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– ¡Qué alegría no tener que separarnos! -le susurró ella.

6

Estaba anocheciendo, pero el coche de los Péricand seguía esperando delante de la puerta. Habían atado el blando y grueso colchón que ocupaba el lecho conyugal desde hacía veintiocho años al techo del vehículo, y un cochecito de niño y una bicicleta al maletero. Ahora trataban de meter en el habitáculo todos los bolsos, maletas y maletines de los miembros de la familia, además de las cestas de los sándwiches y los termos de la merienda, las botellas de leche de los niños, pollo frío, jamón, pan y las cajas de harina lacteada del anciano señor Péricand, y por último el cesto del gato. Para empezar, se habían retrasado porque el lavandero no había traído la ropa blanca y no conseguían contactar con él por teléfono. Parecía impensable abandonar aquellas grandes sábanas bordadas, parte del inalterable patrimonio de los Péricand-Maltête en la misma medida que las joyas, la plata y la biblioteca. Toda la mañana se había ido en pesquisas. El lavandero, que también se marchaba, había acabado por devolver la ropa blanca a la señora Péricand en forma de montones arrugados y húmedos. Ella se había saltado el almuerzo para supervisar personalmente su empaquetado. La idea inicial era que los criados viajaran con Hubert y Bernard en tren. Pero las verjas de todas las estaciones ya estaban cerradas y vigiladas por soldados. La muchedumbre se agarraba a los barrotes, los sacudía y acababa dispersándose por las calles aledañas. Algunas mujeres corrían llorando con sus hijos en brazos. La gente paraba los últimos taxis y ofrecía dos y hasta tres mil francos por abandonar París. «Sólo hasta Orleáns…» Pero los taxistas se negaban. No les quedaba gasolina. Los Péricand tuvieron que volverse a casa. Al final consiguieron una camioneta, en la que viajarían Madeleine, Maria, Auguste y Bernard, con su hermano pequeño en las rodillas. Hubert seguiría el convoy en bicicleta.

De vez en cuando, en el umbral de alguna casa del bulevar Delessert se veía aparecer un gesticulante grupo de mujeres, ancianos y niños que se esforzaban, con calma al principio, febrilmente después y con un nerviosismo frenético al final, en hacer entrar familias y equipajes en un Renault, en un turismo, en un cabriolé. No se veía una sola ventana iluminada. Empezaban a salir las estrellas, estrellas de primavera, con destellos plateados. París tenía su olor más dulce, un olor a castaños en flor y gasolina, con motas de polvo que crujen entre los dientes como granos de pimienta. En las sombras, el peligro se agrandaba. La angustia flotaba en el aire, en el silencio. Las personas más frías, las más tranquilas habitualmente, no podían evitar sentir aquel miedo sordo y cerval. Todo el mundo contemplaba su casa con el corazón encogido y se decía: «Mañana estará en ruinas, mañana ya no tendré nada. No le he hecho daño a nadie. Entonces, ¿por qué?» Luego, una ola de indiferencia inundaba las almas: «¿Y qué más da? ¡No son más que piedras y vigas, objetos inanimados! ¡Lo esencial es salvar la vida!» ¿Quién pensaba en las desgracias de la Patria? Ellos, los que se marchaban esa noche, no. El pánico anulaba todo lo que no fuera instinto, movimiento animal y trémulo del cuerpo. Coger lo más valioso que se tuviera en este mundo y luego… Y esa noche sólo lo que vivía, respiraba, lloraba, amaba, tenía valor. Raro era el que lamentaba la pérdida de sus bienes; la gente cogía en brazos a una mujer o un niño y se olvidaba de lo demás. Lo demás podía ser pasto de las llamas.

Aguzando el oído, se percibía el rumor de los aviones en el cielo. ¿Franceses o enemigos? No se sabía.

– Más deprisa, más deprisa -decía el señor Péricand.

Pero tan pronto se olvidaban de la plancha como de la caja de costura. Era imposible hacer entrar en razón a los criados. Temblaban de miedo, querían partir, pero la rutina podía más que el terror, y se empeñaban en que todo se hiciera según el ritual que precedía los viajes al campo en época de vacaciones. En las maletas, todo tenía que estar en su sitio habitual. No habían comprendido lo que ocurría realmente. Actuaban, por así decirlo, en dos tiempos, a medias en el presente y a medias en el pasado, como si los acontecimientos recientes sólo hubieran penetrado en la capa más superficial de su conciencia, dejando toda una profunda región adormecida en la ignorancia. El ama, con el cabello gris revuelto, los labios apretados y los párpados hinchados de tanto llorar, plegaba los pañuelos recién planchados de Jacqueline con movimientos asombrosamente enérgicos y precisos. La señora Péricand, que ya estaba junto al coche, la llamaba una y otra vez, pero la anciana no respondía, ni siquiera la oía. Al final, Philippe tuvo que subir a buscarla.

– Vamos, ama. ¿Qué te pasa? Hay que marcharse. ¿Qué te pasa? -repitió, cogiéndole la mano.

– ¡Oh, déjame, mi pobre pequeño! -gimió la mujer, olvidando que ahora sólo lo llamaba «señorito Philippe» o «señor cura» y volviendo instintivamente al tuteo de antaño-. Déjame, anda. ¡Tú eres bueno, pero estamos perdidos!

– Pero, mujer, no te pongas así. Deja los pañuelos, vístete y baja enseguida, que mamá te está esperando.

– ¡No volveré a ver a mis chicos, Philippe!

– Que sí, que sí -le aseguró Philippe, y él mismo se puso a peinarla, le arregló los desordenados mechones y le encasquetó un sombrero de paja negra.

– ¿Querrás rezarle a la Santa Virgen por mis chicos?

Philippe la besó en la mejilla con suavidad.

– Sí, claro que sí, te lo prometo. Y ahora, ve.

En la escalera se cruzaron con el chofer y el portero, que iban a buscar al anciano señor Péricand. Lo habían mantenido apartado del trajín hasta el último momento. Auguste y el enfermero acabaron de vestirlo. Lo habían operado no hacía mucho. Llevaba un complicado vendaje y, en previsión del fresco nocturno, un ceñidor de franela tan largo y ancho que tenía el cuerpo fajado como una momia. Auguste le abotonó los anticuados botines, le puso un jersey ligero pero de abrigo cálido y, por último, la chaqueta. El anciano, que hasta ese momento se había dejado manipular sin rechistar, como una muñeca vieja y tiesa, pareció despertar de un sueño y exclamó:

– ¡El chaleco de lana!

– Tendrá usted demasiado calor -observó Auguste, queriendo pasar a otra cosa.

Pero el anciano le clavó sus desvaídos y vidriosos ojos y, con voz un poco más alta, repitió:

– ¡El chaleco de lana!

Se lo dieron. Le pusieron su largo gabán y un pañuelo que le daba dos vueltas alrededor del cuello y se unía por detrás con un imperdible. Lo colocaron en su sillón de ruedas y bajaron con él los cinco pisos, pues el sillón no entraba en el ascensor. El enfermero, un alsaciano pelirrojo y fornido, bajaba los peldaños de espaldas levantando su carga con los brazos extendidos, mientras Auguste la sujetaba respetuosamente por detrás. Al llegar a un rellano, hacían un alto para secarse el sudor de la frente, mientras el anciano contemplaba el techo meneando su frondosa barba blanca. Era imposible saber qué pensaba de tan precipitado viaje. Sin embargo, contra lo que pudiera creerse, no ignoraba nada sobre los recientes acontecimientos. Mientras lo vestían, había murmurado:

– Una noche muy clara… No me sorprendería que… -Luego pareció quedarse dormido, pero acabó la frase al cabo de unos instantes, en el umbral de la puerta-: ¡No me sorprendería que nos bombardearan por el camino!

– ¡Qué ocurrencia, señor Péricand! -había exclamado el enfermero con todo el optimismo inherente a su profesión.

Pero el anciano ya había vuelto a adoptar su actitud de grave indiferencia. Al fin, consiguieron sacar el sillón de ruedas del edificio. Instalaron al anciano en el rincón de la derecha, bien resguardado de las corrientes de aire. Con manos temblorosas de impaciencia, su nuera en persona lo arrebujó en un chal escocés, cuyos largos flecos el anciano solía entretenerse en trenzar.

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