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Lucile las dejó solas y se acercó a la ventana. Los postigos aún no estaban cerrados. El salón daba a la plaza. El banco frente al monumento a los caídos estaba envuelto en sombras. Todo parecía dormido. Era una espléndida noche de primavera y el cielo estaba tachonado de estrellas de plata. Los tejados de las casas vecinas brillaban débilmente en la oscuridad: la herrería, donde un anciano lloraba la pérdida de sus tres hijos; la tiendecilla del zapatero, muerto en la guerra, en la que una pobre mujer y un chico de dieciséis años se ganaban la vida como podían. Aguzando el oído, de cada una de aquellas oscuras y tranquilas casitas bajas debería haberse elevado una queja, pensó Lucile. Pero ¿qué oía? De las tinieblas brotó una risa, seguida de un roce de faldas. Y una voz de hombre, una voz con acento, preguntó:

– ¿Cómo en francés, eso? ¿Beso? ¿Sí? ¡Oh, gusta!

Un poco más allá se movían unas sombras; se distinguía vagamente la blancura de una blusa, un lazo en unos cabellos sueltos, el brillo de una bota y un cinturón… El centinela seguía yendo y viniendo ante el lokal al que estaba prohibido acercarse bajo pena de muerte, mientras sus camaradas disfrutaban de su tiempo libre y de la hermosa noche. Dos soldados le cantaban a un grupo de chicas jóvenes:

Trink’mal noch ein Trdpfchen.l

Ach! Suzanna…

Y a continuación, las chicas lo tarareaban por lo bajo.

En determinado momento, la señora Angellier y la vizcondesa se quedaron calladas, y las últimas notas de la canción llegaron a sus oídos.

– ¿Quién puede cantar a estas horas?

– Mujeres con soldados alemanes.

– ¡Qué vergüenza! -exclamó la vizcondesa con un gesto de horror y asco-. Me gustaría saber quiénes son esas frescas. Se lo diría al señor cura -añadió asomándose a la ventana y escrutando ávidamente la oscuridad-. No se las ve. A la luz del día no se atreverían… ¡Ah, señoras, esto es todavía peor! ¡Ahora se dedican a pervertir a las francesas! Lo que hay que ver: sus hermanos y sus maridos, prisioneros, y ellas, confraternizando con los alemanes. Pero ¿qué es lo que tienen algunas mujeres en el cuerpo? -exclamó la vizcondesa, que tenía numerosos motivos para sentirse indignada: el patriotismo herido, el respeto a las conveniencias, las dudas sobre la eficacia de su papel social (todos los sábados impartía conferencias sobre «La verdadera joven cristiana»; había creado una biblioteca rural y a veces invitaba a la juventud de la comarca a su casa para asistir a la proyección de películas instructivas y edificantes con títulos como Un día en la abadía de Solesmes o De la oruga a la mariposa. Y todo, ¿para qué, para dar al mundo una imagen vergonzosa, degradante, de la mujer francesa?) y, por último, el sofoco de un temperamento al que ciertas imágenes turbaban sin que pudiera esperar ningún apaciguamiento de parte del vizconde, poco inclinado hacia las mujeres en general y hacia la suya en particular-. ¡Es un escándalo! -tronó.

– Es triste -dijo Lucile, pensando en todas aquellas chicas que veían con impotencia cómo se les escapaba la juventud. Los hombres estaban ausentes, prisioneros o muertos. El enemigo ocupaba su lugar. Era deplorable, pero mañana no lo sabría nadie. Sería una de esas cosas que la posteridad ignoraría, o de la que se desentendería por pudor.

La señora Angellier tiró de la campanilla. La cocinera acudió a cerrar los postigos y las ventanas, y la noche se lo tragó todo: las canciones, el susurro de los besos, el acariciante titilar de las estrellas, los pasos del soldado vencedor por el empedrado y el suspiro del sapo sediento que pedía lluvia al cielo, en vano.

10

Lucile y el alemán habían coincidido una o dos veces en la penumbra del vestíbulo. Cuando Lucile cogía el sombrero de paja, hacía tintinear un plato de cobre que adornaba la pared justo debajo de la cornamenta de ciervo que hacía las veces de colgador. El alemán, que parecía estar al acecho de ese débil ruido en el silencio de la casa, abría la puerta e iba a ayudarla; le llevaba al jardín el cesto, las tijeras de podar, el libro, la labor o la hamaca, pero ella ya no le hablaba; se limitaba a darle las gracias con un gesto de la cabeza y una sonrisa apurada, creyendo sentir sobre sí los ojos de la señora Angellier, al acecho tras una persiana. El alemán lo comprendió y dejó de mostrarse. Salía de maniobras con su regimiento casi todas las noches. No volvía hasta las cuatro de la tarde y se encerraba con su perro en la habitación. A veces, cuando Lucile cruzaba el pueblo al anochecer, lo veía en un café, solo, con un libro en las manos y una cerveza en la mesa. Él evitaba saludarla y miraba a otro lado con el entrecejo fruncido. Lucile contaba los días: «Se irá el lunes. Puede que a su regreso el regimiento se haya marchado del pueblo. De todas maneras, ha comprendido que no volveré a dirigirle la palabra.»

Todas las mañanas le preguntaba a la cocinera:

– ¿El alemán sigue aquí, Marthe?

– Ya lo creo, señora -respondía la anciana-. Parece un buen chico. Ha preguntado si a la señora le gustaría un poco de fruta. Se la daría con mucho gusto. ¡Caray, a ellos no les falta de nada! Tienen cajas de naranjas. Son muy refrescantes -añadió Marthe, dividida entre la benevolencia hacia el oficial que le ofrecía naranjas y que siempre se mostraba, como ella decía, «tan simpático y tan tratable; a éste no hay que tenerle miedo», y la cólera por el hecho de que los franceses estuvieran privados de esa fruta. Esta última idea se impuso sin duda, porque la mujer acabó diciendo con repugnancia-: En cualquier caso, ¡son gentuza! Yo al oficial le quito todo lo que puedo: pan, azúcar, las pastas que le mandan de su casa, y que son de harina buena, créame, señora, y el tabaco, que se lo mando a mi prisionero.

– Eso no está bien, Marthe…

Pero la vieja cocinera se encogió de hombros.

– Ellos nos lo quitan todo, así que…

Una noche, cuando Lucile salía del comedor, Marthe abrió la puerta de la cocina y la llamó:

– ¿Podría venir un momento, señora? Hay alguien que quiere verla.

Lucile entró temiendo que la sorprendiera la señora Angellier, a la que no le gustaba ver a nadie ni en la cocina ni en la despensa, no porque sospechara realmente que Lucile le robaba la mermelada -aunque en su presencia inspeccionaba los armarios ostensiblemente-, sino más bien porque sentía el pudor de un artista sorprendido en su taller o una mujer mundana ante su tocador: la cocina era un santuario que le pertenecía en exclusiva. Marthe llevaba veintisiete años con ella; y la señora Angellier, otros veintisiete haciendo todo lo que estaba en su mano para que Marthe jamás olvidara que no estaba en su propia casa, sino en la de otros, y que en cualquier momento podía verse forzada a separarse de sus plumeros, sus cacerolas y su horno, del mismo modo que el fiel, según los ritos de la religión cristiana, debe recordar constantemente que los bienes de este mundo sólo le han sido concedidos a título temporal y pueden serle arrebatados de la noche a la mañana por un capricho del Creador.

Marthe cerró la puerta tras Lucile y, en tono tranquilizador, le comunicó:

– La señora está en misa.

La cocina era casi tan grande como un salón de baile y tenía dos grandes ventanas que daban al jardín; estaban abiertas. Sentado a la mesa había un hombre, y sobre el mantel de hule, entre una hogaza de pan blanco y una botella de vino medio vacía, un magnífico lucio; los últimos espasmos de la agonía estremecían su plateado cuerpo. El hombre alzó la cabeza. Lucile reconoció a Benoît Labarie.

– ¿De dónde ha salido eso, Benoît?

– Del lago de los Montmort.

– Uno de estos días conseguirá que lo atrapen.

Labarie no respondió. Levantó por las agallas el enorme pez, que apenas boqueaba pero seguía balanceando su transparente cola.

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