Hortense dejó caer la taza, todavía medio llena. Su grueso rostro enrojeció aún más. Bajó la cabeza y se echó a llorar. Sus lágrimas, escasas y ardientes, eran las de una mujer dura que no solía compadecerse ni de sí misma ni de los demás. La embargaba un sentimiento de cólera, pena y vergüenza, tan violento que sentía un dolor físico, lancinante y agudo en la zona del corazón.
– Ya sabéis cuánto quiero a mi marido… -murmuró al fin-. Mi pobre Louis… Estamos los dos solos, y él trabaja, no bebe, no pendonea…: En fin, que nos queremos. No lo tengo más que a él, pero si me dijeran: no volverás a verlo, a estas horas está muerto, pero la victoria es nuestra… ¡Bueno, pues lo preferiría! Y no lo digo por decir, ¡eh! ¡Lo preferiría!
– ¡Ya lo creo! -dijo Aline buscando en vano una expresión más contundente-. Ya lo creo que es triste.
Jules callaba y pensaba en el brazo medio paralizado que le había permitido librarse del servicio militar y la guerra. «¡Qué suerte la mía!», se decía, al mismo tiempo que algo, no sabía qué, casi un remordimiento, lo desazonaba.
– En fin, es así. Es así y nosotros no podemos hacer nada -les dijo a las mujeres con expresión sombría.
Volvieron a hablar de Corte. Pensaban con satisfacción en la estupenda cena que habían disfrutado en su lugar. No obstante, ahora lo juzgaban con más benevolencia. Hortense, que en casa de la condesa Barral du Jeu había visto escritores, académicos y un día incluso a la condesa de Noailles, los hizo llorar de risa contándoles lo que sabía sobre ellos.
– No es que sean malos. Lo que pasa es que no conocen la vida -dijo Aline.
16
Los Péricand no habían encontrado alojamiento en la ciudad, pero en un pueblo cercano, dos viejas solteronas que vivían enfrente de la iglesia tenían una enorme habitación libre. Los niños, que se caían de sueño, se acostaron vestidos. Con voz angustiada, Jacqueline pidió que dejaran el cesto del gato a su lado. Se le había metido en la cabeza que se escaparía, que lo perderían, que lo olvidarían, que se moriría de hambre por los caminos. Introdujo la mano entre los barrotes del cesto, que formaban una especie de ventanilla por la que se veía un ojo verde y reluciente y unos largos bigotes erizados de cólera, y sólo entonces se quedó tranquila. Emmanuel lloraba, asustado en aquella habitación desconocida e inmensa, por la que las dos viejas solteronas revoloteaban como moscardones, gimoteando: «¡Cuándo se ha visto una cosa así! ¡Qué pena, Dios mío! Pobres criaturitas inocentes… Pobre angelito mío…» Tumbado boca arriba, Bernard las miraba con expresión seria y abstraída, chupando el azucarillo que llevaba desde hacía tres días en el bolsillo, donde el calor lo había fundido con una mina de lápiz, un sello usado y un trozo de cordel. La otra cama de la habitación estaba ocupada por el viejo señor Péricand. La señora Péricand, Hubert y los criados pasarían la noche en las sillas del comedor.
Por las ventanas abiertas se veía un pequeño jardín iluminado por la luna. Un apacible resplandor bañaba los aromáticos racimos de azucena y los plateados guijarros del sendero, por el que una gata avanzaba sigilosamente. En el comedor, los refugiados oían la radio junto con algunos vecinos del pueblo. Las mujeres lloraban. Los hombres bajaban la cabeza, silenciosos. No sentían desesperación propiamente dicha, sino más bien una especie de incapacidad para comprender, un estupor como el que, cuando estamos soñando, experimentamos en el momento en que las tinieblas de la inconsciencia van a disiparse, en que el día se acerca, en que lo presentimos, en que todo nuestro ser se dirige hacia la luz, en que pensamos: «No es más que una pesadilla, voy a despertar.» Permanecían inmóviles, con la cabeza vuelta para evitar los ojos de los demás. Cuando Hubert apagó la radio, todos los hombres se marcharon sin decir palabra. En el comedor sólo quedaba el grupo de mujeres. Se oían sus murmullos, sus suspiros; lloraban las desgracias de la Patria, a la que veían con los amados rasgos de los maridos y los hijos que seguían luchando. Su dolor era más visceral que el de sus compañeros, más simple y también más locuaz; lo aliviaban con recriminaciones y exclamaciones: «Tantos sufrimientos ¡para esto! Para acabar así… ¡Qué desgracia! Nos han traicionado, señora, se lo digo yo… Nos han vendido, y ahora el que sufre es el pobre…»
Hubert las escuchaba con el puño apretado y el corazón rabioso. ¿Qué hacía él allí? «Hatajo de viejas cotorras», se decía. ¡Ah, si tuviera un par de años más! En su espíritu, hasta entonces tierno y ligero, más joven que su edad, despertaban de pronto las pasiones y las torturas del hombre adulto: angustia patriótica, un ardiente deseo de sacrificio, vergüenza, dolor y cólera. Al fin, por primera vez en su vida, una aventura era lo bastante seria como para apelar a su responsabilidad, pensaba Hubert. No bastaba con llorar ni hablar de traición; él era un hombre. No tenía la edad legal para luchar, pero sabía que era más fuerte, más resistente al cansancio, más hábil, más listo que aquellos viejos de treinta y cinco y cuarenta años a los que habían mandado al frente, y además era libre. ¡A él no lo retenía ninguna familia, ningún amor!
– ¡Oh, quiero ir! -murmuró-. ¡Quiero ir! -Corrió junto a su madre, la cogió de la mano y se la llevó aparte-. Madre, deme provisiones, mi jersey rojo que está en su bolso, y… un beso. Me voy -le dijo.
Se ahogaba. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Ella lo miró y comprendió.
– Vamos, hijo mío, no seas loco…
– Me voy, madre. No puedo quedarme aquí… Si tengo que quedarme aquí, como un inútil, con los brazos cruzados mientras… ¡Me moriré, me mataré! ¿No comprende que los alemanes llegarán, reclutarán a todos los chicos a la fuerza y los obligarán a luchar en su bando? ¡No quiero! Deje que me vaya.
Sin darse cuenta, Hubert fue levantando la voz y ahora estaba gritando, sin poder contenerse. Lo rodeaba un asustado grupo de temblorosas viejas; otro chico, apenas mayor que él, sobrino de las dueñas de la casa, sonrosado y rubio, de pelo rizado y grandes e ingenuos ojos azules, se había unido a él y repetía, con ligero acento meridional (sus padres eran funcionarios, y él había nacido en Tarascon):
– Claro que hay que irse, ¡y esta misma noche! Mira, no muy lejos de aquí, en el bosque de la Sainte, están las tropas… No tenemos más que coger las bicicletas y largarnos.
– René -gimieron sus tías abrazándose a él-. ¡René, niño mío, piensa en tu madre!
– Déjenme, tías, esto no es cosa de mujeres -respondió él rechazándolas, con el delicado rostro encendido de gozo: estaba orgulloso de lo bien que había hablado.
Miró a Hubert, que se había secado las lágrimas y estaba de pie ante la ventana, sombrío y resuelto. Se acercó a él y le susurró al oído:
– ¿Nos iremos?
– Por supuesto -musitó Hubert. Y tras una breve reflexión añadió-: Nos encontraremos a medianoche, a la salida del pueblo.
Los dos chicos se dieron la mano disimuladamente. A su alrededor, las mujeres hablaban todas a la vez, los conminaban a renunciar a su plan, a conservar para el futuro unas vidas tan valiosas, a tener piedad de sus padres… De pronto, en el piso de arriba, Jacqueline soltó un grito desgarrador:
– ¡Mamá! ¡Mamá, venga enseguida! ¡Se ha escapado Albert!
– ¿Albert, su otro hijo? ¡Ay, Dios mío! -exclamaron las solteronas.
– No, no; Albert es el gato -aclaró la señora Péricand, y le pareció que empezaba a volverse loca. Entretanto, unos estampidos sordos y violentos estremecían el aire: los cañones tronaban a lo lejos… ¡Estaban rodeados de peligros! Se dejó caer en una silla-. ¡Escúchame bien, Hubert! ¡En ausencia de tu padre, quien manda soy yo! Eres un niño, apenas tienes diecisiete años, tu deber es reservarte para el porvenir…
– ¿Para la próxima guerra?
– Para la próxima guerra -repitió maquinalmente la señora Péricand-. Mientras tanto, lo que tienes que hacer es callarte y obedecerme. ¡No te irás! ¡Si tuvieras un poco de corazón ni siquiera se te habría ocurrido una idea tan cruel, tan estúpida! ¿Quizá te parece que aún no soy lo bastante desgraciada? ¿No te das cuenta de que está todo perdido? ¿De que los alemanes están llegando y te matarán o te harán prisionero antes de que hayas recorrido cien metros? ¡Cállate! No pienso discutir contigo. ¡Si quieres salir de aquí, tendrás que pasar sobre mi cadáver!