– Se lo están pasando en grande. Pero no te preocupes, que a éstos aún les queda por ver. Y la guerra no durará eternamente. Dicen que acabará este año. Desde luego, si ganan ellos será una desgracia; pero ¡qué se le va a hacer! El caso es que acabe… En las ciudades lo están pasando muy mal… Y que nos devuelvan a nuestros prisioneros.
En la carretera, las chicas bailaban cogidas de la cintura a los vibrantes y festivos sones de la banda. Los tambores y los vientos daban a esos aires, el vals y la opereta, una sonoridad brillante, un tono triunfal, glorioso, heroico y al mismo tiempo risueño que aceleraba los corazones; a veces, entre aquellas alegres notas, se elevaba un lamento bajo, prolongado y potente como el eco de una tormenta lejana.
Cuando se hizo totalmente de noche, los coros alzaron sus voces. Los grupos de militares se respondían de la terraza al parque y de la orilla del río a la margen del lago, por el que se deslizaban barcas adornadas con flores. Los franceses escuchaban, arrobados a su pesar. Era casi medianoche, pero nadie se decidía a abandonar su sitio en la hierba o entre las ramas de los árboles.
Sólo las antorchas y las luces de Bengala iluminaban los árboles. Las voces llenaban la noche con sus admirables cantos. De repente se hizo un gran silencio. Los alemanes corrían como sombras sobre un fondo de llamas verdes y luz de luna.
– ¡Son los fuegos artificiales! ¡Seguro que son los fuegos artificiales! ¡Lo sé, me lo han dicho los Fritz! -chilló un niño.
Su aguda voz llegaba hasta el lago. La madre le regañó:
– ¡Calla! No hay que llamarlos ni Fritz ni boches. ¡Jamás! No les hace ni pizca de gracia. Calla y mira.
Pero sólo se veía un ir y venir de sombras apresuradas. En lo alto de la terraza, alguien gritó unas palabras ininteligibles; un clamor sordo y prolongado como el fragor de un trueno le respondió.
– ¿Qué gritan? ¿Lo habéis entendido? Debe de ser «Heil Hitler!, Heil Goering!, Heil el Tercer Reich!», o algo por el estilo. Ya no se oye nada. Se han callado. ¡Mira, los músicos se van! ¿Les habrán dado alguna noticia? Mira que si han desembarcado en Inglaterra…
– Para mí que les ha entrado frío y van a seguir la fiesta dentro -dejó caer el farmacéutico, que tenía reuma y temía la humedad de la noche-. ¿Y si hacemos nosotros lo mismo, Linette? -añadió cogiendo del brazo a su joven mujer.
Pero la farmacéutica no tenía prisa.
– ¡Va, espera un poco más! A ver si vuelven a cantar. Era tan bonito…
Los franceses siguieron esperando, pero los cantos no se reanudaban. Soldados con antorchas corrían de la casa al parque, como si transmitieran noticias. De vez en cuando se oían breves órdenes. En el lago, las barcas flotaban vacías a la luz de la luna; todos los oficiales habían saltado a tierra. Se paseaban por la orilla hablando agitadamente. Sus palabras llegaban hasta la carretera, pero nadie las comprendía. Las luces de Bengala se apagaban una tras otra. Los espectadores empezaron a bostezar.
– Es tarde. Vámonos a casa. Esto se ha acabado.
Todo el mundo, las chicas, cogidas del brazo, los padres detrás de ellas, y los niños, muertos de sueño y arrastrando los pies, emprendió el regreso al pueblo en pequeños grupos.
Ante la primera casa, un viejo fumaba en pipa sentado en una silla de anea al borde del camino.
– ¿Qué? -preguntó-. ¿Ya ha acabado la fiesta?
– Pues sí. ¡Se han divertido de lo lindo!
– Pues que aprovechen mientras puedan -dijo el anciano sonriendo plácidamente-. En la radio acaban de anunciar que han entrado en guerra con Rusia. -El hombre golpeó varias veces la pipa contra una pata de la silla para hacer caer la ceniza, miró al cielo y murmuró-: Nos espera otro día seco… ¡Este tiempo va a acabar con los huertos!
22
– ¡Se van!
Hacía días que se esperaba la marcha de los alemanes. La habían anunciado ellos mismos: los mandaban a Rusia. Al conocer la noticia, los franceses los miraban con curiosidad («¿Están contentos? ¿Preocupados? ¿Van a perder o a ganar?»). Por su parte, los alemanes también trataban de adivinar lo que pensaban de ellos. ¿Se alegraban de perderlos de vista? ¿Secretamente les deseaban la muerte a todos? ¿Habría alguien que los compadeciera? ¿Los echarían de menos? No en tanto que alemanes, en tanto que invasores, claro (ninguno era tan ingenuo para planteárselo así); pero ¿echarían de menos a aquellos Paul, Siegfried, Oswald, que habían vivido tres meses bajo sus techos, que les habían enseñado fotos de sus mujeres o sus madres, que habían bebido con ellos más de una botella de vino…? Pero franceses y alemanes se mostraban igual de circunspectos; intercambiaban frases corteses y prudentes: «Así es la guerra… Qué le vamos a hacer… Ya no durará mucho… Esperémoslo así.» Se decían adiós como los pasajeros de un barco en la última escala. Se escribirían. En su día, volverían a verse. Siempre guardarían un buen recuerdo de las semanas que habían pasado juntos. En algún rincón oscuro, más de un soldado le susurraba a una chica pensativa: «Después de la guerra volveré.» Después de la guerra… ¡Qué lejos estaba!
Se iban ese día, 1 de julio de 1941. Lo que más preocupaba a los franceses era saber si el pueblo tendría que acoger a otros soldados; porque en tal caso, se decían con amargura, no merecía la pena cambiar. A éstos ya se habían acostumbrado. Más valía malo conocido…
Lucile fue a la habitación de su suegra para decirle que era definitivo, que habían recibido la orden, que los alemanes se marchaban esa misma noche. Antes de que llegaran otros, cabía esperar al menos unas horas de respiro, que había que aprovechar para facilitar la huida de Benoît. No podían esconderlo en casa hasta que acabara la guerra, ni tampoco mandarlo a la suya mientras el país siguiera ocupado. Sólo había una salida: que cruzara la línea de demarcación. Pero estaba estrechamente vigilada y aún lo estaría más mientras duraran los movimientos de tropas.
– Es muy peligroso, mucho -murmuró Lucile.
Estaba pálida y parecía agotada; hacía varias noches que apenas dormía. Miró a Benoît, de pie frente a ella. Labarie le inspiraba un sentimiento extraño, una mezcla de temor, perplejidad y envidia. Su expresión imperturbable, severa, casi dura, la intimidaba. Era un hombre alto y musculoso de rostro colorado; bajo sus pobladas cejas, los ojos claros tenían una mirada que a veces resultaba difícil sostener. Sus callosas y atezadas manos eran manos de labrador y de soldado que tan pronto removían la tierra como derramaban la sangre, pensó Lucile. Estaba segura de que ni el remordimiento ni la angustia le quitaban el sueño; para aquel hombre, todo era muy simple.
– Lo he pensado bien, señora Lucile -dijo Labarie en voz baja. Pese a aquellos muros de fortaleza y aquellas puertas cerradas, cuando estaban juntos, los tres se sentían espiados y decían lo que tuvieran que decir muy deprisa y casi en un murmullo-. En estos momentos, nadie me ayudará a pasar la línea. Es demasiado peligroso. Tengo que irme, sí, pero quiero ir a París.
– ¿A París?
– En mi regimiento conocí a unos chicos… -Benoît hizo una pausa-. Nos capturaron juntos. Nos evadimos juntos. Trabajan en París. Si consigo localizarlos, me ayudarán. Uno de ellos no estaría vivo ahora mismo si yo no… -Se miró las manos y guardó silencio-. Lo que necesito es llegar a París sin que me trinquen por el camino y encontrar a alguien que me esconda un par de días, hasta que dé con mis amigos.
– No conozco a nadie en París -murmuró Lucile-. De todas maneras, necesitaría documentos de identidad.
– Los tendré en cuanto encuentre a mis amigos, señora Lucile.
– ¿Cómo? ¿A qué se dedican sus amigos?
– A la política -respondió lacónicamente Benoît.
– Ah, comunistas… -murmuró Lucile recordando los rumores sobre las ideas y la forma de actuar de Benoît que circulaban por la comarca-. Ahora los comunistas estarán muy perseguidos. Se va a jugar la vida.