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– ¿Y su mujer y mi marido? ¿Qué hacemos con ellos? -le preguntó Lucile, esforzándose por reír.

El teniente silbó por lo bajo.

– ¡A saber dónde estarán! Y dónde estaremos nosotros… Pero se lo digo muy en serio, señora: volveré.

– Siga tocando -murmuró ella tras un breve silencio

– ¡No, se acabó! El exceso de música es gefährlich, peligroso. Ahora, sea una señora de mundo. Invíteme a tomar el té.

– En Francia ya no queda té, mein Herr. Puedo ofrecerle vino de Frontignan y bizcochos. ¿Le apetece?

– ¡Ya lo creo! Pero, por favor, no llame a su criada. Permítame ayudarla a poner la mesa. Dígame, ¿dónde están los manteles? ¿En ese cajón? Déjeme escoger: ya sabe que nosotros los alemanes no tenemos ni pizca de tacto. Elijo el rosa, no, el blanco con florecitas bordadas… ¿por usted, tal vez?

– ¡Pues sí!

– En cuanto a lo demás, usted manda.

– Menos mal -respondió ella riendo-. ¿Dónde está su perro? Hace días que no lo veo.

– De permiso. Pertenece a todo el regimiento, a todos los camaradas. Uno de ellos, Bonnet, el intérprete, ese del que vino a quejarse su amigo el rústico, se lo llevó consigo. Salieron hace tres días hacia Munich, pero las nuevas disposiciones los obligarán a volver.

– A propósito de Bonnet, ¿ha hablado con él?

– Señora, mi amigo Bonnet no es un alma cándida. Si el marido lo exaspera, puede que lo que hasta ahora no era más que una diversión inocente se convierta en algo más pasional, con más Schadenfreude, ¿me comprende? Puede incluso enamorarse de verdad, y si esa joven no es seria…

– No es el caso -respondió Lucile.

– ¿Quiere a ese patán?

– Sin duda. Además, si bien algunas chicas de por aquí se dejan abrazar por sus soldados, no todas son iguales. Madeleine Labarie es una mujer decente y una buena francesa.

– Lo he comprendido -dijo el oficial con una inclinación de la cabeza.

Luego la ayudó a acercar la mesa de juego a la ventana. Lucile sacó las copas de cristal tallado en grandes facetas, una licorera con el tapón corlado y unos platitos que databan del Primer Imperio y estaban decorados con motivos militares: Napoleón pasando revista a las tropas, dorados húsares acampados en claros, un desfile en el Campo de Marte… El alemán se quedó admirado del colorido y el primor de las pinturas.

– ¡Qué uniformes tan bonitos! ¡Cuánto me gustaría tener un dolmán con bordados dorados como el de este húsar!

– Pruebe estos bizcochos, mein Herr. Están hechos en casa.

El teniente alzó la vista y le sonrió.

– ¿Ha oído hablar de esos ciclones que se desatan en los mares del sur, señora Angellier? Si he entendido bien mis lecturas, forman una especie de círculo cuyo borde consiste en una sucesión de tormentas, mientras que el centro permanece inmóvil, de tal modo que un pájaro o una mariposa que se encontrara en el ojo del huracán no sufriría ningún daño, ni siquiera se le arrugarían las alas, mientras a su alrededor se producen terribles estragos. ¡Mire esta casa! ¡Mírenos a nosotros tomando vino de Frontignan y comiendo bizcochos, y piense en lo que está ocurriendo en el mundo!

– Prefiero no pensar -respondió Lucile con tristeza.

Sin embargo, en su alma había una especie de calor que jamás había sentido. Hasta sus movimientos eran más sueltos, más seguros que de costumbre, y su propia voz resonaba en sus oídos como si fuera la de una desconocida: más baja de lo habitual, más profunda y vibrante; no la reconocía. Pero lo más delicioso era aquel aislamiento dentro de la casa hostil, unido a aquella extraña seguridad: no vendría nadie, no habría cartas, ni visitas ni teléfono. Y como esa mañana se le había olvidado darle cuerda («Naturalmente, cuando yo no estoy, todo va a la deriva», diría su suegra), hasta el reloj, aquel reloj que la angustiaba con sus profundas y melancólicas campanadas, estaba callado. Para colmo, la tormenta había vuelto a inutilizar la central eléctrica; durante unas horas, la región estaría sin luz y sin radio. La radio, muda… ¡Qué descanso! No había tentación posible. No se podría buscar París, Londres, Berlín o Boston en el negro dial. No se podrían oír esas malditas, invisibles, lúgubres voces que hablaban de barcos hundidos, aviones derribados y ciudades bombardeadas, que recitaban números de muertos, que anunciaban futuras matanzas… Bendita paz… Hasta la noche, nada; sólo las lentas horas, una presencia humana, un vino suave y aromático, música, largos silencios, la felicidad…

13

Transcurrido un mes, una tarde de lluvia, como la que el alemán y Lucile habían pasado juntos, Marthe anunció una visita a las señoras Angellier. Tres figuras cubiertas con velos, vestidas con largos abrigos negros y tocadas con sombreros de luto las esperaban en el salón. Los crespones que las cubrían de la cabeza a los pies las encerraban en una especie de fúnebre e impenetrable jaula. Las Angellier no recibían muchas visitas; en su atolondramiento, la cocinera había olvidado recoger los paraguas de las visitas, que seguían sosteniéndolos y dejando caer en ellos las últimas gotas de lluvia que se escurrían de sus velos, como plañideras derramando lágrimas sobre las urnas de piedra de la tumba de un héroe. La anciana Angellier tardó en reconocer aquellas tres formas negras. Al fin, exclamó sorprendida:

– ¡Pero si son las Perrin!

La familia Perrin (propietaria de la magnífica casa saqueada por los alemanes) era «de lo mejorcito de la región». La señora Angellier sentía hacia los portadores de ese apellido algo similar a lo que sienten los miembros de la realeza unos por otros: la serena certeza de encontrarse entre personas con la misma sangre y los mismos puntos de vista sobre todas las cosas, a las que ciertamente pueden separar divergencias pasajeras, pero que, pese a las guerras o las meteduras de pata de un ministro, permanecen unidas por un vínculo indisoluble, de tal modo que el trono de España no puede derrumbarse sin que su caída haga temblar el de Suecia. Cuando un notario de Moulins se fugó con novecientos mil francos de los Perrin, los Angellier se estremecieron. Y cuando los Angellier adquirieron por cuatro perras unas tierras que habían pertenecido a los Montmort «de siempre», los Perrin se congratularon. El respeto desabrido que los Montmort inspiraban a los burgueses no admitía comparación con esa solidaridad de clase.

Con afectuosa consideración, la señora Angellier indicó a la señora Perrin que volviera a sentarse cuando ésta hizo ademán de levantarse al verla entrar. No sentía el desagradable repelús que la estremecía cuando la señora de Montmort entraba en su casa. Sabía que a los ojos de la señora Perrin allí todo estaba bien: la chimenea falsa, el olor a cerrado, las persianas medio bajadas, los muebles cubiertos con fundas, el empapelado verde oliva con palmas doradas… Todo era apropiado; a continuación, pasados unos instantes, ofrecería a sus visitas una jarra de naranjada y unas galletas desmigajadas. La mezquindad del piscolabis no sorprendería a la señora Perrin, antes bien, vería en ella una nueva prueba de la prosperidad de los Angellier -porque a mayor riqueza, mayor tacañería- y reconocería su propia preocupación por el ahorro y esa tendencia al ascetismo que es consustancial a la burguesía francesa y da a sus inconfesables placeres secretos una amargura tonificante.

La señora Perrin relató la heroica muerte de su hijo, caído en Normandía durante el avance alemán. Había obtenido permiso para visitar su tumba, pero se lamentó insistentemente del coste del viaje. La señora Angellier le dio la razón. El amor materno y el dinero eran dos cosas distintas. Los Perrin vivían en Lyon.

– En la ciudad hay mucha necesidad. He llegado a ver vender cuervos a quince francos la unidad. Hay madres que han dado caldo de corneja a sus hijos. Y no crea que estoy hablando de obreros. No, señora Angellier. ¡Gente como usted y como yo!

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