– No, Bubi, no vas a ir a pasear. Te comerías todas las lechugas de esas señoras, y a ellas no les haría ni pizca de gracia; dirían que somos unos soldados groseros y mal educados. Tenemos que quedarnos aquí, Bubi, mirando ese bonito jardín. -«¡Qué crío!», pensó Lucile sonriendo a su pesar-. Es una pena, ¿verdad, Bubi? -añadió el alemán-. Te encantaría hacer agujeros en la tierra con el hocico, ya lo sé. Si en la casa hubiera algún niño pequeño, no habría ningún problema. Nos haría señas para que fuéramos. Siempre hemos hecho muy buenas migas con los niños, pero aquí solo hay dos señoras muy serias, muy calladas y… ¡Más vale que nos quedemos donde estamos, Bubi! -Hizo una pausa y, como Lucile no decía nada, decepcionado, se asomó a la ventana, le dirigió un aparatoso saludo y le preguntó ceremoniosamente-: ¿Tendría usted algún inconveniente en que recogiera unas fresas de su jardín, señora?
– Está usted en su casa -respondió Lucile con irónica vivacidad.
El oficial volvió a saludar.
– No me atrevería a pedírselo si fueran para mí, se lo aseguro, pero a este perro le encantan las fresas. Por cierto, me permito señalarle que el perro es francés. Fue encontrado en un pueblo abandonado de Normandía, durante los combates, y recogido por mis camaradas. No negará usted unas fresas a un compatriota…
«Parecemos un par de idiotas», pensó Lucile, pero se limitó a responder:
– Vengan su perro y usted y cojan lo que quieran.
– ¡Gracias, señora! -exclamó alegremente el oficial, y saltó por la ventana seguido por el perro.
Se acercaron a Lucile. El alemán le sonrió.
– No se enfade conmigo por ser tan indiscreto, señora, pero para un pobre militar este jardín, con estos cerezos, es como un rincón del paraíso.
– ¿Ha pasado usted el invierno en Francia? -preguntó Lucile.
– Sí, en el norte, retenido por el mal tiempo en el cuartel y en un café. Me alojaba en casa de una pobre chica que dos semanas después de casarse tenía al marido prisionero. Cuando nos cruzábamos en el pasillo, ella se echaba a llorar y yo me sentía como un criminal. Sin embargo, no es culpa mía… Y habría podido decirle que también yo estoy casado y separado de mi mujer a causa de la guerra.
– ¿Está casado?
– Sí. ¿Le sorprende? Cuatro años de casado, cuatro años de soldado.
– ¡Es usted tan joven!
– Tengo veinticuatro años, señora.
Guardaron silencio. Lucile volvió a coger la labor. El oficial hincó una rodilla en el suelo y empezó a recoger fresas; las iba amontonando en la palma de la mano y Bubi se acercaba y las cogía con su negro y húmedo hocico.
– ¿Vive aquí sola con su señora madre?
– Es mi suegra; mi marido está prisionero. Puede pedir un plato en la cocina para las fresas.
– ¡Ah, muy bien! Gracias, señora…
Al cabo de unos instantes, el oficial volvió con un gran plato azul y siguió con su recogida. Luego ofreció el plato a Lucile, que cogió unas cuantas fresas y le dijo que se comiera las otras. El estaba de pie frente a ella, con la espalda apoyada contra el tronco de un cerezo.
– Tiene una casa preciosa, señora.
El cielo se había cubierto de tenues vapores que tamizaban la luz y daban a la casa un tono ocre, casi rosa, que recordaba el color de algunas cáscaras de huevo; de pequeña, Lucile los llamaba huevos rubios y los prefería a los otros, blancos como la nieve, que ponían la mayoría de las gallinas y le parecían menos sabrosos. El recuerdo la hizo sonreír; miró la casa, con su tejado de azulada pizarra, sus dieciséis ventanas con los postigos prudentemente entrecerrados para que el sol primaveral no ajara los tapizados, su gran campana oxidada, que ya nunca se tocaba, en lo alto del frontón, y su marquesina de cristal, que reflejaba el cielo.
– ¿De verdad le gusta?
– Parece la casa de un personaje de Balzac. Debió de mandarla construir un rico notario de provincias retirado al campo. Me lo imagino por las noches, en la habitación que ocupo, contando luises de oro. Era librepensador, pero su mujer iba todas las mañanas a la primera misa, a la que oigo llamar cuando vuelvo de las maniobras nocturnas. A la mujer la imagino rubia, de cara sonrosada y con un gran chal de cachemira.
– Le preguntaré a mi suegra quién hizo construir esta casa -dijo Lucile-. Los padres de mi marido eran terratenientes, pero seguro que en el siglo diecinueve en la familia hubo notarios, abogados, médicos y, antes de eso, campesinos. Sé que aquí, hace ciento cincuenta años, se alzaba su granja.
– ¿Se lo preguntará? ¿No lo sabe? ¿Es que no le interesa, señora?
– No demasiado -respondió Lucile-; podría decirle cuándo y por quién fue construida la casa donde nací. Yo no nací aquí, sólo vivo.
– ¿Y dónde nació?
– No muy lejos de aquí, pero en otra provincia. En una casa rodeada de bosque… donde los árboles crecen tan cerca del salón que en verano su verde sombra lo baña todo, como en un acuario.
– En mi tierra también hay bosques -dijo el oficial-. Bosques grandes, muy grandes. La gente se pasa el día cazando. Un acuario… Tiene usted razón -murmuró tras reflexionar un instante-. Los espejos del salón son todos verdes y oscuros, y turbios como el agua. En mi tierra también hay lagos, en los que cazamos patos salvajes.
– ¿Tendrá pronto un permiso para volver a casa?
Un destello de alegría iluminó los ojos del oficial.
– Me voy dentro de diez días, señora, la semana que viene. Desde el inicio de la guerra sólo he tenido un breve permiso por Navidad, menos de una semana. ¡No sabe usted cómo se esperan esos permisos, señora! Cómo se cuentan los días… ¡Qué largos se hacen! Y luego uno llega y se da cuenta de que ya no habla el mismo idioma.
– A veces -murmuró Lucile.
– Siempre.
– ¿Todavía viven sus padres?
– Sí. En estos momentos, mi madre debe de estar sentada en el jardín, como usted, con un libro y una aguja.
– ¿Y su mujer?
– Mi mujer me espera. O más bien espera a alguien que se marchó por primera vez hace cuatro años y que jamás volverá… tal como era. ¡La ausencia es un fenómeno muy curioso!
– Sí -suspiró Lucile.
Y pensó en Gastón. «Aunque hay quienes esperan que vuelva el mismo hombre y quienes esperan que vuelva un hombre diferente al que se marchó -se dijo-, y todas se llevan una decepción.» Se esforzó en imaginarse a su marido, separado de ella desde hacía un año, tal como debía de estar ahora, sufriendo, muriéndose de añoranza (pero ¿añoraba a su mujer o a la modista de Dijon?). Era injusta; Gastón debía de estar muy afectado por la humillación de la derrota, por la pérdida de tantas cosas… De repente, ver al alemán (no, no al alemán, sino su uniforme, aquel verde almendra tirando a gris, su dormán, el brillo de sus botas…) se le hizo insoportable. Pretextó que tenía cosas que hacer y entró en la casa.
Desde su habitación, lo observó ir y venir por el estrecho sendero, entre los grandes perales que extendían sus brazos cargados de flores. Qué día tan bonito… La luz iba debilitándose poco a poco y las ramas de los cerezos se volvían azuladas y etéreas como borlas de maquillaje llenas de polvos. El perro caminaba mansamente junto al oficial, y de vez en cuando le tocaba la mano con la punta del hocico; el joven lo acarició cariñosamente en varias ocasiones. Llevaba la cabeza descubierta y su pelo, de un rubio metálico, brillaba al sol. Lucile lo vio mirar hacia la casa.
«Es inteligente y educado -se dijo-, pero me alegro de que tenga que irse pronto; mi pobre suegra no soporta verlo instalado en la habitación de su hijo. Los seres apasionados son simples; ella lo odia, y ya está. Dichosos los que pueden amar y odiar sin disimulos, sin vacilaciones, sin matices. Entretanto, aquí estoy, encerrada en la habitación un día precioso porque al señor vencedor le ha dado por pasearse. Es ridículo…»
Cerró la ventana, se tumbó en la cama y reanudó la lectura. La continuó hasta la hora de la cena, pero agotada por el calor y la luminosidad del día y adormilándose sobre el libro. Cuando entró en el comedor, encontró a su suegra sentada en el sitio de costumbre, frente a la silla vacía de Gastón. Tenía los ojos enrojecidos y estaba tan pálida, tan rígida, que Lucile se alarmó.