar la celebración.
Todo estaba a punto. Para cubrir las mesas, que se colocarían en el parque, se había rogado a la población que tuviera a bien prestar sus mejores manteles por unas horas. Con respeto e infinito cuidado, los soldados, bajo la dirección del propio Bruno, habían hecho su elección entre los montones de piezas adamascadas que salían de los hondos armarios. Las señoras, con los ojos alzados al cielo -como si esperaran, se decía Bruno con sorna, ver aparecer a la mismísima santa Genoveva, que fulminaría a los sacrílegos alemanes por atreverse a poner las zarpas en aquel tesoro familiar de fina tela, calados en escala y monogramas bordados con flores y pájaros-, montaban guardia y contaban ante ellos las toallas de baño.
– Tenía cuatro docenas: cuarenta y ocho, teniente. Ahora sólo me salen cuarenta y siete.
– Permítame ayudarla a contar, señora. Estoy seguro de que nadie ha cogido nada; son los nervios, señora. Mire, ahí tiene la que hace cuarenta y ocho, caída a sus pies. Permítame recogerla y devolvérsela.
– ¡Ah, sí, ya la veo! Perdone, teniente -respondía la buena mujer con su sonrisa más ácida-, pero cuando te desordenan todo de este modo, las cosas desaparecen fácilmente.
No obstante, Bruno acabó descubriendo un buen modo de ganárselas. Con un gran saludo, les decía:
– Naturalmente, no tenemos ningún derecho a pedírselo. Como comprenderá, es algo que no entra en las contribuciones de guerra… -Y llegaba a insinuar que si el general se enterara…-. Es tan suyo… Seguro que nos reñiría por actuar con un descaro tan imperdonable. Pero estamos muy aburridos. Nos gustaría que la fiesta saliera bien. Lo que le pedimos es un favor, mi querida señora. Es usted muy dueña de negárnoslo.
¡Mágicas palabras! Al oírlas, hasta el rostro más ceñudo se iluminaba con el atisbo de una sonrisa (un pálido y agrio sol de invierno sobre una de sus opulentas y decrépitas casas, pensaba Bruno).
– Faltaría más, teniente, no cuesta nada darles ese gusto. ¿Serán ustedes cuidadosos con esos manteles?, formaban parte de mi ajuar.
– Por Dios, señora… Le juro que se los devolveremos lavados, planchados e impecables…
– ¡No, no! ¡Gracias, pero devuélvamelos tal cual! ¡Lavar mis manteles! Nosotros no los llevamos a la lavandería, teniente. La criada hace toda la colada bajo mi supervisión. Usamos ceniza fina…
Llegados a este punto, no quedaba sino exclamar, con una sonrisa enternecida:
– ¡Vaya, como mi madre!
– ¿Ah, sí? ¿Su señora madre también…? ¡Qué curioso! ¿No necesitará también servilletas?
– No me atrevía a pedírselas, señora…
– Le pongo una, dos, tres, cuatro docenas. ¿Cubertería?
Salían con los brazos cargados de inmaculada y fragante ropa, los bolsillos llenos de cuchillos de postre y una ponchera antigua o una cafetera Napoleón con adornos de hojarasca en el asa, sostenida en la mano como si fuera el Santísimo Sacramento. Todo iba a parar a las cocinas de la vizcondesa, a la espera del día de la celebración. Las chicas interpelaban a los soldados entre risas:
– ¿Cómo se las arreglarán para bailar sin mujeres?
– Como podamos, señoritas. Es la guerra.
Los músicos se instalarían en el invernadero. A la entrada del parque se habían colocado pilares y mástiles cubiertos de guirnaldas en los que se desplegarían las banderas: la del regimiento, que había hecho las campañas de Polonia, Bélgica y Francia y entrado victorioso en tres capitales, y el estandarte con la cruz gamada, teñido -diría Lucile en voz baja- con toda la sangre de Europa. De toda Europa, sí, incluida Alemania; la sangre más noble, la más joven, la más ardiente, la primera que se derrama en los combates. Y luego, con la que queda, hay que vivificar el mundo. Por eso son tan difíciles las posguerras.
Todos los días, de Chalon-sur-Saône, Moulins, Nevers, París y Epernay llegaban camiones militares cargados con cajas de champán. Puede que no hubiera mujeres, pero habría bebida, música y fuegos artificiales en el lago.
– Eso no nos lo perdemos -habían dicho las chicas francesas-. Esa noche no pensamos hacer ni caso del toque de queda. ¿Lo han oído? Ya que ustedes se lo van a pasar en grande, nosotras tenemos derecho a divertirnos un poco. Iremos a la carretera que pasa junto al parque y los veremos bailar.
Entre risas, se probaban gorros de cotillón, sombreros cabriolé con encajes plateados, máscaras, flores de papel para el pelo… ¿Para qué fiesta se destinaban? Todo estaba un poco arrugado, un poco descolorido, era de segunda mano o formaba parte de la guardarropía de alguna sala de fiestas de Cannes o Deauville cuyo dueño, antes de septiembre de 1939, echaba cuentas con las futuras temporadas.
– Vais a estar muy graciosos con todo esto -decían las chicas.
Los soldados se pavoneaban y hacían muecas.
Champán, música, baile… un poco de diversión para olvidarse por unas horas de la guerra y el paso del tiempo. La única preocupación era la posibilidad de que estallara una tormenta. Pero las noches eran tan serenas… Y, de pronto, aquella tremenda desgracia, el camarada muerto, caído sin gloria, cobardemente asesinado por un campesino borracho. Se pensó en anular la fiesta. ¡Pero no! Allí debía reinar el espíritu guerrero: el que admite tácitamente que, apenas uno muera, sus camaradas se repartirán sus camisas y sus botas, y se pasarán la noche jugando a las cartas mientras él reposa en un rincón de la tienda (¡si es que han encontrado sus restos!), y que, en contrapartida, acepta la muerte del prójimo como una cosa natural, el destino probable de todo soldado, y se niega a renunciar por su causa ni al pasatiempo más insignificante. Además, los mandos debían pensar sobre todo en la tropa, a la que convenía apartar cuanto antes de desmoralizadoras meditaciones sobre la brevedad de la vida y los peligros que podía deparar el futuro. ¡No! Bonnet había muerto sin apenas sufrir. Había tenido un hermoso entierro. Y él tampoco habría querido que sus camaradas se vieran privados de una alegría por su culpa. La fiesta se celebraría en la fecha prevista.