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– Benoît…

– ¿Sí?

– Benoît, ahora que lo pienso… Hay que esconder la escopeta. ¿Has leído los carteles en el pueblo?

– Sí -respondió él con sorna-. Verboten, verboten! ¡La muerte! Esos boches no saben decir otra cosa.

– ¿Dónde podríamos esconderla?

– En ningún sitio. Está bien donde está.

– ¡No seas cabezón, Benoît! Es peligroso. Ya sabes a cuánta gente han fusilado por no entregar las armas en la Kommandantur.

– ¿Quieres que vaya a entregarles mi escopeta? ¡Eso lo hacen los cobardes! Yo no les tengo miedo. No sabes cómo escapé hace dos veranos, ¿verdad? Matando a dos. No dijeron esta boca es mía. Y aún quitaré de en medio a unos cuantos más -gruñó Benoît con rabia, agitando el puño en dirección al alemán.

– No te digo que la entregues, sino que la escondas, que la entierres… Hay muchos sitios donde ocultarla.

– No puede ser.

– ¿Por qué?

– He de tenerla a mano. ¿Crees que voy a dejar que los zorros y demás alimañas apestosas se acerquen a nuestra casa? Allá arriba, en el parque de los Montmort, los hay a cientos. El vizconde está muerto de miedo. Se caga en los pantalones. No matará ni uno. Ese es uno de los que han entregado la escopeta en la Kommandantur, y encima saludando con mucha educación. «Se lo ruego, caballeros, háganme el favor…» Suerte que unos amigos y yo nos damos una vuelta por su parque alguna noche que otra. Si no, arruinarían toda la comarca.

– ¿No oyen los tiros?

– ¡Quia! Es inmenso, un auténtico bosque.

– ¿Vas a menudo? -le preguntó Madeleine con curiosidad-. No tenía ni idea.

– Hay muchas cosas que no sabes, cariño mío… Vamos por sus tomateras y sus remolachas, su fruta y todo lo que no quiere vender. El vizconde… -Se interrumpió con aire pensativo y añadió-: El vizconde es uno de los peores.

Los Labarie habían sido aparceros en tierras de los Montmort de padres a hijos. Y, de padres a hijos, las dos familias se odiaban mutuamente. Los Labarie decían que los Montmort eran despiadados con los pobres, soberbios y falsos, y los Montmort acusaban a sus aparceros de tener «mala voluntad». Lo decían en voz baja, meneando la cabeza y alzando los ojos al cielo, y la expresión significaba aún más cosas de lo que los propios Montmort creían. Sugería una manera de concebir la pobreza, la riqueza, la paz, la guerra, la libertad y la propiedad que en sí misma no era menos razonable que la de los Montmort, pero se oponía a ésta como la noche al día. Y ahora, a los antiguos agravios se habían sumado otros. Benoît era un soldado de esta guerra y, a los ojos del vizconde, había sido precisamente la indisciplina, la falta de patriotismo, la «mala voluntad» de los soldados, lo que había llevado a la derrota, mientras que Benoît veía en Montmort a uno de aquellos elegantes oficiales de polaina amarilla que habían huido hacia la frontera española en sus cómodos coches, con sus mujeres y sus maletas, durante las jornadas de junio. Por no hablar del colaboracionismo…

– Les lame las botas a los alemanes -murmuró Benoît en tono sombrío.

– Ten cuidado -dijo Madeleine-. Dices las cosas tal como te vienen a la cabeza. Y no seas maleducado con el alemán de ahí arriba…

– Como se le ocurra acercarse a ti, te juro…

– ¡No digas tonterías!

– Tengo ojos en la cara.

– ¿Ahora también vas a estar celoso de éste? -exclamó Madeleine, y se arrepintió apenas las palabras salieron de su boca. No había que dar cuerpo y nombre a las fantasías de un celoso. Pero, después de todo, ¿para qué callar lo que ambos sabían?

– Para mí -respondió Benoît-, los dos son lo mismo.

La clase de hombre bien afeitado, bien lavado, de palabra fácil y ligera, al que las chicas miran sin querer, porque les halaga ser las elegidas, las cortejadas por un «señorito»… Eso era lo que Benoît quería decir, pensó Madeleine. ¡Si él supiera! Si sospechara que había amado a Jean-Marie desde el primer instante, desde que lo vio tendido en la camilla, extenuado, cubierto de barro, con el uniforme ensangrentado… Sí, lo había amado. En la oscuridad, en el secreto de su corazón, para sí misma, se repitió una y mil veces: «Lo amaba. Sí. Y todavía lo amo. No puedo remediarlo.»

Cuando el primer canto del gallo anunció el alba, Madeleine y Benoît se levantaron sin haber pegado ojo. Ella fue a calentar el café y él, a dar de comer a los animales.

9

Lucile Angellier se había sentado a la sombra de un cerezo, con un libro y la labor. Aquélla era la única parte del huerto en que habían dejado crecer árboles y plantas sin preocuparse del provecho que se les pudiera sacar, porque lo cierto era que aquellos cerezos apenas daban fruta. Pero era la época de floración. Recortadas contra un cielo de un azul puro y homogéneo, el azul de Sèvres, cálido y brillante a un tiempo, de ciertas porcelanas finas, las ramas parecían cubiertas de nieve; la brisa que las agitaba ese día de mayo aún era fría; los pétalos se defendían débilmente, se encogían con una especie de friolera coquetería y volvían su corazón de rubios pistilos hacia la tierra. El sol atravesaba algunos y revelaba un entramado de minúsculas y delicadas venas, que destacaban en la blancura del pétalo y añadían a la fragilidad, a la inmaterialidad de la flor, algo vivo, casi humano, en la medida en que el adjetivo humano implica a un tiempo debilidad y firmeza; no resultaba extraño que el viento pudiera agitar a aquellas maravillosas criaturas sin destruirlas, sin siquiera ajarlas; se dejaban mecer soñadoramente; parecían a punto de caer, pero estaban firmemente unidas a las delgadas, lustrosas y duras ramas, unas ramas cuyo aspecto tenía algo metálico, como el propio tronco, esbelto, liso, de un solo fuste con reflejos grises y purpúreos. Entre los blancos racimos se veían hojitas alargadas y cubiertas de un vello plateado; a la sombra, eran de un verde suave; al sol, parecían de color rosa. El jardín se extendía a lo largo de una calle estrecha, una calleja de pueblo bordeada de casitas, en una de las cuales habían instalado su polvorín los alemanes. Un centinela caminaba de un lado a otro bajo un cartel rojo que, en gruesas letras negras, rezaba: VERBOTEN. Y debajo, en francés, con caracteres más pequeños: «Prohibido acercarse a este local bajo pena de muerte.»

Los soldados cepillaban los caballos y silbaban, y los caballos se comían los brotes verdes de los árboles jóvenes. Por todas partes se veían hombres trabajando apaciblemente en los jardines que flanqueaban la calleja. Con sombreros de paja, en mangas de camisa y pantalones de pana, cavaban, descocaban, regaban, sembraban, plantaban… De vez en cuando, un militar alemán abría la verja de uno de aquellos jardincillos y entraba a pedir fuego para su pipa, o un huevo fresco, o un vaso de cerveza. El jardinero le daba lo que pedía; luego, apoyado pensativamente en la azada, lo observaba alejarse y después reanudaba la tarea con un encogimiento de hombros, que sin duda resumía un mundo de pensamientos, tan numerosos, tan profundos, tan serios y extraños, que no encontraba palabras para expresarlos.

Lucile daba una puntada al bordado y volvía a dejarlo. Sobre su cabeza, las flores de cerezo atraían avispas y abejas. Se las veía ir, venir, revolotear, introducirse en los cálices y succionar golosamente con la cabeza hacia abajo y el cuerpo estremecido por una especie de espasmódico alborozo, mientras, como si se burlara de aquellas ágiles obreras, un grueso y dorado abejorro se mecía en el ala del viento como en una hamaca, sin apenas moverse y llenando el aire con su apacible y monótono zumbido.

Desde donde estaba sentada, Lucile podía ver a través de una ventana al alemán que se alojaba en la casa. Desde hacía unos días, tenía con él al perro pastor del regimiento. Estaba en el despacho de Gastón Angellier, sentado al escritorio Luis XIV, vaciando las cenizas de la pipa en la taza de porcelana en que la anciana señora Angellier solía servir la tisana a su hijo; distraídamente, golpeaba con el pie los adornos de bronce dorado que sostenían la mesa. De vez en cuando, el perro, que tenía el hocico apoyado en la pierna del oficial, ladraba y tiraba de su correa. Entonces, en francés y lo bastante alto para que Lucile pudiera oírlo (en la calma del jardín, todos los sonidos flotaban largo rato, como mecidos por la suave brisa), el alemán le decía:

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