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Ninguno de ellos se movió ni respondió. A un toque de silbato del celador, se pusieron en fila y abandonaron la sala.

5

Las calles estaban desiertas. Los comerciantes echaban los cierres de las tiendas. En el silencio, sólo se oía su ruido metálico, ese sonido que con tanta fuerza resuena en los oídos las mañanas de sublevación o guerra en las ciudades amenazadas. Más lejos, en su recorrido habitual, los Michaud vieron camiones cargados esperando a las puertas de los ministerios. Menearon la cabeza. Como de costumbre, se cogieron del brazo para cruzar la avenida de la Opera frente al banco, aunque esa mañana la calzada estaba vacía. Ambos eran empleados de banca y trabajaban para la misma entidad, aunque él ocupaba un puesto de contable desde hacía quince años mientras que ella sólo llevaba unos meses contratada «de forma provisional, hasta que acabe la guerra». Era profesora de canto, pero en septiembre del año anterior había perdido a todos sus alumnos, enviados a provincias por sus familias para protegerlos de los bombardeos. El sueldo del marido nunca había bastado para mantenerlos, y su único hijo estaba en el frente. Gracias a aquel puesto de secretaria habían podido salir adelante; como ella decía: «¡No hay que pedir lo imposible a mi pobre marido!» Su vida nunca había sido fácil desde el día en que escaparon de sus casas para casarse contra la voluntad de sus padres. De eso hacía mucho tiempo. La señora Michaud tenía el pelo gris, pero su delgado rostro todavía conservaba parte de su belleza. Él era de estatura baja y tenía aspecto cansado y descuidado, pero a veces, cuando se volvía hacia ella, la miraba y le sonreía, una llama burlona y tierna iluminaba los ojos de su mujer, la misma, pensaba él, sí, realmente casi la misma de antaño. La ayudó a subir a la acera y recogió el guante que se le había caído. Ella se lo agradeció con un ligero apretón en la mano que él le tendía. Otros empleados convergían hacia la puerta del banco. Al pasar junto a los Michaud, uno de ellos les preguntó:

– ¿Nos vamos, por fin?

Ellos no sabían nada. Era 10 de junio, un lunes. Dos días antes, al salir del trabajo todo parecía tranquilo. Evacuaban los valores a provincias, pero todavía no se había decidido nada sobre los empleados. Su destino se decidiría en el primer piso, donde se encontraban los despachos de dirección, dos grandes puertas pintadas de verde y acolchadas, ante las que los Michaud pasaron rápida y silenciosamente. Se separaron al final del pasillo; él subía a contabilidad y ella se quedaba en la zona privilegiada: era la secretaria de uno de los directores, el señor Corbin, el auténtico mandamás. Su segundo, el señor conde de Furières (casado con una Salomon-Worms), se encargaba más particularmente de las relaciones externas del banco, que tenía una clientela reducida pero muy selecta. Sólo se admitía a los grandes terratenientes y a los nombres más importantes de la industria, preferiblemente metalúrgica. El señor Corbin esperaba que su colega el conde de Furières facilitara su admisión en el Jockey. Llevaba años viviendo en esa espera. El conde consideraba que favores tales como invitaciones a cenas y a las cacerías de Furières compensaban ampliamente ciertas facilidades de caja. Por la noche, la señora Michaud remedaba para su marido las conversaciones de ambos directores, sus agrias sonrisas, las muecas de Corbin y las miradas del conde, lo que hacía un poco más llevadera la monotonía del trabajo diario. Pero desde hacía algún tiempo no tenían ni esa distracción: el conde de Furières estaba en el frente de los Alpes y Corbin dirigía solo la sucursal.

La señora Michaud entró con la correspondencia en la pequeña antesala del despacho del director. Un tenue perfume flotaba en el aire. Eso bastó para que supiera que Corbin estaba ocupado. El director protegía a una bailarina: la señorita Arlette Corail. Nunca se le había conocido una amante que no fuera bailarina. Era como si las mujeres que realizaban cualquier otra actividad no le interesaran. Ninguna mecanógrafa, por atractiva o joven que fuera, había conseguido desviarlo de aquella preferencia. Se mostraba igualmente odioso, grosero y tacaño con todas sus empleadas, fueran guapas o feas, jóvenes o viejas. Hablaba con una vocecilla atiplada, que resultaba curiosa en aquel pesado corpachón de buen comedor. Cuando se encolerizaba, su voz se volvía aguda y vibrante como la de una mujer.

Ese día, el estridente sonido que tan bien conocía la señora Michaud atravesaba la puerta cerrada. Uno de los empleados entró en la antesala y, bajando la voz, le anunció:

– Nos vamos.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

– Mañana.

Por el pasillo se deslizaban sombras cuchicheantes. Los empleados se paraban a hablar en los huecos de las ventanas y en los umbrales de los despachos. Corbin abrió al fin su puerta y la bailarina salió. Llevaba un vestido rosa caramelo y un gran sombrero de paja sobre el cabello teñido. Tenía un cuerpo esbelto y bien proporcionado y una expresión dura y cansada bajo el maquillaje. Unas manchas rojas le salpicaban las mejillas y la frente. Estaba visiblemente furiosa.

– ¿Qué quieres, que me vaya andando? -le oyó decir la señora Michaud.

– Vuelve al taller. Nunca me haces caso. No seas tacaña, págales lo que quieran y repararán el coche.

– Ya te he dicho que es imposible, ¡imposible! ¿Entiendes el idioma?

– Entonces, querida, ¿qué quieres que te diga? Los alemanes están a las puertas de París. ¿Y tú pretendes ir en dirección a Versalles? Además, ¿para qué vas allí? Coge el tren.

– ¿Sabes cómo están las estaciones?

– Las carreteras no estarán mucho mejor.

– Eres… eres un inconsciente. Te vas, te llevas tus dos coches…

– Transporto los expedientes y parte del personal. ¿Qué demonios quieres que haga con el personal?

– ¡Ah, no seas grosero, por favor! ¡Tienes el coche de tu mujer!

– ¿Quieres viajar en el coche de mi mujer? ¡Una idea estupenda!

La bailarina le dio la espalda y silbó a su perro, que acudió dando brincos. Ella le puso el collar con manos temblorosas de indignación.

– Toda mi juventud sacrificada a un…

– ¡Vamos, déjate de historias! Te telefonearé esta noche. Entretanto, veré qué puedo hacer…

– No, no. Ya veo que tendré que ir a morirme en una cuneta… ¡Oh! ¡Cállate, por Dios, me exasperas!

Por fin se dieron cuenta de que la secretaria los estaba oyendo. Bajaron la voz y Corbin cogió del brazo a su amante y la acompañó hasta la puerta. A la vuelta, fulminó con la mirada a la señora Michaud, que se cruzó con él y recibió la primera descarga de su mal humor.

– Reúna a los jefes de departamento en la sala del consejo. ¡Inmediatamente!

La señora Michaud salió para dar las órdenes oportunas. Unos instantes después, los empleados entraban en una gran sala donde el retrato de cuerpo entero del actual presidente, el señor Auguste-Jean, afectado desde hacía tiempo de un reblandecimiento del cerebro debido a su avanzada edad, hacía frente a un busto de mármol del fundador del banco.

Corbin los recibió de pie tras la mesa oval, en la que nueve cartapacios señalaban los puestos del consejo de administración.

– Señores, mañana a las ocho nos pondremos en camino hacia nuestra sucursal en Tours. Llevaré los expedientes del consejo en mi coche. Señora Michaud, usted y su marido me acompañarán. Los que tienen vehículo propio, que pasen a recoger al personal y se presenten a las seis de la mañana delante de la puerta del banco. Me refiero a aquellos a los que he comunicado que deben marcharse. En cuanto a los demás, intentaré arreglarlo. Si no, cogerán el tren. Muchas gracias, señores.

El director desapareció, y un rumor de voces inquietas llenó la sala. Dos días antes, el propio Corbin había declarado que no preveía ningún traslado, que los rumores alarmistas eran obra de traidores, que el banco seguiría en su puesto y cumpliría con su deber, aunque otros faltaran a él. Si el «repliegue», como púdicamente se le llamaba, se había decidido con tanta precipitación, era sin duda porque todo estaba perdido. Las mujeres se enjugaban los ojos llorosos. Los Michaud se abrieron paso entre los grupos y se quedaron juntos. Ambos pensaban en su hijo Jean-Marie. Su última carta estaba fechada el 2 de junio. Hacía sólo ocho días. ¡Cuántas cosas podían haber ocurrido desde entonces, Dios mío! En su angustia, el único consuelo posible era la presencia del otro.

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