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– ¡Se le ha posado en el brazo, señora! -gritó la niña.

El alemán y la señora se volvieron hacia ella y la miraron sin verla. Pero el oficial hizo un gesto impaciente con la mano, como si espantara una mosca. «Pues no pienso irme -se dijo la niña en tono desafiante-. Para empezar, ¿qué hacen aquí? Donde tienen que estar un caballero y una señora es en un salón.» Enfurruñada, aguzó el oído. Pero ¿de qué parloteaban tanto?

– ¡Jamás! -susurró el oficial con voz ronca-. ¡Jamás la olvidaré!

Una enorme nube cubrió la mitad del cielo; las flores, los frescos y brillantes colores del césped, todo se apagó. La señora arrancaba las florecillas malvas de los tréboles y las deshojaba.

– Es imposible -dijo, y las lágrimas temblaron en su voz. «¿Qué es imposible?», se preguntó la niña-. Yo también he pensado… Se lo confieso… No hablo de… amor… Pero me habría gustado tener un amigo como usted… Nunca he tenido un amigo. ¡No tengo a nadie! Pero es imposible.

– ¿Por la gente? -le preguntó el oficial poniendo cara de desprecio.

– ¿La gente? Con que sólo ante mí misma me sintiera inocente… ¡Pero no! Entre nosotros no puede haber nada.

– Ya hay muchas cosas que jamás podrá borrar: nuestro día lluvioso, el piano, esta mañana, nuestros paseos por el bosque…

– ¡Ah, no debí…!

– ¡Pero ya está hecho! Es demasiado tarde… Ya no puede evitarlo. Todo eso ha ocurrido…

La niña cruzó los brazos sobre la hierba y apoyó la barbilla; ya no oía más que un rumor lejano como el zumbido de una abeja. Esa nube tan grande, ese relampagueo, anunciaban lluvia. Si empezaba a llover de repente, ¿qué harían la señora y el oficial? Sería gracioso verlos correr bajo el agua, ella con su sombrero de paja y él con esa capa verde tan bonita… Pero también podían esconderse en el jardín. Si quisieran, ella los llevaría a un cenador donde no te veía nadie. «Ya son las doce -se dijo al oír las campanadas del ángelus-. ¿Se irán a comer? ¿Qué comerá la gente rica? ¿Queso blanco, como nosotros? ¿Pan? ¿Patatas? ¿Caramelos? ¿Y si les pido caramelos?» Se estaba acercando a ellos, decidida a darles un toquecito en el hombro y pedirles caramelos -porque la pequeña Rose era una niña muy atrevida-, cuando vio que se levantaban de golpe y se quedaban de pie, temblando. Sí, aquel señor y aquella señora estaban temblando, como cuando uno se subía al cerezo de la escuela y, con la boca todavía llena de cerezas, oía gritar a la maestra: «¡Rose, baja inmediatamente de ahí, ladronzuela!» Pero ellos a quien veían no era a la maestra, sino a un soldado que se había cuadrado a unos metros de distancia y hablaba muy deprisa en esa lengua suya que no había quien la entendiera; las palabras hacían el mismo ruido en su boca que un torrente saltando entre las piedras.

El oficial se apartó de la señora, que estaba pálida y turbada.

– ¿Qué pasa? ¿Qué dice? -murmuró ella.

El oficial parecía tan azorado como ella; escuchaba al soldado sin comprender. Al fin, una sonrisa iluminó su pálido rostro.

– Dice que ya lo han encontrado todo, pero que la dentadura postiza del anciano está rota, porque los niños jugaban con ella: intentaron ponérsela al buldog disecado.

Los dos -el oficial y la señora- parecían haber interrumpido una especie de rito y volvían gradualmente a la realidad. Posaron los ojos en la pequeña Rose, y esta vez la vieron. El oficial le tiró de la oreja.

– ¿Qué habéis hecho, granujas?

Pero su voz sonó vacilante, y en la risa de la señora había una especie de eco vibrante, como sollozos ahogados. Reía como la gente que acaba de pasar mucho miedo y, aunque ríe, todavía no puede olvidar que se ha salvado de un peligro mortal. La pequeña Rose, muy apurada, buscó en vano una respuesta salvadora. «La dentadura… sí… es que… queríamos ver si el buldog parecía más malo con unos dientes tan blancos y tan nuevos…» Pero temía la cólera del oficial (de cerca, parecía muy grande y enfadado) y optó por gimotear:

– No hemos hecho nada… Si ni siquiera hemos visto esa dentadura…

Pero ahora los niños surgían de todas partes. Sus frescas y agudas voces se confundían en un ruidoso guirigay.

– ¡No! ¡No! -exclamó la señora-. ¡Callad! ¡No pasa nada! Ya es suficiente con haber encontrado lo demás.

Una hora después, del jardín de los Perrin salía un enjambre de críos de mugrientos delantales, dos soldados alemanes empujando una carretilla que contenía un cesto lleno de tazas de porcelana, un diván con las cuatro patas al aire y una rota, un álbum de felpa, la jaula de un canario, que los alemanes habían confundido con el escurridor de ensalada que figuraba en la lista, y un montón de cosas más. Cerraban la marcha Lucile y el oficial. Cruzaron todo el pueblo ante las miradas de curiosidad de las mujeres, que advirtieron que no se hablaban, no se miraban e iban blancos como el papel. El oficial tenía una expresión glacial e indescifrable.

– Ha debido de cantarle las cuarenta -susurraban las mujeres-, decirle que era una vergüenza dejar una casa en semejante estado. Está enfurruñado. ¡Claro, como que no están acostumbrados a que les planten cara! Pero ella tiene razón. ¡No somos animales! Es valiente, la joven señora Angellier; no se asusta así como así -decían.

Al pasar junto a Lucile, una que seguía a una cabra (la viejecilla que el domingo de Pascua a la salida de Vísperas les había dicho a las Angellier: «Estos alemanes son de la piel del diablo»), una mujeruca diminuta y cándida de cabello blanco y ojos azules, le susurró al oído:

– ¡Siga así, señora! ¡Que vean que no les tenemos miedo! Su prisionero estará orgulloso de usted -añadió, y se echó a lloriquear, no porque ella tuviera prisionero a nadie (hacía mucho tiempo que se le había pasado la edad de tener un marido o un hijo en la guerra), sino porque los prejuicios sobreviven a las pasiones, y ella era patriota y sentimental.

15

Cuando la anciana señora Angellier y el alemán se encontraban cara a cara, ambos retrocedían instintivamente, de un modo que, en el oficial, podía pasar por una afectación de cortesía, por el deseo de no importunar con su presencia a la señora de la casa, y se parecía bastante a la reparada de un purasangre que ve una víbora ante sus patas, mientras que la señora Angellier ni siquiera se molestaba en disimular el estremecimiento que la sacudía y se quedaba rígida, en la actitud de pavor que puede causar la proximidad de un animal peligroso e inmundo. Pero eso sólo duraba un instante: la buena educación sirve precisamente para corregir las reacciones instintivas de los seres humanos. El oficial se erguía todavía más, revestía sus facciones de una seriedad y rigidez de autómata, inclinaba la cabeza y daba un taconazo («¡Oh, ese saludo a la prusiana!», se decía la anciana, sin pensar que, tratándose de un hombre nacido en Alemania oriental, no podía esperarse ni la zalema de un árabe ni el apretón de manos de un inglés). Por su parte, la señora Angellier cruzaba las manos sobre el estómago con un gesto similar al de la monjita que está velando a un muerto y se levanta para saludar a un miembro de su familia sospechoso de anticlericalismo, lo que hace que su rostro adopte diversas expresiones: el aparente respeto («usted manda»), la censura («pero todo el mundo sabe que es usted un descreído»), la resignación («ofrezcamos nuestra repugnancia al Señor») y, por último, un destello de alegría feroz («tiempo al tiempo, amiguito: tú arderás en el infierno mientras que yo me iré al cielo calzada y vestida»), aunque en el caso de la anciana este último pensamiento coincidía más bien con el deseo que formulaba mentalmente cada vez que veía a un miembro del ejército de ocupación: «Ojalá se pudra en el fondo del Canal», porque en esa época se esperaba que intentaran invadir Inglaterra en cualquier momento. Tomando sus deseos por realidades, la señora Angellier incluso creía ver al alemán con las lívidas e hinchadas facciones de un ahogado devuelto a la playa por las olas, y sólo eso le permitía adoptar un rostro humano, dejar que una débil sonrisa vagara por sus labios como el último rayo de un sol que se apaga y responder a su interlocutor, que se había interesado por su salud: «Gracias. Bien, dadas las circunstancias», en un tono lúgubre que se acentuaba en las dos últimas palabras y significaba: «Bien, dado el desastroso estado de mi país por vuestra culpa.»

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