3
Cuando las Angellier salían para asistir a vísperas, el oficial que se alojaría en su casa entraba en ella. Se cruzaron en el umbral. El alemán dio un taconazo y saludó. La anciana señora Angellier palideció aún más y, haciendo un esfuerzo, le concedió una muda inclinación de la cabeza. Lucile levantó los ojos y, por un instante, el oficial y ella se miraron. En un segundo, un tropel de ideas cruzó su mente. «¿Y si fuera él quien hizo prisionero a Gastón? ¿A cuántos franceses habrá matado, Dios mío? ¿Cuántas lágrimas se habrán vertido por su culpa? Aunque lo cierto es que, si la guerra se hubiera desarrollado de otro modo, ahora Gastón podría estar entrando en una casa alemana como dueño y señor. Es la guerra, este joven no tiene la culpa.»
Era delgado, de manos bonitas y ojos grandes. Lucile se fijó en sus manos porque estaba sosteniéndoles la puerta. Llevaba un anillo con una piedra oscura y opaca en el anular; un rayo de sol surgido entre dos nubes arrancó un destello púrpura a la piedra y acarició aquel rostro de piel rojiza, curtida por la intemperie y cubierta de un vello suave como el de un melocotón de viña. Los pómulos eran prominentes, de un modelado fuerte y delicado, y la boca, fina y orgullosa. Lucile acortó el paso a su pesar; no podía dejar de mirar aquella mano grande y suave de largos dedos (se la imaginaba sosteniendo un pesado revólver negro, o una metralleta, o una granada, cualquier arma que repartiera muerte con indiferencia), aquel uniforme verde (¿cuántos franceses habrían pasado la noche en vela esperando ver aparecer entre las sombras de unos matorrales un uniforme así?) y aquellas relucientes botas… Se acordó de los soldados del derrotado ejército francés que, un año antes, habían atravesado el pueblo en su huida, sucios, agotados, arrastrando por el polvo sus pesados zapatones. Oh, Dios mío, eso era la guerra… Un soldado enemigo nunca parecía estar solo -un ser humano frente a otro ser humano-, sino acompañado, rodeado por un innumerable ejército de fantasmas, el ejército de los ausentes y los muertos. No se hablaba con un hombre, sino con una muchedumbre invisible; de tal modo que ninguna frase se decía sin más, y tampoco se escuchaba sin más; siempre se tenía esa sensación de no ser más que una boca que hablaba por muchas otras bocas mudas.
«¿Y él? ¿Qué piensa él? -se preguntó Lucile-. ¿Qué siente al poner los pies en esta casa francesa cuyo dueño está ausente, hecho prisionero por él o por sus camaradas? ¿Nos compadece? ¿Nos odia? ¿O entra aquí como en una fonda, pensando solamente si la cama será cómoda y la criada, joven?» Hacía rato que la puerta se había cerrado detrás del oficial; Lucile había seguido a su suegra, había entrado en la iglesia, se había arrodillado en su banco… Pero no podía olvidar al soldado enemigo. Ahora estaba solo en la casa; se había reservado el despacho de Gastón, que tenía una salida independiente. Comería fuera; no lo vería, aunque oiría sus pasos, su voz, su risa. ¡Sí, él podía reír! Estaba en su derecho. Lucile miró a su suegra, que permanecía inmóvil, con la cara oculta entre las manos, y por primera vez aquella mujer a la que no quería le inspiró piedad y una vaga ternura. Se inclinó hacia ella y le dijo con suavidad:
– Recemos el rosario por Gastón, madre.
La anciana asintió con la cabeza. Lucile empezó a rezar con un fervor sincero, pero poco a poco sus pensamientos se le escapaban y regresaban a un pasado cercano y lejano a un tiempo, sin duda debido al siniestro paréntesis de la guerra. Volvía a ver a su marido, aquel hombre grueso y hastiado que sólo se apasionaba por el dinero, las tierras y la política local. Nunca lo había amado. Se había casado con él porque así lo deseaba su padre. Nacida y criada en el campo, lo único que conocía del mundo era lo que había visto durante sus breves estancias en París, en casa de una pariente anciana. La vida en esas provincias del centro es opulenta y salvaje; cada cual vive encerrado en su casa, en su propiedad, recoge su trigo y cuenta su dinero. Las largas comilonas y la partidas de caza ocupan el tiempo libre. Para Lucile, el pueblo, con sus adustas casas protegidas por puertas tan gruesas como las de una prisión, sus salones atestados de muebles, siempre cerrados y helados para ahorrarse el fuego, era la imagen de la civilización. Dejó la casa paterna, perdida en medio del bosque, con un jubiloso entusiasmo ante la idea de vivir en el pueblo, de tener coche, de ir a comer a Vichy de vez en cuando… Educada severa y religiosamente, la adolescente no había sido infeliz, porque para entretenerse le bastaban el jardín, las tareas domésticas y una enorme y húmeda biblioteca llena de libros apolillados que leía a escondidas. Se había casado; había sido una esposa dócil y fría. Gastón Angellier sólo tenía veinticinco años en el momento de la boda, pero aparentaba esa prematura madurez que la vida sedentaria, los excelentes y pesados alimentos con que se atiborra, el abuso del vino y la falta de cualquier emoción viva y auténtica dan al hombre de provincias. Es una seriedad engañosa que sólo afecta a las costumbres y las ideas del individuo, en cuyo interior sigue bullendo la espesa y caliente sangre de la juventud.
En uno de sus viajes de negocios a Dijon, donde había estudiado, Gastón Angellier se encontró con una antigua amante, una modista con la que hacía años que había roto; se encaprichó de ella por segunda vez y con más vehemencia que la anterior; le hizo un hijo; le alquiló una casita en las afueras y se las arregló para pasar la mitad de su vida en Dijon. Lucile lo sabía todo, pero callaba, por timidez, desprecio o indiferencia. Después había estallado la guerra…
Y ahora, desde hacía un año, Gastón estaba prisionero. «Pobrecillo. Lo estará pasando mal -pensaba Lucile mientras las cuentas del rosario se deslizaban maquinalmente entre sus dedos-. ¿Qué será lo que más echa de menos? Su mullida cama, sus buenas comidas, su amante…» Le habría gustado poder darle todo lo que había perdido, todo lo que le habían quitado… Sí, todo, incluida aquella mujer… Eso, la espontaneidad y la sinceridad de ese sentimiento, le hizo comprender el vacío de su corazón; nunca había estado henchido de amor ni de celosa aversión. A veces, su marido la trataba con rudeza. Ella le perdonaba sus infidelidades, pero él nunca había olvidado las especulaciones de su suegro. Lucile volvió a oír las palabras que en más de una ocasión habían hecho que se sintiera abofeteada: «¡Anda, que si llego a saber antes que la moza no tenía dinero!»
Lucile bajó la cabeza. No, en su corazón ya no había resentimiento. Lo que su marido debía de haber pasado después de la derrota, los últimos combates, la huida, la captura, las marchas forzadas, el frío, el hambre, los muertos a su alrededor y ahora el campo de prisioneros, lo borraba todo. «Que vuelva y recupere todo lo que le gustaba: su habitación, sus zapatillas forradas, los paseos por el jardín al amanecer, los melocotones frescos recién cogidos en la espaldera y las buenas comidas, los grandes fuegos crepitantes, todos sus placeres, los que ignoro y los que adivino, que los recupere! No pido nada para mí, pero me gustaría verlo feliz. ¿Y yo?»
En su ensimismamiento, el rosario se le escapó de las manos y cayó al suelo; de pronto, se dio cuenta de que todo el mundo estaba de pie, de que el oficio tocaba a su fin. Fuera, los alemanes paseaban por la plaza. Los galones de plata de sus uniformes, sus ojos claros, sus rubias cabezas, las hebillas metálicas de sus cinturones brillaban al sol y daban al polvoriento terrero de delante de la iglesia, encerrado entre altos muros (las ruinas de las antiguas murallas), una alegría, una animación, una vida nueva. Los alemanes paseaban los caballos. Habían organizado una comida al aire libre: la mesa y los bancos estaban hechos con tablas requisadas en el taller del ebanista, que las destinaba a hacer ataúdes. Los soldados comían y miraban a los lugareños con divertida curiosidad. Era evidente que los once meses de ocupación no habían bastado para aburrirlos de los franceses; aún los observaban con el regocijado asombro de los primeros días, los encontraban graciosos, raros, no se acostumbraban a su atropellado parloteo, trataban de adivinar si los odiaban, los toleraban, los apreciaban… Sonreían a las chicas con disimulo, y ellas pasaban de largo, dignas y desdeñosas (¡era el primer día!). Así que los alemanes bajaban los ojos hacia la chiquillería que los rodeaba: todos los chavales del pueblo estaban allí, fascinados por los uniformes, los caballos y las botas altas. Las madres se desgañitaban, pero no las oían. Con los dedos sucios, tocaban furtivamente la gruesa tela de las guerreras. Los alemanes les hacían señas de que se acercaran y les llenaban las manos de caramelos y calderilla.