La anciana Angellier suspiró acongojada, imaginándose a personas de su círculo de amistades o de su familia compartiendo un cuervo a la hora de la cena, una idea que tenía algo de grotesco y degradante (mientras que tratándose de obreros, con decir «¡Pobres desgraciados!» y pasar a otra cosa, habría sido suficiente).
– ¡Pero al menos son ustedes libres! No tienen alemanes en casa; en cambio, nosotras alojamos a uno. ¡Un oficial! Sí, señora Perrin, en esta casa, detrás de esa pared -dijo la anciana indicando el papel verde oliva con palmas doradas.
– Lo sabemos -reconoció la señora Perrin con cierto apuro-. Nos lo dijo la mujer del notario, que cruzó la línea hace poco. Por eso precisamente hemos venido a verlas.
Todas las miradas se clavaron en Lucile.
– Explíquese, señora Perrin -pidió la anciana Angellier con frialdad.
– Ese oficial, según me han dicho, se muestra perfectamente correcto…
– En efecto.
– E incluso lo han visto dirigiéndole la palabra con suma educación en repetidas ocasiones…
– No me dirige la palabra -replicó la señora Angellier con altivez-. Yo no lo toleraría. Estoy dispuesta a admitir que no es una actitud demasiado razonable -añadió poniendo énfasis en la última palabra-, como ya me han hecho notar; pero soy madre de un prisionero y, en cuanto tal, ni con todo el oro del mundo podrán hacerme ver a uno de esos señores como otra cosa que un enemigo mortal. Aunque hay personas que son más… ¿cómo diría? Más flexibles, más realistas quizá… y mi nuera en particular…
– Yo le contesto cuando me habla, efectivamente -admitió Lucile.
– ¡Pero si hace usted muy bien, hace usted estupendamente bien! -exclamó la señora Perrin-. Mi querida joven, es en usted en quien tengo puestas todas mis esperanzas. Se trata de nuestra pobre casa. Se encuentra en un estado lamentable, ¿verdad?
– Sólo he visto el jardín a través de la verja…
– Mi querida Lucile, ¿no podría usted hacer que nos devolvieran determinados objetos, que se encuentran en su interior y que nos son especialmente queridos?
– Yo, señora… la verdad…
– ¡Por favor! Se trataría de ir a ver a esos señores e interceder en nuestro favor. Naturalmente, cabe la posibilidad de que esté todo destrozado o calcinado; pero no concibo que el vandalismo haya llegado a ese extremo y no podamos recuperar ciertos retratos, cartas personales o enseres que sólo tienen valor sentimental…
– Señora, diríjase usted misma a los alemanes que ocupan la casa y…
– Jamás -replicó la señora Perrin irguiéndose en la silla-. jamás pondré los pies en mi casa mientras el enemigo siga en ella. Es una cuestión de dignidad y también de sentimientos… Mataron a mi hijo, un hijo que acababa de ser admitido en el Politécnico entre los seis primeros… Me alojaré con mis hijas en una habitación del Hôtel des Voyageurs hasta mañana. Si pudiera usted arreglárselas para hacer salir determinados objetos, de los que le daré una lista, le estaré eternamente agradecida. De tener que entenderme con un alemán (¡me conozco!), sería capaz de ponerme a cantar La Marsellesa -aseguró la señora Perrin con tono vibrante-, y sólo conseguiría que me deportaran a Prusia. Lo que no sería ningún deshonor, sino todo lo contrario, pero ¡tengo hijas! Debo preservarme por mi familia. Así que, mi querida Lucile, le suplico encarecidamente que haga lo que pueda por nosotras.
– Aquí tiene la lista -dijo la menor de las Perrin.
Lucile desplegó el papel y leyó:
– Una jofaina y una jarra de porcelana, con nuestra inicial y un motivo de mariposas; un escurridor para la ensalada; el servicio de té blanco y dorado (veintiocho piezas, al, azucarero le faltaba la tapa); dos retratos del abuelo: uno en brazos de la nodriza y el otro en su lecho de muerte. La cornamenta de ciervo de la antesala, recuerdo de mi tío Adolphe; el plato para las gachas de la abuela (porcelana y corladura); la dentadura postiza de repuesto de papá, que se la dejó en el cuarto de aseo; el diván negro y rosa del salón. Y por último, del cajón de la izquierda del escritorio, del que se adjunta la llave: la primera página escrita por mi hermano, las cartas de papá a mamá durante la cura que hizo papá en Vittel en mil novecientos veinticuatro (están atadas con una cintita rosa) y todos nuestros retratos.
Lucile leyó en medio de un silencio fúnebre. Bajo el velo, la señora Perrin lloraba calladamente.
– Qué duro, qué duro verse despojado de cosas a las que se tenía tanto cariño… Se lo ruego, querida Lucile, no ahorre esfuerzos. Eche mano de toda su elocuencia, de toda su habilidad…
Lucile miró a su suegra.
– Ese… ese militar -murmuró la señora Angellier despegando los labios con dificultad- todavía no ha regresado. Esta noche ya no lo verás, Lucile, es demasiado tarde; pero mañana por la mañana podrías dirigirte a él y solicitar su ayuda.
– De acuerdo. Así lo haré.
Con las manos enguantadas de negro, la señora Perrin atrajo hacia sí a Lucile.
– ¡Gracias, gracias, hija mía! Y ahora debemos retirarnos.
– Pero no sin antes tomar un refrigerio -terció la señora Angellier.
– ¡Por favor, señoras, no se molesten!
– No es ninguna molestia.
Hubo un suave y educado murmullo en torno a la jarra de naranjada y las galletas que Marthe acababa de traer. Ya más tranquilas, las señoras hablaron de la guerra. Temían la victoria alemana, pero tampoco deseaban la inglesa. En definitiva, deseaban que todo el mundo fuera vencido. Echaban la culpa de todos sus males al ansia de placeres que se había apoderado del pueblo. Al cabo de unos instantes, la conversación derivó hacia un terreno más personal. La señora Perrin y la señora Angellier hablaron de sus enfermedades. La primera relató con pormenores su último ataque de reuma. La segunda la escuchaba con impaciencia y, en cuanto la primera hacía una pausa para tomar aliento, decía: «Pues a mí…», y se ponía a describir su propio ataque de reuma.
Las hijas de la señora Perrin mordisqueaban tímidamente las galletas. Fuera, seguía lloviendo.
14
La lluvia cesó a la mañana siguiente. El sol iluminaba una tierra tibia, húmeda y feliz. Lucile, que había dormido poco, estaba sentada en un banco del jardín desde primera hora, aguardando el paso del alemán. En cuanto lo vio salir de la casa, fue a su encuentro y le planteó el asunto. Ambos se sentían espiados por la anciana Angellier y la cocinera, por no hablar de las vecinas, que tras sus respectivas persianas observaban a la pareja, de pie en medio de un sendero.
– Si tiene la bondad de acompañarme a casa de esas señoras -dijo el alemán-, haré que busquen en su presencia todos los objetos que reclaman; pero en esa casa abandonada por sus dueños se instalaron varios camaradas nuestros, y me temo que estará en bastante mal estado. Vayamos a ver.
Lucile y el teniente cruzaron el pueblo sin apenas hablar.
Al pasar ante el Hôtel des Voyageurs, Lucile vio flotar el velo negro de la señora Perrin en una ventana. Todo el mundo los observaba con ojos curiosos, pero cómplices y vagamente aprobadores.
Sin duda, sabían que iba a arrancar al enemigo unas migajas de su botín (en forma de dentadura postiza, servicio de té y otros objetos de utilidad práctica o valor sentimental). Una anciana que no podía ver el uniforme alemán sin echarse a temblar, se acercó no obstante a Lucile y le susurró:
– Bien hecho. Ya era hora. Usted, al menos, no les tiene miedo…
El teniente sonrió.
– La toman por Judith yendo a desafiar a Holofernes en su propia tienda. Espero que no tenga usted tan malas intenciones como aquella señora… Bueno, ya hemos llegado. Tenga la bondad de entrar, señora Angellier.
El teniente empujó la pesada verja, en cuyo remate tintineó el melancólico cascabel que en otros tiempos anunciaba las visitas a los Perrin. En un año, el jardín había adquirido un aspecto desolador y, en un día menos hermoso que aquél, le habría encogido el corazón a cualquiera. Pero era una mañana de mayo, al día siguiente de una tormenta. La hierba relucía y las margaritas, los acianos y la miríada de flores silvestres que invadían los senderos estaban empapadas y brillaban al sol. Los arbustos habían crecido desordenadamente, y los húmedos racimos de lilas rozaban con suavidad el rostro de Lucile. La casa estaba ocupada por una decena de soldados jóvenes y por todos los chavales del pueblo, que se pasaban las horas muertas en el vestíbulo (como el de los Angellier, era oscuro, olía levemente a humedad y tenía espejos verdosos y trofeos de caza en las paredes). Lucile reconoció a las dos hijas del carretero, que estaban sentadas sobre las rodillas de un soldado rubio de boca grande y reidora. El pequeño del ebanista montaba a caballo a espaldas de otro soldado. Sentados en el suelo, cuatro mocosos de entre dos y seis años, bastardos de la costurera, trenzaban coronas con miosotis y los olorosos clavelitos blancos que tan ordenadamente bordeaban los parterres en otros tiempos.