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En ese instante, el enorme reloj dio las doce. Bonnet sonrió casi con placer. Aquel sonido grave, profundo y un tanto cascado, que saca de aquella vieja máquina con la caja pintada, era el mismo que en más de una ocasión había creído oír mientras contemplaba un cuadro de algún pintor holandés e imaginaba el olor de los arenques preparados por la señora de la casa o el ruido de la calle que se adivinaba tras una ventana de cristales verdosos; en aquellos lóbregos interiores siempre había un reloj así.

No obstante, quería hacer hablar a Madeleine, deseaba volver a oír su voz fresca y melodiosa.

– ¿Vive aquí sola? ¿Tiene al marido prisionero, quizá?

– ¡No, no! -se apresuró a responder Madeleine.

Al recordar que Benoît se había escapado de los alemanes, volvió a asustarse; de pronto, temió que el alemán lo adivinara y detuviera al fugitivo. «Mira que soy idiota», se dijo, pero instintivamente suavizó su actitud: había que ser amable con el vencedor. Adoptando un tono ingenuo y obsequioso, preguntó:

– ¿Se quedarán ustedes mucho tiempo? Dicen que tres meses.

– No lo sabemos ni siquiera nosotros -explicó Bonnet-. Es la vida del soldado: dependemos de una orden, del capricho de los generales o del azar de la guerra. íbamos camino de Yugoslavia, pero allí todo ha terminado.

– ¡Ah! ¿Ha terminado?

– Es cuestión de días. De todas formas, hubiésemos llegado después de la victoria. Así que creo que nos tendrán aquí todo el verano, a no ser que nos envíen a África o Inglaterra.

– Y… ¿le gusta esa vida? -preguntó Madeleine con fingida candidez, pero sintiendo un leve estremecimiento de repugnancia, como si le hubiera preguntado a un caníbal: «¿Es verdad que le gusta la carne humana?»

– El hombre ha nacido para ser guerrero, como la mujer para el descanso del guerrero -respondió Bonnet, y sonrió, porque encontraba divertido citar a Nietzsche ante aquella bonita campesina francesa-. Seguro que su marido, si es joven, piensa lo mismo.

Madeleine no respondió. En el fondo, sabía muy poco sobre las ideas de Benoît, se dijo, pese a que se habían criado juntos. Benoît era taciturno y estaba revestido de una triple armadura de pudor: masculino, campesino y francés. Madeleine no sabía ni qué odiaba ni qué amaba, sólo que era capaz de amar y de odiar. «Dios mío, que no le coja manía a este alemán», pensó.

Madeleine prestaba atención al joven oficial, pero estaba pendiente de los ruidos del camino y apenas le respondía. Las carretas pasaban de largo; las campanas tocaban el ángelus; sonaban una tras otra en el silencio del campo: primero, la de la pequeña capilla de Montmort, alegre como un cascabel de plata; luego, el grave tañido de la iglesia del pueblo, y por último el apresurado repique de Sainte-Marie, que sólo se oía cuando hacía mal tiempo y el viento soplaba de lo alto de las colinas.

– Mi familia no tardará en llegar -murmuró, colocando sobre la mesa un jarrito de porcelana crema lleno de nomeolvides-. Usted no comerá aquí, ¿verdad? -le preguntó de improviso.

El alemán se apresuró a tranquilizarla.

– ¡No, no! Las comidas las haré en el pueblo. Sólo necesito el café con leche del desayuno.

– Eso es bien fácil. Si no es más que eso, teniente…

Era una frase hecha de la región; la gente la decía sonriendo y con voz melosa, pero no significaba absolutamente nada: era una fórmula cortés que no engañaba a nadie ni comprometía a nada, una simple muestra de amabilidad. Si al final la promesa quedaba en nada, existía otra fórmula ad hoc, que, por el contrario, se pronunciaba en tono de pesar y disculpa: «¡Ah, no siempre puede hacer uno lo que le gustaría!» Pero el alemán se quedó encantado.

– ¡Qué amable es todo el mundo en este pueblo! -exclamó ingenuamente.

– ¿Usted cree, teniente?

– ¿Y me subirá el desayuno a la cama?

– Eso sólo se hace con los enfermos -replicó Madeleine con tono burlón. Bonnet intentó cogerle las manos, pero ella las apartó bruscamente-. Aquí llega mi marido.

Todavía no era él, pero no tardaría en aparecer. Madeleine había reconocido el paso de la yegua en el camino. Salió al patio; seguía lloviendo. El viejo break, que no se había usado desde la otra guerra y que ahora sustituía al coche, inutilizable, cruzó el portón. Benoît iba en el pescante y las mujeres, sentadas bajo los chorreantes paraguas. Madeleine corrió hacia su marido y le echó los brazos al cuello.

– Hay un boche -le susurró al oído.

– ¿Se va alojar aquí?

– Sí.

– Maldita sea…

– ¡Bah, si los sabes manejar no son malas personas! -dijo Madeleine-. Y pagan bien.

Benoît desenganchó la yegua y la llevó a la cuadra. Cécile, intimidada por el alemán pero consciente de su buen aspecto -llevaba el vestido de los domingos, sombrero y medias de seda-, entró muy tiesa en la sala.

6

El regimiento pasó bajo las ventanas de Lucile. Los soldados cantaban; tenían muy buenas voces, pero formaban un coro grave, amenazador y triste que parecía más religioso que guerrero y desconcertaba a los franceses. «¿Serán cánticos suyos?», se preguntaban las mujeres.

La tropa volvía de las maniobras; era tan temprano que todo el pueblo dormía. Algunas mujeres se habían despertado sobresaltadas y reían asomadas a las ventanas. ¡Qué mañana tan pura y fresca! Los gallos hacían sonar sus trompetas, enronquecidas por el relente de la noche. El aire inmóvil estaba teñido de rosa y plata. Una luz inocente bañaba los felices rostros de los hombres que desfilaban (¿cómo no ser feliz en una primavera tan hermosa?), hombres altos y bien plantados, de facciones duras y voces armoniosas, a los que las mujeres seguían con la mirada largo rato. Los vecinos empezaban a reconocer a algunos soldados, que ya no formaban la masa anónima de los primeros días, aquella marea de uniformes verdes en la que ningún rasgo se distinguía de los demás, del mismo modo que en el mar ninguna ola posee fisonomía propia, sino que se confunde con las que la preceden y la siguen. Ahora aquellos soldados tenían nombres: «Mira -decía ¡agente-, ése es el rubito que vive en casa del almadreñero; sus compañeros lo llaman Willy. Aquel pelirrojo es el que pide tortillas de ocho huevos y se bebe doce vasos de aguardiente de un tirón, sin emborracharse ni ponerse malo. Y ese tan joven y tan tieso es el intérprete, el que hace y deshace en la Kommandantur. Y por ahí viene el alemán de las Angellier.»

Y, del mismo modo que a los granjeros se los llamaba por el nombre de la propiedad en que vivían, hasta el punto de que el cartero, descendiente de antiguos aparceros de los Montmort, seguía apodándose Auguste de Montmort, los alemanes heredaron en cierta medida los apellidos de sus anfitriones. Y así, se decía: «Fritz de Durand, Ewald de la Forge, Bruno de los Angellier…»

Este último iba a la cabeza de su destacamento de caballería. Los animales, fogosos y bien alimentados, que caracoleaban y miraban a la gente con ojos vivos, impacientes y orgullosos, eran la admiración de los campesinos. «¿Has visto, mamá?», exclamaban los niños.

El caballo del teniente tenía el pelaje castaño dorado, con reflejos de satén. Ninguno de los dos parecía insensible a los murmullos y las exclamaciones de admiración de las mujeres. El hermoso corcel arqueaba el pescuezo y sacudía furiosamente el bocado. El oficial esbozaba una leve sonrisa y de vez en cuando producía con la lengua un pequeño chasquido cariñoso que resultaba más efectivo que la fusta.

– ¡Qué bien monta ese boche! -exclamó una chica asomada a su ventana, y el teniente se llevó la enguantada mano a la gorra y saludó muy serio.

Detrás de la chica, se oyó un agitado cuchicheo.

– Sabes perfectamente que no les gusta que los llamen así. ¿Es que te has vuelto loca?

– Bueno, ¿y qué? Se me había olvidado -se defendió la chica, roja como un tomate.

Al llegar a la plaza, el destacamento se dispersó. Los soldados regresaron a sus alojamientos haciendo resonar las botas y las espuelas. Un sol radiante y casi estival empezaba a calentar con fuerza. En los patios, los soldados se lavaban; sus desnudos torsos estaban enrojecidos, curtidos por la intemperie y empapados en sudor. Un soldado había colgado un pequeño espejo en el tronco de un árbol y se estaba afeitando; otro sumergía la cabeza y los brazos en un cubo de agua fresca; un tercero exclamaba:

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