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– Llevamos en la carretera desde el lunes… y tenemos hambre…

– Tenemos hambre -gimió Florence haciendo eco a Gabriel.

– Aguanten hasta mañana. Si seguimos aquí, les daremos sopa.

Con su voz cansada y suave, el soldado de las gafas gruesas repitió:

– No se queden aquí, caballero… Vamos, váyanse -les urgió, cogiendo del brazo a Corte y empujándolo levemente, como se hace con los niños para sacarlos del salón y mandarlos a dormir.

Gabriel y Florence volvieron a cruzar la plaza arrastrando los cansados pies, pero esta vez el uno al lado del otro. Su cólera había desaparecido, y con ella la tensión nerviosa que los sostenía. Estaban tan desmoralizados que no tuvieron fuerzas para ponerse a buscar otro restaurante. Llamaron a puertas que no se abrieron. Acabaron derrumbándose en un banco, cerca de una iglesia. Florence se quitó los zapatos con una mueca de dolor.

Pasaba el tiempo. No ocurría nada. La estación seguía en su sitio. De vez en cuando se oían los pasos de los soldados en la calle de al lado. En un par de ocasiones, un hombre pasó por delante del banco sin siquiera mirar a Florence y Gabriel, ovillados en el silencio de la noche, con las cabezas pesadamente apoyadas la una en la otra. Un hedor a carne podrida llegó hasta ellos: una bomba había incendiado los mataderos de las afueras. Se adormecieron. Cuando despertaron, vieron pasar a unos soldados que llevaban escudillas. Florence soltó un débil gemido de hambre y los soldados le dieron un cuenco de caldo y un trozo de pan. Con la luz del día, Gabriel recuperó parte del respeto humano: no osó disputarle a su amante un poco de caldo y aquel mendrugo. Florence bebía lentamente. Sin embargo, se detuvo y le dijo:

– Cómete el resto.

Él rehusó.

– No, mujer, si apenas hay para ti…

Ella le tendió el recipiente de aluminio, medio lleno de un liquido tibio que olía a col. Gabriel lo cogió con manos temblorosas, se llevó el borde a los labios y bebió el caldo a grandes tragos, sin apenas respirar. Al acabar soltó un suspiro de satisfacción.

– ¿Están mejor? -les preguntó un soldado.

Reconocieron al que la noche anterior los había echado de la plaza de la estación, aunque los rayos del sol naciente suavizaban su rostro de feroz centurión. Gabriel recordó que llevaba cigarrillos en el bolsillo y le ofreció uno. Los dos hombres fumaron en silencio durante unos instantes, mientras Florence intentaba en vano ponerse los zapatos.

– Yo en su lugar -dijo al fin el soldado- me largaría, porque, se lo garantizo, los alemanes volverán. Lo raro es que todavía no estén aquí. Pero ya no les corre prisa -añadió con amargura-. Ahora será un paseo hasta Bayona.

– ¿Cree usted que está todo perdido? -le preguntó Florence con timidez.

Por toda respuesta, el soldado dio media vuelta y se fue. Ellos también se dirigieron hacia las afueras, paso a paso y sin mirar atrás. De aquella ciudad que parecía desierta surgían ahora pequeños grupos de refugiados cargados de maletas. Aquí y allá se reunían como animales perdidos que se buscan y se juntan después de una tormenta. Iban hacia el puente custodiado por los soldados, que los dejaban pasar. Y allí fueron los Corte. Sobre sus cabezas resplandecía el cielo, un cielo de un azul puro y deslumbrante en el que no se veía ni una nube ni un avión. A sus pies discurría un bonito río. Enfrente, veían la carretera hacia el sur y un bosque de árboles muy jóvenes, cubiertos de tiernas hojas verdes. De pronto tuvieron la impresión de que el bosque se animaba y avanzaba a su encuentro. Camiones y cañones alemanes camuflados se dirigían hacia ellos. Corte vio que la gente de delante levantaba los brazos, daba media vuelta y echaba a correr. En el mismo instante, los franceses abrieron fuego y las ametralladoras alemanas les respondieron. Atrapados entre dos fuegos, los refugiados corrían en todas las direcciones, aunque algunos se limitaban a dar vueltas sobre sí mismos, como si hubieran perdido el juicio. Una mujer pasó las piernas por encima del pretil y se arrojó al agua. Florence agarró del brazo a Gabriel e, hincándole las uñas, chilló:

– ¡Volvamos, corre!

– Pero ¡van a volar el puente! -gritó él.

La agarró de la mano y la arrastró hacia delante. De pronto se le ocurrió la idea, extraña, súbita y deslumbrante como un relámpago, de que corrían hacia la muerte. Atrajo hacia sí a Florence, la obligó a agachar la cabeza para ocultársela bajo su abrigo, como quien le venda los ojos a un condenado, y, tropezando y jadeando, llevándola casi en vilo, recorrió los escasos metros que los separaban de la otra orilla. Aunque le parecía que el corazón le golpeaba el pecho como el badajo de una campana, en realidad no tenía miedo. Deseaba salvarle la vida a Florence con un ansia salvaje. Confiaba en algo invisible, en una mano protectora tendida hacia él, hacia él, un ser débil, miserable, pequeño, tan pequeño que el destino se apiadaría de él como la tempestad de una brizna de paja. Cruzaron el puente, pasaron casi rozando a los alemanes en su carrera y dejaron atrás las ametralladoras y los uniformes verdes. La carretera estaba despejada y la muerte quedaba atrás, y de pronto, allí mismo, a la entrada de un pequeño camino forestal, distinguieron -sí, no se equivocaban, lo habían reconocido de inmediato- su coche, con sus fieles criados, que estaban esperándolos. Florence sólo pudo gemir:

– ¡Julie! ¡Alabado sea Dios, Julie!

Las voces del chofer y la doncella llegaron a los oídos de Gabriel como esos sordos y extraños sonidos que atraviesan a medias la bruma de un desvanecimiento. Florence se echó a llorar. Con lentitud, con incredulidad, con eclipses de lucidez, Corte comprendió penosa y gradualmente que le devolvían el coche, que le devolvían los manuscritos, que había vuelto a la vida, que ya nunca volvería a ser un hombre corriente, desesperado, hambriento, a un tiempo cobarde y arrojado, sino un ser privilegiado y protegido de todo mal: ¡Gabriel Corte!

18

Al fin, el lunes 17 de junio a mediodía, Hubert llegó a orillas del Allier con los soldados que lo habían recogido en la carretera. Por el camino se les habían unido voluntarios: guardias móviles, senegaleses, militares que intentaban en vano reconstituir sus desbaratadas compañías aferrándose a cualquier núcleo de resistencia con desesperado coraje, y chicos como Hubert Péricand, que habían quedado separados de sus familias durante el éxodo o se habían fugado durante la noche para «unirse a las tropas», frase mágica que circulaba de pueblo en pueblo, de granja en granja. «Vamos a unirnos a las tropas, a escapar de los alemanes y reagruparnos al otro lado del Loira», repetían bocas de dieciséis años. Aquellos chicos llevaban un hatillo a la espalda (las sobras de la merienda del día anterior envueltas a toda prisa en un jersey y una camisa por una madre deshecha en llanto), tenían rostros sonrosados y redondos, los dedos manchados de tinta y voces que estaban mudando. Tres de ellos iban acompañados por sus padres, veteranos del catorce que, debido a su edad, sus viejas heridas y su situación familiar, habían permanecido al margen de los combates desde septiembre. El jefe de batallón instaló su puesto de mando bajo un puente de piedra cercano al paso a nivel. Hubert contó casi doscientos hombres en el camino y la orilla del río. En su inexperiencia, creyó que ahora el enemigo tenía enfrente a un poderoso ejército. Vio colocar toneladas de melinita en el puente de piedra; lo que ignoraba era que no habían conseguido encontrar cordón Pickford para la mecha. Los soldados trabajaban en silencio o dormían tumbados en el suelo. Llevaban todo un día sin comer. Al atardecer repartieron botellas de cerveza. Hubert no tenía hambre, pero la cerveza rubia, con su sabor amargo y su suave espuma, le proporcionó una sensación de bienestar. Le hacía falta para animarse porque, de momento, allí nadie parecía necesitarlo. Iba de soldado en soldado ofreciendo tímidamente sus servicios, pero no le respondían, ni siquiera lo miraban. Vio a dos hombres llevando paja y haces de leña hacia el puente, y a otro empujando un barril de alquitrán. Hubert cogió un enorme haz de leña, pero con tanta torpeza que se clavó las astillas y tuvo que ahogar una exclamación de dolor. Pensaba que nadie lo había oído, pero instantes después creyó morirse de vergüenza cuando, al soltar su carga a la entrada del puente, uno de los hombres le gritó:

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